sábado, 15 de julio de 2023

Historia de un aparecido

 

A R. G.


¿El fantasma de la casa López? No, no conocía la historia -recién acababa de enterarse de que se llamaba así la casa-, pero tampoco había sido una pregunta que el dentista le hubiese formulado realmente, en parte porque no había razón para que conociera esa historia; en parte, por la imposibilidad física de brindar una respuesta que era obvia, teniendo en cuenta su situación y la postura de su cuerpo y la del dentista, que sostenía una pinza dentro de su boca. No la conocía; se podía imaginar esa historia, porque todos los pueblos tienen alguna casa abandonada donde alguien ha visto un aparecido y porque el aspecto y la ubicación de la casa se prestaban tranquilamente para envolverla en un halo de misterio o para que muchas historias se tejieran a su alrededor. Y el dentista, que no había parado de hablar desde que lo vio en la sala de espera y no había cambiado de tema, salvo para darle algunas indicaciones escuetas, directas y bien prácticas como enjuáguese, escupa, abra más, le iba organizando esa historia y la figura del fantasma de la casa López le parecía progresivamente más clara, como si emergiera de la oscuridad de un pasado remoto, de un tiempo muerto hacía rato.

Le aseguró que la gente decía que lo había visto de noche; nunca a la luz. Pero debe ser una cualidad de los fantasmas no aparecer durante el día o una cuestión de óptica, por la característica transparencia de los espectros. Le aseguró que había, como en todos los rumores, versiones encontradas y muy distintas, que algunos suponían era el ánima de un linyera, uno de los muchos que se habían refugiado en las ruinas de la casa desde la década del ochenta, que otros contaban era el espíritu de un marido que había muerto en la cama de otro marido que un día descubrió todo. Esta versión era menos popular y menos creíble, porque no se encontraba ninguna relación entre el marido muerto, el marido asesino y la Casa López, ni siquiera con la mujer, cuyo nombre variaba según quién asegurara saber algo sobre el caso. Otros, que era Pedro Oubiñas, vindicativo y rencoroso, que rondaba todas las noches la casa para reclamársela a su testaferro. La mayoría decía que era el mismo López que salía a esperar a los Catriel para comerciar sus cueros, como lo había hecho un siglo antes. Las ramificaciones de cada versión, como se puede entender, dijo el dentista, son muy disímiles y bastante imposibles.

