lunes, 6 de octubre de 2014

Erre con erre guitarra

Parece no haber duda (aunque es sólo un supuesto) que a Roque Larraquy le llama la atención el discurso científico. Digo "parace", porque aunque estoy esperando ansioso que me lo presten, no he leído Informe sobre ectoplasma animal, y digo le "llama la atención", porque escribir "fascina" parecía mucho y desconozco sus sentimientos con certeza. Pero su primera novela, La comemadre,  corre un poco en ese sentido. O quizá es la contraposición de un discurso con otro. (Aunque hay que agregar un tercer discurso que se mezcla en la segunda parte de su novela, como otro aspecto de un arte de la correspondencia que Larraquy maneja astutamente. Esto se explica más adelante, en la sección Arte de la correspondencia o Baudelaire habría empalidecido ante este juego de luces.)
Hay que empezar por el principio. La comemadre es una planta que se come así misma para procrearse, algo así como el sueño del autoerotismo (sabemos que a Freud le habría encantado esa invención). En la novela, aparece cuando es necesaria y en la novela es el sueño del asesino perfecto. La planta consume los cuerpos que quedan como desechos (aunque también deshechos) después del extraviado experimento que se realiza en un sanatorio de Temperley, allá por 1907.
Pero  hay que explicarse. La novela tiene una primera parte, ubicada en 1907;una segunda, en 2009.
En la primera parte un médico registra en su diario, que luego se convertirá el diario del experimento, una curiosa historia de amor. Quintana está prendado de la jefa de enfermeras y compite con el resto del plantel del Sanatorio, incluido su dueño, Mr. Allomby. La primera parte es el registro oscilante entre las tribulaciones galantes del narrador y la consecución de un experimento que lo tiene más o menos sin cuidado.
El Sr. Allomby puede ser un excéntrico, que dada su posición de dueño del Sanatorio, y de proceder con un plantel con cierdo grado de insensatez, se aventura en una empresa científica revolucionaria. Como en aras de la ciencia todo es bien visto, no escatiman cuerpos que hagan frente a la experiencia. Apelan a la voluntad de una serie de enfermos terminales a los que van convenciendo de prestarse a la prueba. Y la prueba consiste en hacer hablar a la muerte.
Quintana registra todo, el amor y la ciencia, la discrepancia entre el resultado de sus estrategias en uno y otra: es el médico que más sujetos presenta a la maquinaria de muerte que han creado. Lo narra todo lacónicamente, estilo que ha descubierto el parecido entre la novela de Larraquy y algo de Borges. Creo que si hay algo de Borges es el estilo, la contundencia de ciertos hallazgos y el parentesco entre la máquina de pensar de Raimundo Llul, de la que Borges hablaba allá por el treinta y pico, y esta esperanza de que la muerte configure una frase con sentido a través de sus limitadas posibilidades comunicativas, incluso se puede pensar en esa supuesta conjetura sobre la lógica del lenguaje, en que se encierra a un conjunto de monos en una pieza frente a máquinas de escribir y, se supone, terminarán forjando una novela.
Dos de Larraquy que podrían ser de Borges, pero que siguen siendo de Larraquy. En la página 92 escribe: "La mayoría de los donantes maneja un vocabulario de no más de cien palabras, preposiciones y artículos incluidos, y bajo esas condiciones es díficil no incurrir en la poesía." En la misma página, más abajo registra:"Grita como un animal. No sé cuál. Un animal a secas."
Creo que esta primera parte está más cerca, deliberada y exitosamente más cerca, de  Las fuerzas extrañas, que de las maquinaciones de Borges. Más cerca de ese espíritu positivista que se aplicaba aun a aquellos ámbitos negados por los postulados mismos del positivismo biologisista del principio de siglo. En ese sentido se puede decir de su lenguaje lo mismo que Saer afirmó sobre Zama: no hay una reconstrucción arqueológica, no se trata de una novela histórica, pero la contrucción del tono, recrea verosímilmente un mundo exacto y reconocible. O algo así.
