No debe de haber cosa más difícil que escribir algo interesante sobre Franz Kafka. Proponérselo quizá ya sea tan arduo como llevar a cabo la acción, aunque entre una cosa y la otra tenga que haber, necesariamente, mucho trabajo. Han escrito sobre él tantos y tan reconocidos autores que acercarse a hacerlo, supone ya una -en el universo de Kafka- falta propiamente dicha, que si no está condenada al fracaso, al menos, lleva en sí misma la marca de su propia perdición. Y es, para seguir con la imitación, esta naturaleza del intento lo que lo vuelve de antemano inútil. Digo interesante, porque algo novedoso es imposible y creo, al menos por lo que yo he leído últimamente, los autores que se han atrevido toman una posición que no pretende encontrar una nueva verdad, sino una nueva mirada (léase lectura).
Brod en su biografía, Canetti, Adorno, Lukacs, Mann, Steiner, Nabokov, Borges, Derrida, Deleuze y Guattari, Calasso son algunos de los miles que han escrito algo sobre Kafka. Ahora se suma Luis Guzmán.
El libro de Guzman no es extenso; pero es hondo y pide la atención del lector como una prerrogativa.
Parte de una disputa con Deleuze y Guattari, que viene a ser después el hilo conductor del libro. Para Guzmán, preguntarse por el nombre que se oculta o se revela en la letra K. (J. K., mejor) sí es importante y no es inútil. A partir de ahí nos encontramos con una lectura minuciosa de las cartas, los diarios, las obras del escritor checo. Los símbolos que se repiten (el fuego y la luz), su percepción de la escritura, del lenguaje, del teatro, de su condición de escritor. Guzmán descubre un entendimiento entre las primeras anotaciones del diario (1910), las últimas cartas y relatos (1924) y las obras de 1915. Hay siempre en Kafka, parece, una serie de ideas que no se transforman del todo, que reciben otro tratamiento y otra presentación, pero que son escencialmente las mismas.
Es conocido que Kafka rompió su compromiso con Felice Bauer dos veces, que tenía infinitos conflictos con su padre, que tuvo un vínculo fluctuante con su religiosidad, pero creer que estos pormenores explicarían los aspectos más oscuros y ambiguos de su obra es, además de antiguo, sumamente improductivo. Guzmán no le huye a los problemas biográficos, pero los toma como cualquier otro aspecto en la lectura de los textos de Kafka, buscando, como lo anuncia el título, los distintos Kafkas que esos textos producen.
La influencia de Kafka después de la década del 30 ha sido irrestricta. En general, y como lo aclara Guzmán, esa influencia se ha visto simplificada notoriamente. Dice Guzmán, en la página 111: "(Kafka) No alcanzó a advertir que fue inventor de una "nueva lengua" que, más allá de las barreras lingüísticas, introdujo en el mundo el sentimiento kafkiano -a veces tan difícil de definir que se lo reduce a una relación pesadillesca y laberíntica con la burocracia-."
En su impresionante ensayo "K", Calasso obra más o menos como Guzmán. Lee detenidamente, escrupulosamente, hasta la locura casi, las obras de Kafka y vincula puntos muy distantes de la obra y sus papeles privados. (Es cierto, también, que un poco a la manera de Octavio Paz importa categorías orientales para comprender ambigüedades que no tienen equivalencia lingüística en Occidente.) Pero no hace, que yo recuerde, hincapié en la nueva lengua que crea Kafka. Calasso también parte de la firma y del nombre que esconde, pero su desarrollo sigue otro curso.
Guzmán pone especial atención en la "Carta al padre", esa pieza delicada y genial que posiblemente nunca haya tenido como destino al Herman Kafka concreto, tal como termina concluyendo Guzmán. Y cuando la analiza, pone el acento en su naturaleza argumentativa, es decir, como parte del discurso legal.
Es llamativo, porque quizá sea lo más importante en Kafka el hecho de que lo infinito, lo que se demora en terminar, no son sus argumentos narrativos, sino sus construcciones verbales alrededor de cualquier cosa. Hasta que de golpe, sin llegar a una conclusión exactamente lógica, todo lo levantado por el lenguaje se cae como un castillo de cartas, para mostrarse completamente inútil. La Carta al padre podría ser la excepción. Pero baste recordar el episodio de Amalia en EL CASTILLO y Sordini/Sortini o las elucubraciones de Ulises con las sirenas.
Una vez, con mucha pedantería, anoté en un papelito que si uno leía no la obra de un escritor, sino todos sus textos a los saltos, tomando una página acá, otra allá, descubriría eventualmente repeticiones, palabras idénticas, expresiones que se pierden en el fárrago de la lecturas de corrido, que solo podrían significar límites, obsesiones y temas fijos del autor. Que esa lectura, en última instancia, sería más reveladora que una estudiada seguidilla de interpretaciones. Por eso me gustan este libro de Guzmán. Por eso también el de Calasso. Y porque Kafka es una lectura ineludible. Especialmente sus diarios. Hay en ellos una lucidez difícil de encontrar en otra parte, y en los relatos que aparecen ahí, como Recuerdos de un tren de Kalda, un humor imposible de definir.