Hace dos o tres semanas
leí en un suplemento cultural que había sido publicada una nueva
biografía de Salinger. Nunca leí otra antes, pero sé que hay
algunas y que esta es una nueva. Me entusiasmo, me anoto, en alguna
parte: comprar biografía de Salinger. Me anoto porque no vivo en
Capital y a veces los libros tardan y yo me olvido, incluso de mis
deseos. El lunes siguiente o el martes me meto en una librería
porque sí, por entrar, y ahí está sobre un estante, solita. Me la
compro. 211 mangos.
La lectura del libro
borró la lectura del artículo del suplemento; ya no sé qué
impresión me había quedado ni a qué conclusión -si la había-
llegaba el artículo, si la biografía era buena o mala, si termina
con el mito o si lo revive o se consagra a él. No me acuerdo. Es
inútil que me proponga buscar en mi garage el suplemento porque ya
debe haber limpiado algún vidrio de la casa.
Empiezo la lectura
inmediatamente; es más, dejo otros libros que estoy leyendo para
dedicarme a este especialmente. Ignoro la razón. Como soy un lector
bastante lerdo, me sorprendo de haberme tragado las seiscientas
cincuenta páginas en cuatro o cinco días. Una noche me quedé hasta
las cinco, con el libro en la mano, y me quise dormir porque me di
cuenta que estaba harto de Salinger. Al otro día, seguí; ya se me
había pasado.
El libro está escrito
con una mínima y fragmentaria participación de los biógrafos
(David Shields y Shane Salerno) y en realidad uno podría no leerlo y
conformarse con responder a las tres preguntas que cierran la
contratapa. Y las respuestas a esas preguntas figuran en las últimas
veinte páginas. El resto son testimonios, cartas, fotografías y
anécdotas, todas muy interesantes, algunas novedosas -fotos y cartas
que nunca habían aparecido en ninguna publicación- producto de
nueve años de búsqueda y trabajo, nueve años de persuadir a mucha
gente que se negaba a hablar y ahora lo hizo.
Nunca fui especialista en
Salinger ni un fanático. Llegué a sus libros por una pésima
película en la que actuaba Mel Gibson y explotaba la particularidad
de que algunos famosos asesinos decían haberse inspirado en El
guardián entre el centeno. Entonces
me leí la novela. No es que necesitara inspiración para un
asesinato. Me llamó la atención esa teoría de un paranoico, como
todas las teorías de los paranoicos. Después llegaron los otros
libros, de los cuales me quedo sin duda con Nueve
Cuentos.
Ahora que leí la biografía confirmo esa decisión. Fabian Casas
afirma varias veces que le encantan las biografías, aun las de
autores que ignora, porque le han permitido conocer la obra de ellos
y hasta vencer los prejuicios que tenía con un autor (cita el caso
de Nabokov).. Algo de cierto hay. Ahora quiero releer los libros de
Salinger, suponiendo que tengo otra mirada sobre el asunto. Pero no
es más que una hipótesis que no puse a prueba.
Parece que la cosa es
así. A Salinger le faltaba huevo. Literalmente, tenía un tésticulo
ectópico y por esa razón y la vergüenza que le causaba este
defecto le gustaban las niñas que todavía no se habían convertido
en mujeres. Pero no solamente esto. Era un tipo paradójico. Quizá
se hubiese alistado en el ejército y hubiese marchado a la guerra
por entener metafóricamente este defecto. Creía que necesitaba
curtirse. Había nacido en una familia acomodada, a los dieciseis
años ya sabía que quería ser actor o escritor y suponía que para
encontrar la madurez como escritor le hacían falta experiencias
graves. La guerra lo hizo pelota. Su primer día en el campo fue el
desembarco del día D en la playa Utah, después hizo el trayecto a
Edmondeville, le tocó estar en Cheburgo, le tocó estar en el bosque
de Hürtgen, fue uno de los primeros en liberar un campo de
concentración (el Kaufering IV) y estuvo desfilando cuando liberaron
París. Según le contó a su hija -o según cuenta su hija que le
contó alguna vez- nunca iba a olvidarse el olor a carne quemada.
Salinger formaba parte de una unidad de contraespionaje y
posiblemente tuvo que hacer cosas no muy agradables con la gente a la
que entrevistaba. La cuestión es que esa madurez la convirtió en
una serie de voces infantiles o adolescentes. (También, hizo otras
cosas mientras estaba en Europa, salvando al mundo: conoció a
Hemingway y se juntó algunas veces con él. Y mientras estaba en la
guerra también, estaba escribiendo la historia que más tarde sería
El guardián entre el centeno.)