El fantasma de la Casa López. El dentista tuvo que explicarse para seguir. La casa está sobre el arroyo, del que la separa una calle de tierra. Si uno sale por detrás y cruza esa calle, baja un desnivel y ya está en el agua. A una cuadra, se tiende el puente de una avenida. Más bien todo era descampado por ahí. Del frente hacia el otro lado, sí hay caseríos. Los que aseguraban haberlo visto alguna vez eran gente del barrio, porque no había datos de que hubiese aparecido más que en un solo lugar: detrás de la casa, de madrugada, junto a la orilla del arroyo, y parece, según los testimonios, que no hacía otra cosa que pararse al lado del agua que corría lenta, a esperar. Esperar quién sabe qué, pero esperar. La actitud de esperar se descubre enseguida, cualquiera lo sabe. La mirada del que espera no mira a ninguna parte. Mira al tiempo. Aunque nadie hubiera alcanzado a ver su mirada ni sus ojos. Nadie lo habría visto de cerca; nadie que pensara que era un fantasma, al menos. Lo más que aseguraban haber visto era la silueta esmirriada, una figura erguida como en pausa y de trasluz, apenas alcanzada por los faroles del puente de la Mitre. El testimonio más confiable, quizá porque el testigo no vivía en las inmediaciones y porque es un personaje conocido, fue el de un empleado bancario, poeta, que ha afirmado (aunque es renuente a la publicidad y pocas veces ha confiado la anécdota) que vio su cara entre las caras demacradas por la pésima alimentación y la mugre de días que cargaban los linyeras de la casa. Dijo alguna vez el empleado bancario que venían de una fiesta y pensaban seguirla en la casa ya abandonada, que en esa época no había muchas otras viviendas alrededor todavía, apenas unos baldíos, y que llegaron en pleno jolgorio, con risas y guitarras, que quisieron entrar porque no se habían levantado aún los paredones que la clausuran ahora y que cuando al fin llegaron a la puerta y la abrieron, se vieron sorprendidos por la presencia de tres sujetos que les negaban el paso, curtidos, sucios, apenas reconocibles, reverberando entre la claridad móvil y las sombras en una habitación que alguna vez habría recibido visitas ilustres o simplemente respetables y habría tenido las paredes empapeladas y colgando de sus altos techos arañas con caireles que multiplicaban la tenue luz de las lámparas de fines del siglo XIX y que ahora era un cubo desnudo y marrón de muros desconchados, y que los sujetos, como tres mayordomos arrancados del tiempo, se quedaron parados mirándolos, trémulos por la luz de un fuego modesto que había en un rincón de la habitación y que ellos, los que venían de fiesta, que nada tenían que hacer ahí, sintieron inmediatamente pavor; no por los hombres, unos pobres hombres que vivían en la calle y se refugiaban en la casa para soportar el invierno, que no eran peligrosos, sino por la inmediata percepción de algo que no podían comprender, como si esa acción automática e inconsciente de cercarles el paso fuera menos la protección de un territorio propio que la obediencia de algún deber arcano, que estaba más allá del entendimiento de ellos. Y cree, el empleado bancario, que entre esas tres siluetas que vibraban entre el amarillo, el negro, el naranja y la nada, cuyos rostros no podía definir exactamente, había otra, más alejada, oscura, completamente oscura y oculta, quizá al fondo de la habitación y quizá cerca del fuego y por eso quizá más iluminada pero menos asequible y por eso oscura, que no alcanzó a distinguir, que vio sesgada y como en escorzo, que percibió en el intersticio que las cabezas de los tres linyeras mayordomos abrieron momentáneamente, y que esa, al final de cuentas, era la cara del fantasma. Y cree el poeta, que confiesa que su recuerdo se mezcla con la escena de Apocalypse Now en que Marlon Brando se sienta contra la pared mientras Martin Sheen se esfuerza inútilmente por reconocer sus rasgos entre la selva tropical de Vietnam, que los tres linyeras convivían con el fantasma, sin saber que lo era o creyendo que era una alucinación de cada uno de ellos, afectados, después de todo, por el abuso del alcohol, el hambre prolongada y la mugre. El testimonio del poeta empleado bancario es confiable y al mismo tiempo flojo. Da una fecha imposible: el año 71, cuando todavía habitaban la casa de López sus últimos descendientes. Sus detractores afirman que el recuerdo, aparte falso, está decorado con el típico barroquismo del poeta bancario.

El recuerdo de la casa y la noticia de la leyenda (aunque ¿puede llamarse leyenda al estupor de un barrio ignorante a la fuerza o a propósito?) del fantasma se lo trajo la casualidad. Y la simultánea percepción de un cuadro y un doble apellido. La sorpresa que supuso el cuadro (el doble apellido no lo conocía), se debió solamente al hecho de estar tan lejos de la Casa López, a tanta distancia en el espacio y en el tiempo que no había razón alguna para encontrar ese cuadro en el consultorio de un dentista, a las dos de la mañana, en Rawson, ciudad inhóspita si las hay. Había llegado por otra casualidad, porque las casualidades son como un puñado de cuentas que alcanzamos, en el mejor de los casos, a ajustar y llamamos destino, cuando miramos hacia atrás. Venía de enterrar a su mujer sin haberlo planeado, después de haber creído que pasaría una semana en el hospital y que la traería nuevamente a su casa y a su cama y a las cosas cotidianas, pero todo se truncó y ahora con un dolor de muelas insoportable y la obtusa certidumbre de un mundo vacío, tuvo que parar en la primera ciudad donde era posible encontrar un dentista que atendiera una urgencia. Preguntó en la terminal y le dieron una dirección. La hora no era aconsejable pero era el único. Pese a lo trasnochado, el dentista parecía de buen humor y cuando lo vio observando el cuadro que tenía colgado en una de las paredes de la sala de espera (una sala de espera horrenda, le parecía) y quizá percibió una cierta conmoción en su paciente que no podía atribuir al dolor de muelas que le había anunciado a través del portero eléctrico, le comentó:

