jueves, 13 de noviembre de 2014

Cotidiana III

De remisero a inmortal en un mismo recorrido

Hoy me tomé un remise, cosa que nunca hago. Lo tomé porque le había prometido a mi abuela que la llevaría a jugar a las cartas con sus amigas y como esa es su forma de sobrevivir, cumplo. Caminé hasta la remisería y una señorita que sorbía un mate con desmedido ahínco (suponemos que se le había tapado la bombilla al momento de entrar en el local) me indicó con la mano el chofer que me había deparado el azar. 
Primero me llamó la atención que se disculpara por estar limpiando el baúl de una Kangoo, que era el remise en cuestión; después, que me abriera la puerta como a una dama y me invitara a entrar. Era un tipo alto como yo, morocho, curtido, que tenía un tatuaje en el brazo derecho, un verdadero tatuaje, uno de esos tatuajes con las líneas azul oscuras muy difusas, líneas que formaban un corazón rodeado de algunas iniciales y unas flechas. Un tatuaje en serio, no esas pseudo obras de arte con que queremos decorarnos nosotros en un acto que nos hace creer que tomamos decisiones difinitivas. Hablaba con mucha calma.
Me senté, le declaré un itinerario (iríamos a buscar a mi abuela, la llevaríamos a la casa de una de sus amigas y volveríamos hasta una esquina donde yo iba a bajar) y conversé sobre el clima. Cada vez que converso sobre el clima, del que no entiendo más que el ciclo del agua y mínimamente, me siento una persona normal, un adulto. Creo que mi concepción de un adulto es esta: una persona que apela a todas las convenciones para comunicarse y que manejándose con esas pobres herramientas se persuade de que conversa.
Después que dejamos a mi abuela en la casa de su amiga, como si fuera algo que tuviera que explicar le confesé: tiene 92 y se junta a timbear. Mi abuela nos echaba desde la puerta, asegurando que ya le abrían. Entonces el remisero empezó a hablar. Ahí me di cuenta de que además de la piel cetrina, de los dedos mochos y gruesos, de las manos trabajadas por el esfuerzo, tenía el pelo gris, prolijamente tirado hacia atrás y los ojos claros, la boca con un rictus hacia abajo, como quien se la pasa serio porque no se ríe, porque no conoce el concepto de diversión, sino el de descanso. El tipo era una efigie.
La voz calma empezó a reflexionar sobre la longevidad de mi abuela, con esa austera habilidad que tienen muchas personas para recortar la realidad, que suele dejarnos con la boca abierta.
La gente de antes, me dijo, era más sana. Por eso vive más. Mi abuela materna murió cuando yo tenía trece años. Tenía 112. Había venido hasta acá corrida por Cafulcurá, desde Alvear y Bolívar. Yo me crié en el campo. Y siempre me gustó saber las historias de acá. Su marido se llamaba Gómez (lo que a mí no me decía mucho) así que ella era Brigida de Gómez. Se instalaron en una calle por allá. Azul era un rancherío y todo estaba de la plaza para aquel lado.
Como yo no podía creer lo que me contaba, se puso más específico. 
Mi padre el difunto era policía. Yo no llegué a conocer a mi padre. Era policía de a caballo y sable. Lo mataron en una emboscada, en el boliche del dos. Lo mataron el 24 de febrero de 1947, una hora antes de que yo naciera. Se había armado una pelea con unos pampas y los mandaron a él y a mi tío a resolver las cosas. El boliche del dos quedaba en la San Martín y Laprida, es ese caserón que está en la esquina (enseguida lo ubiqué, porque había estado en esa esquina unos días antes), pasando el arroyo. Parece que mi padre el difunto fue hasta allá y lo esperaron abajo del puente y le pegaron dos tiros. No sé cuántos años tenía cuando lo mataron. La comisaría estaba adentro de lo que ahora es el juzgado.
La voz del remisero progresivamente se había separado del cuerpo del remisero, que ya era un monumento y no el remisero mismo. Ya no era su voz sino la voz de toda una comunidad y aunque no tenía ni un rasgo de habitante originario todo se me había mesturado -para usar una palabra de mi abuela- en la memoria de la que él era parte. Había malones y carreras entre el polvo y tipos con traje, sombrero y cuello duro, edificios que se iban levantando y la chatura del campo con los días muy largos. Todas imágenes que no me interesaron nunca porque se parecen a las de la tradición. Me siguió el relato de lo que a él le habían contado que era la vida de su padre como policía. Quise saber en qué año había nacido su abuela, pero como no pudo responderme hicimos un cálculo. Supuse que una memoria colectiva sabe de fechas pero no cuenta los años. 1848 era el resultado.
Le hice unas preguntas sobre algunos hechos que me intrigaban pero no los conocía, aunque pudo decirme dónde habían vivido los implicados en esos hechos. Le prometí pasar por la remisería, para que me contara otras historias y me bajé. 
Entonces quise que al darme vuelta la Kangoo y el remisero ya no estuvieran, que se hubiesen desvanecido como en esas escenas de las películas en que el benefactor o alguna cosa por el estilo se esfuma después de haberse revelado y uno tiene que considerar todo lo anterior como parte de una alucinación o una magia o la presencia de una deidad. Eso habría sido lo más lógico y creíble.
Pero no; el hijo de puta enfiló tranquilo hacia la remisería para seguir laburando por unos pesos, porque le habían encargado otro viaje.