La primera parte está trunca. O más bien ocurre que sus nudos narrativos se acaban por un agente externo, trabajado extraordinariamente, como esas buenas películas de terror, que no confían solo en los efectos especiales y estructuran un desenlace del todo lógico cuando miramos hacia atrás.
En la primera parte, pocos personajes tienen nombre de pila. Son los desechados. Los demás, los que llevan a cabo las acciones sobre ellos, se identifican por el apellido: Quintana, Papini, Ledesma, Allomby, Menéndez.
En la segunda parte, un artista que ha encauzado toda su creatividad en intervenciones sobre su cuerpo (lo mismo podría decirse de Silvina Luna), que ha sido un niño prodigio y un marginado (esto ya lo diferencia de Silvina Luna), corrige la tesis de una tal Linda Carter, de la Universidad de Yale. Y al mismo tiempo, nos cuenta su vida, su carrera artística y su destino.
A través de las precisiones sobre su propia vida, el narrador construye una distanciada y a veces irónica pintura del mundo artístico, de los valores estéticos y éticos que lo rigen, sin dejar de ser la historia de una curiosa vida comprometida con la creación. No es una denuncia; es más bien una humarada de Larraquy.
Se ha dicho que la segunda parte es más floja. Es cierto que al principio no se entiende demasiado qué une la primera historia y esta de un chico que pasea por los canales de televisión mostrando su habilidad para copiar dibujos. Salvo que unos hilos tendidos a través de un pequeño objeto (una rana de lata que salta cuando le apretamos el culo, haciendo un sonido parecido al croar en falsete de una rana de verdad) empieza a lograr una unidad. Después va a aparecer el nexo claramente: un antiguo amante del narrador resulta ser el nieto de Quintana. Y también es el vínculo directo con la planta que hacía desaparecer los muertos del principio y que ahora formará parte de la intervención artística.
Creo que no hay duda que la primera parte está más lograda, pero la segunda es imprescindible. También es una historia trunca, que se complementa con la otra y además la completa. El destino de Quintana termina en esta parte. Pero el recuerdo que nos queda cuando leemos esta, no se compara con el recuerdo de la primera. Y esto depende no solo de la historia, en apariencia más interesante, sino de que al fin y al cabo, somos un poco los lectores adolescentes que nos gusta la ficción y de la primera historia estamos más distanciados como lectores, que de la segunda. Hay un trabajo de imaginación para reconstruir el sanatorio, la reunión ahumada de los médicos, sus bigotes (en la segunda parte hay una imagen: un solo bigote recorre el retrato del plantel de médicos), la extraña forma en que Quintana quiere levantarse a Menéndez -que no se compara con la facilidad con que el narrador de la segunda se hace amante de Sebastián o desea a Lucio Lavat-, la escena del patinaje, etc.
Se ha dicho que la novela es perturbadora o muy rara. No lo creo. O si hay algo perturbador es la constante presencia de dobles en la novela. Lucio Lavat es el doble del narrador de la segunda parte. Mauricio, en la primera, tiene un hermano que se llama Mauricio. Linda Carter se llama como "La mujer maravilla" y eso la ha convertido en una "mártir de la homonimia". Se habla de Liberace y de su historia más truculenta: haber pretendido que un amante suyo se le pareciera en base de cirugías estéticas.
Oscar Masotta, en unas célebres lecciones sobre psicoanálisis, sostenía una explicación sobre el estadio del espejo de Lacan que era más o menos así: de la diferencia por el desfasaje (creo que usaba esta palabra) entre la percepción del propio cuerpo que tiene el niño y la imagen que le devuelve el espejo, surge una tensión especial, ahí nace la agresividad.
Si algo no hay en la novela es agresividad, en el sentido que le damos habitualmente a esta palabra, pero quizá el tema del doble sea lo perturbador por este motivo. Y quizá agresividad que no aparece entre los sucesivos dobles, sea lo perturbador para el lector. Es lo que se oculta detrás del comportamiento de Lucio Lavat con respecto al segundo narrador.