–Queda en Azul –y el paciente, todavía abstraído, extático, creyó empezar a escucharlo y a volver de algún lugar en donde estaba y a reconocer en sus palabras un mismo lenguaje, una experiencia compartida. Le explicó, sin que el paciente hubiese dicho algo todavía, que la casa estaba destruida ahora, pero que él la había conocido cuando estaba como en la pintura, cuando el último de los descendientes del dueño, un apellido muy común que no podía recordar en el momento, vivía aún en la casa, aunque ya en esa época se notaba el abandono. Y después, sin que todavía él hubiese pronunciado ninguna palabra, empezó a contarle la historia del fantasma y de esa casa, pero no fue preciso y se desvió un poco todavía y no habló de versiones, solamente ahora se acordaba del nombre del dueño, López, sí, Gervasio López, porque cuando el paciente estaba todavía en la sala de espera, el dentista se acercó al cuadro y consultó la base derecha donde figuraba el título, y sin embargo, el dentista no creía que fuera posible un cuento así, que debía ser uno de los crotos -crotos dijo- que se escondían de la policía y se juntaban para protegerse del frío del invierno ahí. (Y se detuvo además un momento para comentarle la etimología de la palabra croto y se refirió al ferrocarril y a una época gloriosa en que Argentina era el granero del mundo, época que el paciente detestaba, como detestaba también esa especie de orgullo en el vacío, de quienes sentían nostalgia por ella.) Él no podía seguir el discurso inconexo, fragmentado y volátil del dentista que ahora le explicaba por qué podía contarle lo que le estaba contando, y la explicación era que había estado varias veces en Azul y fue en una de esas ocasiones, cuando todavía era joven y recién se había recibido, que un viejo le dio el cuadro en parte de pago por una corona, sin saldar más tarde la deuda, ni con plata ni con otro cuadro ni con otra cosa. Que le había parecido extraño al principio y por lo extraño también le había agradado; y un tiempo después supo que ese viejo hacía lo mismo con el almacenero y con el carnicero y con cuanto proveedor de cuanta cosa necesitara para subsistir y así que seguro habría varios cuadros iguales o similares y quizá por eso le resultaba familiar; pero él no había dicho en ningún momento que el cuadro le resultara familiar o siquiera conocido, se había limitado al silencio, escudado en su muela como toda excusa, y aunque su cara y la atención con que había mirado el cuadro pudieron delatarlo, y aunque en realidad no había visto antes el cuadro, ni había oído la historia del viejo que según el dentista hacía eso, cambiar los cuadros por enseres y salud para forjarse una leyenda de artista bohemio y desinteresado de lo material, pero que seguramente, según el dentista, era un viejo mañoso y avaro (y no lo conocía a pesar de la pequeñez de una ciudad pequeña), aun así, su actitud había motivado esa conversación y más que conversación ese monólogo que había soportado sin poder seguir del todo. Hasta que por fin el dentista, que dejaba en claro que para él la inteligencia, la desconfianza y la conversación eran una y la misma cosa, lo invitó a entrar en el consultorio y sacarlo de la horrible sala de espera y de la imagen de la casa.