Pero todos estos detalles ya eran conocidos, aunque a veces mal
informados, y la biografía nos demuestra que estas experiencias y
una relación inicial y prototìpica con Oona O´Neill, hija de
Eugene O´Neill, que le birló Chaplin a último momento, para tener
una docena de hijos, lo dejaron psicológicamente atascado en un
período anterior a la guerra. Después vendría, como un medio para
alcanzar una suerte de salvación, su profesión de religiones
orientales, que terminaron de destruir su capacidad artística para
convertirlo en un propagandista del vedanta.
Después
de seiscientas páginas de ir y venir sobre la posibilidad, la
leyenda, de que Salinger, aislado y todo, haya estado escribiendo por
medio siglo sin publicar -como esa caricatura que hizo Sean Connery-
y de discutir la existencia de una caja fuerte donde habría al menos
dos manuscritos finalizados, los autores se deciden repentinamente a
asegurar que sí, que hay sin duda tres obras y que saldrán
escalonadas entre 2015 y 2020. Una noticia gloriosa para los
admiradores del yanqui y un salto ornamental para la estructuración
de un texto.
La
biografía se demora muchas veces en aspectos que no parecen tan
relevantes, al menos no para la extensión que le dedican. Es el caso
de los asesinos que utilizaron El guardián...
como motivación. El relato del asesinato de Lennon y la
caracterización de Chapman ocupa unas 25 páginas. Otro tanto ocurre
con la Segunda Guerra. Es cierto que la hipótesis central es que
Salinger tuvo estrés postraumático y le duró unos sesenta años.
Las primeras cien páginas tratan solo de las diferentes etapas de la
campaña de Normandía. Uno llega rapidamente a la conclusión de que
la guerra es una idiotez llena de crueldad y sinsentido. Lo demás es
repetición, precisión, ajuste de lo mismo y anécdotas; y también,
golpes de efecto (un superior le ordena a un soldado que le dispare a
un soldado alemán que viene caminando distraído entre los setos de
Edmondeville y después se pregunta cómo pudo haber dado esa orden,
la orden de matar a un hombre).
El
libro, no obstante, está lleno de detalles que vuelven a Salinger,
al margen de su brillante carrera literaria, un hombre común, un
poco trastornado, al que le gustan las pendejas como limitación y no
por capricho, gruñon y obsesionado con la familia de ficción que
había creado, un tipo paradójico, que prefirió recluirse y al
mismo tiempo salir a cuidar esa reclusión, hasta someterse a un
juicio por la propiedad de unas cartas, cosa que lo volvía bastante
visible. Y a pesar de todo, el libro mantiene parte del mito, que
todos los testigos confirman. Salinger lograba cómplices para casi
todo lo que quería porque su personalidad era intensa, tenía ojos
negros y ejercía un notable influjo sobre quienes lo rodeaban; era
una especie de gurú para las chicas a quienes enamoraba a través de
sucesivas cartas y abandonaba después de que la realidad se las
ponía enfrente.
Dos
supuestos sobre el futuro: por un lado, al menos una de las obras que
se publicarán, será, según Salerno y Shields, sobre la familia
Glass. Yo me imagino a Salinger obsesionado con los Glass, así lo
pinta el libro, creando cada vez más detalles en la soledad de su
búnker, anotando fechas en que uno de los personajes hizo esto o
aquello: hoy Buddy fue a cenar a la casa de tal, comieron camarones
rellenos, y así. Ciencuenta años aumentando un mundo de ficción,
con todo lo que le faltaba para ser un mundo real. Algo así como el
personaje de Synecdoche New York,
que termina confundiendo el realismo con la realidad y la ficción
con la vista. Parece que al fin se decidió y en esta obra va a hacer
crecer a los Glass.
Por
el otro, en algún momento se aflojarán las cadenas legales y tal
vez se haga -faltan décadas quizá, pero la insistencia y el
fanatismo de los norteamericanos es prometedor- la versión fílmica
de El guardián entre el centeno.
Me imagino el día del estreno. Después de tanto tiempo, después de
haber tratado por todos los medios, se sentarán en el cine y nadie
mirará la película como un espectador regular, nadie mirará la
historia de Holden Caulfield. Estarán ahí todos como críticos,
comparando -es lo que se hace en general cuando uno ve una película
basada en una novela o un cuento, pero esta vez, la distancia, el
deseo y la importancia de la novela harán que todo sea diferente-,
verificando, pensando de manera teórica las posibilidades de dos
lenguajes. Ese día los espectadores creerán que han descubierto
algo nuevo sobre el cine.
O
puede que no pase nada.