Arte de la correspondencia o Baudelaire habría empalidecido ante este juego de luces

A Roque Larraquy, quizá porque su nombre lo prefigura con su retórica de aliteraciones, le gustan las duplicaciones, las repeticiones.
La novela tiene dos epígrafes que tientan al lector a identificar, por una cuestión temporal y de orden, con la primera y segunda parte de la novela. Ya los dos epígrafes presentan un juego que recorre toda la novela. El primero es de un hombre que crea una ciencia o intenta hacerlo. Se llamó Ferdinand de Sausure y quiso establecer una taxonomía en base a duplicaciones y dicotomías, quiso tener por objeto de su disciplina algo tan lábil como la lengua, a la que cercenó para lograr una cosa más estable a la que llamó lenguaje. El segundo pertenece a un profeta, nada más alejado de la ciencia, que le pone a su disciplina duplicada (en el dibujo y la letra) el curioso nombre de psicografía. Todo está ahí: lo oculto, el arte, el lenguaje y la pretensión científica y el juego de complementos.
Podemos aceptar que hay dos caminos para encontrar la verdad: el de la ciencia, el de la razón, y el del arte, más irracional, más intuitivo. El lenguaje de Linda Carter es el pobre remedo del lenguaje de la ciencia queriendo traducir el lenguaje del arte. El experimento de Temperley es el pobre remedo de la razón metida en el terreno de la intuición.
En una académica pero interesante Historia de la literatura Hispanoamericana, Cathy L. Jrade escribe:" El lenguaje a través del cual el macrocosmos y el microcosmos se revelan uno al otro es el de los símbolos, las metáforas y las analogías. La misión de la poesía es redescubrir este medio de comunicación y llegar a una unidad de espíritu renovada. Para ello, Baudelaire apoyó el libre uso de palabras e imágenes, que deben ser usadas no de acuerdo a su empleo lógico sino de acuerdo con la analogía universal, es decir, subrayando las ´correspondencias´ entre el mundo material y las realidades espirituales".
La comemadre parece estar construida sobre esta premisa. Sumadas a las repeticiones y complementos anteriores, aparecen otras correspondencias que hacen evidente el trabajo de orfebrería que supuso esta novela. Algunas por aquí:
Si la rana salta cuando le tocan el culo, el contrincante televisivo del narrador de la segunda parte NO salta porque el narrador le metió el dedo en el culo.
Si las cabezas que ruedan (como esa cabeza vengadora de Almafuerte), no alcanzan a decir nada con la lógica, sí alcanza la cabeza que logra independizarse en la segunda parte (de alguien que además tenía unas cabezas duplicadas).
Lo que pretende la ciencia en la primera parte (cortar, cercenar); en la segunda es un simple medio del arte, sin ninguna pretensión aparente más que la fama.
Si en la segunda parte ya hay tres que empiezan a parecerse, también aparece un tercer discurso.
Hay otras que casi son capricho mío. ¿El Benajmín Solari que escribe el epígrafe sobre la clase media argentina repite al niño solitario que muestra una parte de la clase media argentina que se sienta frente al televisor a mirar programas donde talentosos marginados zafan de esa misma clase, junto a Silvio Soldán?

Los norteamericanos inventaron un tipo de novela (dicen ellos) que fluye, para huir de las estructuras del romanticismo de Scott. El modelo fue Huckleberry Finn (su contraparte elitista y citadina fue El guardián en el Centeno). La comemadre está en la otra punta. Está en la casi perfección de su estructura y sus juegos de analogías y correspondencias. No creo que lo perturbador de la novela sea que un artista se corte partes de su cuerpo, menos un artista que sabía que su cuerpo, de chico, era excesivo. El germen de su pensamiento está también en el hombre que se afeita y ya cree que ha cambiado y en la mujer que cambia de tintura como si cambiara de vida.  No creo que esté en el experimento de la primera parte. Basta pensar en la genial escena en que en la película Reanimator una cabeza rediviva le practica sexo oral a una mujer desnuda sobre la camilla de un laboratorio, y descubrir que no nos perturba realmente. Lo perturbador, en todo caso, es el laberinto de espejos donde los personajes no logran articular verdaderamente un lenguaje, para lo cual, Larraquy utiliza un pulido, pulcro y preciso lenguaje.
De ahí, quizá, también su rasgo humorístico.
Entre los muchos hallazgos de la novela, rescato la habilidad de construir diálogos casi teatrales, que refuerzan la gravitación de la primera parte.



Postdata Enero 2015: que no tiene mucho que ver. Hoy, mientras, entre otras cosas, me dedico a ojear (lo leo de una tablet) el libro El arte de la ficción, de David Lodge, me encuentro con esto, en el capítulo dedidcado a la voz adolescente del narrador:   "Holden Caufield, el protagonista de la novela de J. D. Salinger, es un descendiente literario de Huckleberry Finn: más educado y sofisticado, hijo de una familia neoyorquina acomodada..." Algo que, además, y lo ignoraba, ya había asegurado Hemingway, quizá cuando se enojó con Salinger.
No me siento respaldado; más bien, inmediatamente me acuerdo de aquel testimonio aparecido en GOG, esa extraña novela de Papini, que tanto que ver tiene con este libro de Larraquy (hay un hombre que hacer esculturas de humo, sin ir más lejos), en que uno de los innumerables personajes se queja porque nada es de él, ni siquiera su YO, que fue construyéndose desde el exterior.