Mientras le hurgaba en la muela ya anestesiada y percibía como ajenos los movimientos y los ruidos que la fuerza del dentista ejercía sobre alguna parte de su quijada, él no pudo dejar de pensar en el cuadro y en su mujer, muerta unas horas antes, enterrada unas horas antes, ausente de golpe y para siempre, aunque no hubiera ninguna relación entre una cosa y la otra, o aunque el único vínculo que hubiera fuese el de una mutua exclusión, el de la imposibilidad de conectarse en alguna dimensión, la voluntad férrea, que ahora se mostraba inútil, de no vincularlas a ella y a la casa.

Otero Maffoni se había llamado el viejo que le pagó o casi le pagó con un cuadro la corona que el dentista había colocado cuarenta años antes. Lo decía la firma en el rincón derecho de la pintura. Y también decía que la casa llamaba López, algo que vino a enterarse tanto tiempo después, esta noche solitaria en la sala de espera de un consultorio a medio camino entre su propia casa y la muerte de su mujer.

La pintura: hay un caserón de dos plantas, semioculto en una espesura de yuyos y enredaderas al fondo de un patio delantero, del otro lado de una gran reja, con una puerta cancel destrancada y abierta. El caserón es color amarillo o té con leche o fue alguna vez de un color parecido. A la puerta llega un corto camino empedrado gris que tal vez fuera marrón en la realidad o no hubiese existido nunca. El caserón no es imponente -aunque debió de serlo en su tiempo-, pero de alguna manera es ridículo, y, al mismo tiempo, tiene algo de monstruoso, algo de exagerado, de alevoso. En las ventanas superiores hay una oscuridad que parece sobrenatural, numinosa, pero no es más que la simple opacidad del abandono manifiesto. En la puerta central y en las tres ventanas inferiores, que parecen desteñidas por los colores de la acuarela y comidas por el terreno que sube, hay luz. Junto al caserón, a un lado, se levanta una casuarina que lo supera, y en el medio del jardín delantero, hasta antes de la reja, el pintor no registró una palmera que no respondía a ningún criterio arquitectónico o paisajístico, que creció por accidente o fue plantada más tarde, que parece un capricho, como parece un capricho la casa erigida en la orilla del arroyo, donde no hay, en 1870, otra cosa que terrenos estériles, propiedad del intendente, y, cruzando ese arroyo que está detrás y no aprece en el cuadro, terrenos ancestrales, propiedad de nadie, que cuidan los Catriel. En el jardín delantero, los pastos están tan crecidos -trepan por uno de los rincones- que es imposible negar que la casa ya está declinando o abandonada. La pintura es elocuente: la puerta destrancada, el color de las paredes, la vegetación, las celosías; todo está en decadencia. O es la técnica de la acuarela, la voluntad del pintor o su pericia: la puerta destrancada en el centro de la escena contamina de desolación toda la pintura. La sombra del caserón parece un telón de fondo que oculta la ausencia de paisaje, niega el horizonte y la soledad de la casa. Aparte la palmera, no se ve tampoco la fuente el patio delantero. La fachada misma es incorrecta y la torna un poco irreconocible, lo que le hace pensar que el dentista se fía demasiado de su recuerdo influido por la pintura. Al mismo tiempo la casa es, no obstante, fácilmente identificable, por esos juegos que juegan entre sí la memoria y el olvido.

Esos juegos que le traen al paciente sentado, casi recostado, con la boca abierta en el sillón de cuerina blanca que tiene un hueco en forma de U a la altura de la rodilla derecha, el recuerdo de la noche fría y asquerosa en todo sentido de mayo de 1977 en que accedió a la estación de trenes de Lomas de Zamora, a donde había llegado temeroso, adonde había ingresado casi por un milagro, gracias a la casualidad que distrajo a un oficial de policía con un anciano que empezó a desvanecerse junto a la ventanilla de las boleterías, y le permitió escabullirse entre las formaciones, amparado en la mala iluminación del andén, y gracias a la cual pudo bajar a las vías y caminar hasta unos vagones de carga cuyo destino ignoraba (pero cuyo rumbo conocía), que partieron hacia el sur recién la noche siguiente.

