lunes, 28 de agosto de 2017

Sobre el final de Zelig

Anoche me desvelé. Y mientras daba vueltas en la cama para no levantarme y enfrentar el frío, se me ocurrió, quizá porque era una preocupación que me estaban desvelando,  un cuento en que un hombre siente que pierde su identidad, que abdica de todas sus decisiones, por las decisiones y la promesa de felicidad de otros. Enseguida pensé que el cuento debía ser alegórico o, en todo caso, uno de esos cuentos yanquis en que el personaje un poco parco nunca confiesa lo que le ocurre y a través de diálogos intrascendentes el lector puede colegir que el personaje siente que su identidad se va diluyendo en la identidad de los otros, a través de triviales presiones sociales. Para esto último supuse que había que tener más talento o unos buenos críticos de mi lado. Pero enseguida recordé que ese cuento ya estaba escrito. Escrito y filmado y se llamaba Zelig. Hasta había recibido un premio por sus efectos especiales y por un actor extranjero que formaba parte de su elenco.
Y recordé el chiste del final. 
Zelig tiene una extraña enfermedad, se identifica demasiado con quienes lo rodean. La enfermedad no es tan extraña como su sintomatología: se mimentiza, literalmente, con los otros, toma su aspecto físico. Digamos que por miedo a desentonar se vuelve pelirrojo o morocho o calvo, para referirnos solo a lo capilar. La cuestión es que se enamora de su psiquiatra, que por supuesto y por la época es Mía Farrow. Al final de la película, mientras van cruzando el Atlántico en un avioncito, Mía Farrow, que tenía competencias de piloto, sufre un desmayo y Zelig, que también con ella se había identificado, logra salvarse y salvarla a ella y al avión, gracias a que su mímesis había sido tan profunda que incluía sus capacidades y aprendizajes. Esto, claro, explicado, no tiene la gracia que en la película, pero es un chiste. 
Un chiste cuyo mecanismo se apoya en haber hecho de antemano un verosímil de algo increíble. Cosa de la que pocos chistes pueden jactarse.
Aristótoles sostenía que Edipo Rey era la tragedia mejor estructurada por que en un mismo hecho se daban dos cambios imprescindibles: cuando Edipo se entera quién es, no sólo se produce un reconocimiento (anagnórisis) de quién es en realidad, de que se ha acostado con su madre durante años, de que ha asesinado su padre, de que, al final, el destino que se tenía preparado para él se ha cumplido a pesar de todas sus  precauciones, sino que al mismo tiempo se produce un cambio (peripecia) esencial, porque cambia el curso de la trama: todos los éxitos de Edipo se convierten en un fracaso atroz y además le dan a los hechos anteriores, en los que Edipo había participado como protagonista y activo sujeto, un nuevo significado de meros mojones en un camino escrito, y lo convierte en un juguete del destino, un sujeto redondamente pasivo, en el Fortune´s fool de Shakespeare.
Algo parecido ocurre con el último chiste de Zelig.
Las comedias anteriores de Woody Allen (ésta es de 1983) suelen parecer una serie de gags unidos por un tema en común. Así, Bananas, Robó, huyó y lo pescaron, etc, tienen una particularidad que pese a sus méritos nos deja un poco fríos: todo hace creer que la trama se organiza a partir de los gags o que Allen pensó el plan general ( un tipo abandonado por su novia viaja a un país de Centroamérica y es confundido con un revolucionario y la novia que lo había abandonado se enamora de él, hasta que descubre la verdad) y para armarla se valió de una seguidilla de chistes. En esta película, uno de los mejores o más absurdos está también de Historia de Cronopios y de Famas (el del cambio de la lengua oficial). Un asunto aparte son las películas en que el humor se mezcla inevitablemente con otra cosa mucho más importante y que prevalece, como Annie Hall y aun, mucho después, Todos dicen te quiero. Pero en las comedias que pretenden ser solo comedias, las continuidad está interrumpida por el espacio que hay entre un gag y otro. Esto no puede ser extraño, porque es la estructura del stand-up y Allen empezó así.
Por eso Zelig quizá sea la mejor comedia de Woody Allen. El formato documental le permitió despreocuparse de la continuidad narrativa (cosa que volvió a hacer otras veces, como en Sweet and lowdown).
Pero más relevante es el chiste final de Zelig. Para que este chiste funcione, los espectadores deben haber llegado a la conclusión de que es posible, al menos en el mundo que se nos muestra, que un hombre, dada su timidez e inseguridad, se oculte en la identidad con los otros. Una actitud así es fácil de creer; nosotros procedemos mayormente de esa manera, si no no hay sociedad posible. Pero el personaje pasa de la metáfora a la realidad: se transforma. Cuando, al final de la película, ya nos hemos acostumbrado a esta particularidad de Zelig, Zelig da un paso más y demuestra haberse identificado a tal punto con el otro, que puede hacer cosas que ni siquiera sabía que el otro sabía hacer. Pilotear un avión. Nunca se nos dice que Eudora Fletcher (Mía Farrow) tenía esas competencias; el hecho transforma todas las transformaciones anteriores. Si nos parecía fantástico que Zelig se volviera afroamericano, ahora se torna doblemente fantástico, ahora, una vez aceptado el capricho inicial, el chiste final nos pasa a otro plano. El final resignifica todos los gags de la película y los lleva a un nivel casi religioso o metafísico. Zelig se transforma, no por abuso de una neurosis, sino con un poder que excede el conocimiento humano. Y en ese punto la película se vuelve otra cosa. Y todos los chistes que hay en ella, incluso los chistes antisemitas, con los que Woody Allen juega como en muchas otras de sus películas (porque es de repetirse). La capacidad de que un mero episodio transforme todo lo anterior es uno de los atributos de todas las grandes obras.
La forma documental y el chiste final logran aquello que no habían logrado las comedias anteriores: ser una unidad, y como tal está plena de significados, no solo el que el autor quiso darle: ser una alegoría del fascismo. (En esto se asemeja a Rinoceronte de Ionesco, solo que la película, al disgregarse en tanto chiste, pierde su fuerza alegórica.)



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