Ese mes y ese año habían sido aciagos: no quedaba un compañero con quien comunicarse, habían diezmado su célula y ella se había guardado sin ninguna noticia, y después de los doce días acordados, sin que nada hablara de su existencia, él quería convencerse de la idea de que estaría oculta mucho más tiempo, para no pensarla muerta o torturada y cantando. Nunca se sabía qué era mejor, si pensarla cantando o pensarla resistiendo y esa era una duda inconfesable que ni siquiera con ella había podido compartir. Él se había quedado sin documentos, así que después de esperar en vano una noticia que no llegaría, se subió al carguero suponiendo que podría esconderse en Ing. White o en Bahía Blanca como mucho, que tenía unos seiscientos kilómetros de tregua, hasta que esa misma noche que pasó todavía en las vías muertas de la estación de Lomas de Zamora supo que no podía pasar de Azul. Viajar oculto en un carguero no es difícil y mucho menos si está vacío, es solo cuestión de manejar las luces y las sombras que proyectan sobre los vagones los alrededores de la vía, y sin embargo, ahora estaba seguro que no podría ocultarse en Azul, que el tren se detendría y que sería urgente bajar antes, que todo (la estructura de los vagones, las compuertas de descarga, la tolva sin techo, los rayones en el metal) le indicaban que ese tren no cargaba cereales ni líquidos sino piedra y que no pasaría de Olavarría. Así que después de haber traspuesto Cacharí y cuando creyó entrever, en el medio de la noche y el campo, un brillo, el reflejo triturado de la luna en el terreno, efecto lumínico que anunciaba un curso de agua, se tiró del tren y corrió hasta donde pensaba que ya no lo verían y quedó ahí, tendido boca arriba, jadeando, observando el vapor que salía de su boca con cada expiración y desaparecía inmediatamente en el aire frío. Aunque suponía ya estar seguro, esperó hasta que el ruido de las ruedas del ferrocarril dejaran de sonar en el aire límpido del campo, perdiéndose en un rincón alejado del espacio enorme, y se levantó recién cuando supo que no había nadie en kilómetros a la redonda. Le pareció rara en ese momento esa soledad, pero no se detuvo a pensarlo. Llegó hasta el arroyo y empezó a caminar en la misma dirección que llevaba el tren, hasta que encontró un hueco en la orilla, producto de algo así como un barranco ficticio en la llanura, una cueva de comadrejas gigantes, que podía ocultarlo; y ahí se durmió.

El paciente creyó que la repentina e inexplicable muerte de su esposa le traía esos recuerdos como una traición, como una prueba más del sinsentido de todas las cosas; esas imágenes demasiado nítidas ahora, inmóviles, como si el tiempo no las hubiera perturbado, que había creído sepultadas con éxito durante treinta años -los primeros diez no pudo hacer otra cosa que recordar, recordar compulsivamente cada detalle, con culpa, con alivio, con la oprobiosa sensación de haber errado y acertado en las cosas equivocadas-. Eso y el cuadro y el estúpido dentista que no paraba de hablar de la casa, como si una mano anónima le diera a un tonto la potestad sobre el destino de un desconocido, sin saber, el tonto, que en la menor distracción o el menor descuido puede derrumbar un edificio levantado costosamente durante cuatro décadas. Porque el dentista, mientras le purgaba una infección que el paciente había ignorado tener y preparaba el instrumental para una extracción de emergencia y ya lo había obligado a tomar un antibiótico y un antiflamatorio, seguía monologando, farfullando, sobre las supuestas razones que habrían llevado al abandono de la casa, sobre los trámites burocráticos y administrativos que entorpecerían su venta o su compra -hablaba de sucesiones y típicas rencillas entre herederos, de épocas pretéritas en las que la palabra valía más que la escritura, poseído de una nostalgia inverosímil-, su posterior restauración o demolición, y sus potencialidades como edificación y como terreno, posibles negocios inmobiliarios. No sabía cómo estaba Azul ahora, pero estaba seguro de que no habría cambiado mucho.

El paciente tampoco sabía cómo estaba la ciudad, ni la casa de López, pero no le costaba creer que el dentista tuviese razón en ese aspecto, porque la casa ya en ese año 77 era como una lápida, como una piedra en el medio de un terreno inútil, un mojón muerto en el camino a otra cosa. Y también era un lugar donde no debía haber sobrevivido y sin embargo, por una misteriosa razón, sobrevivió. No podía tener las mismas preocupaciones anodinas sobre la casa que tenía el dentista. Sentiría un alivio si supiera que ahora hay emplazado un edificio de departamentos o una cacha de fútbol y no los restos de la casa que él conoció y que abandonó para siempre en abril del 80, adonde había llegado de noche, después de una semana de andar por la orilla arroyo arriba, con la lengua cuarteada y los labios cortados por la sed, el sol del día y el frío de la noche de invierno, un frío ácido, filoso, que no había conocido antes, que le hacía pensar que tener huesos era lo peor que podía ocurrirle a un ser humano, y le hacía pensar, de inmediato, con remordimiento, que ella estaría sufriendo peores tormentos, atada a una camilla, con las piernas abiertas y la sangre hasta la garganta; la casa donde se había ocultado cuatro años sin que nadie, estaba casi seguro, ninguna vez en los mil setenta y cinco días que había pasado recluido, sin asomarse a la luz, y había dormido en el piso de tierra, le viera la cara. En el 80 aprovechó las confusas acciones que se pusieron en marcha en torno a la inundación. Pudo tomar otro tren, a la madrugada, esta vez de pasajeros. Había esperado en las ruinas de lo que alguna vez fue un galpón y ahora era solamente un par de paredes unidas por unas vigas de hierro que mucho antes sostuvieron un techo, y se había subido al último vagón y se había trepado al techo y con mucha habilidad y más suerte había llegado hasta Ingeniero Jacobacci, donde un paisano casi cómplice le reconoció las trazas y lo llevó a un obrador cercano, porque ahí buscaban gente para empezar a construir una represa y ahí todos los obreros era chilenos y entonces se hizo pasar por mudo y cada vez que creía que era un esfuerzo ingente e intolerable no hablar durante tanto tiempo, se imponía el recuerdo de ella tirada sobre la camilla, con sus violadores y su sufrimiento.

Pero cuando al fin salió la muela -sin mucho esfuerzo y sin mucha sangre- y el dentista creyó que el paciente se había desmayado porque no reaccionaba, el paciente pensó cómo no se había dado cuenta antes de que la casa misma de López, donde pasó tantos años escondido, conviviendo con unos alcohólicos psicóticos desharrapados que aunque no pudieran seguir el hilo de una conversación al menos le convidaban de su comida sin hacerle preguntas, que la misma casa López, por su forma, parecía una gran muela, y que todo, no solo el cuadro de Otero Maffoni, le había traído el recuerdo de un pasado muerto, el fantasma de una vida que se había sepultado.

Sí, sabía ahora. El fantasma. Pero no había sabido antes las historias, aunque con un poco de imaginación podría haberlas conjeturado. Nunca las oyó porque no había habido oportunidad. Y claro, nunca nadie se habría preocupado por contarle la historia de un fantasma de una casa de un pueblo que no vendría a cuento, por lo lejano, y porque en todos los pueblos hay historias de fantasmas y casas abandonadas. Entonces, cuando el dentista dejó la muela en la bandeja metálica, junto con los instrumentos todavía sangrantes y le pidió que se enjuagara la boca por última vez, quizá porque ya todo iba terminando, le llegó como un fogonazo o como un fulgor, como una epifanía y como un tiro de gracia, un último recuerdo.

En él había dos recuerdos condensados y era imposible, como en los sueños, distinguir qué lado correspondía a cada uno, porque uno ocupaba los cuatro años que se ocultó en la casa de López, concentrados en una sola anécdota, y el otro era una anécdota que implicaba esos cuatro años de reclusión pero ocurría en otra parte y en otra vida. Por un lado, había un hombre, el único hombre que pudo haberle visto la cara durante esos años. Y más que un hombre era una mirada, una mirada como de águila, atenta, ecuánime, traslúcida y sagaz, que ubicaba la segunda noche en la casa, junto al fuego. Había tres linyeras, sus tres amigos inconscientes que retenían a unos tipos que querían entrar a la casa. Ellos actuaron como si supieran o sospecharan que él no debía ser visto, que se escondía, o, quizá de forma también inconsciente, protegían su territorio de cualquier amenaza, como animales. Él se refugió contra el rincón del recinto, tratando que los resplandores sinuosos del fuego que habían prendido con unos cajones de manzanas le deformaran el rostro. Y siempre le quedó la duda de si la mirada de uno de ellos, un hombre flaco y más alto que el resto, no pudo traspasar la presencia de sus tres acompañantes y alcanzarlo, ahí, contra el rincón abandonado de una casa de mil ochocientos sesenta, en plena noche de invierno. Siempre se convenció de que era imposible que lo hubiese visto o en todo caso que hubiese alcanzado a distinguir sus rasgos. Anudado a este, por el otro lado, como su contracara, se desprendía otra parte del recuerdo, ligado a esa mirada. Veinte años después paseaba por Cipoletti con su mujer, a la que enterró unas horas antes de aterrizar por una casualidad en ese consultorio revulsivo, descubrió un festival de poesía que se llevaba a cabo en el local de una librería, al que entraron a preguntar algo, no se sabe qué, y en el poeta que estaba leyendo, parado junto a un micrófono, creyó identificar, primero con dudas y miedo, y enseguida, con certeza y con una especie de fascinación aterrada, la fisonomía del hombre alto y flaco, con la calvicie empezando a avanzar, y la mirada de águila, ecuánime, sagaz y traslúcida. El hombre leía para un público exiguo y ferviente y mientras sostenía la hoja que le temblaba en la mano levantó la vista y algo ocurrió. El paciente sintió que un segundo había durado más que lo que dura un segundo. El paciente pudo desaparecer de inmediato entre los otros clientes de la librería que no estaban atendiendo al festival, pero no pudo dejar de pensar que los versos que oyó -hasta que esa mirada lo reconoció- antes de que el hombre flaco que leía levantara la vista, tenían un vínculo secreto con su vida, porque en esos versos se hablaba de una casa, de una orilla y de una celda.

Y el otro recuerdo, otro lado del mismo prisma, concentrado en ese segundo en que la mirada de los dos elaboró una oscura comunión, recordó que en ese instante lo había asaltado una sensación, una extraña sensación que apenas se animaba a recordar, la dislocada noticia de un momento feliz en medio de la desgracia, como un pecado, y quizá, al mismo tiempo, como una esperanza, de la misma manera que uno supone debe encontrar un hueco en el pensamiento el suicida cuando siente la mira rascarle el techo del paladar y sabe irremediablemente que todo va a cerrarse al fin en un vacío aliviador, ese momento lejano, que pudo multiplicarse por cuatro o cinco, pero que como recuerdo pervivió aglutinado en uno solo, era el de la primera noche que se atrevió a salir de la casa de López -más de un año y medio después de haber llegado- y, con extraordinaria cautela, cruzó la calle de tierra, celoso de todos los ruidos que pudieran provocar sus pasos hasta el otro lado, y bajó el desnivel hasta la orilla del arroyo, temiendo que los faroles del puente que tenía a cien metros lo delataran, y estuvo un rato parado, respirando, sin pensar, sin saber qué pensar, y se acercó más a la orilla y se mojó los pies descalzos en el agua.