martes, 24 de marzo de 2015

Siempre Kafka

No debe de haber cosa más difícil que escribir algo interesante sobre Franz Kafka. Proponérselo quizá ya sea tan arduo como llevar a cabo la acción, aunque entre una cosa y la otra tenga que haber, necesariamente, mucho trabajo. Han escrito sobre él tantos y tan reconocidos autores que acercarse a hacerlo, supone ya una -en el universo de Kafka- falta propiamente dicha, que si no está condenada al fracaso, al menos, lleva en sí misma la marca de su propia perdición. Y es, para seguir con la imitación, esta naturaleza del intento lo que lo vuelve de antemano inútil.  Digo interesante, porque algo novedoso es imposible y creo, al menos por lo que yo he leído últimamente, los autores que se han atrevido toman una posición que no pretende encontrar una nueva verdad, sino una nueva mirada (léase lectura).
Brod en su biografía, Canetti, Adorno, Lukacs, Mann, Steiner, Nabokov, Borges, Derrida, Deleuze y Guattari, Calasso son algunos de los miles que han escrito algo sobre Kafka. Ahora se suma Luis Guzmán.
El libro de Guzman no es extenso; pero es hondo y pide la atención del lector como una prerrogativa.
Parte de una disputa con Deleuze y Guattari, que viene a ser después el hilo conductor del libro. Para Guzmán, preguntarse por el nombre que se oculta o se revela en la letra K. (J. K., mejor) sí es importante y no es inútil. A partir de ahí nos encontramos con una lectura minuciosa de las cartas, los diarios, las obras del escritor checo. Los símbolos que se repiten (el fuego y la luz), su percepción de la escritura, del lenguaje, del teatro, de su condición de escritor. Guzmán descubre un entendimiento entre las primeras anotaciones del diario (1910), las últimas cartas y relatos (1924) y las obras de 1915. Hay siempre en Kafka, parece, una serie de ideas que no se transforman del todo, que reciben otro tratamiento y otra presentación, pero que son escencialmente las mismas.
Es conocido que Kafka rompió su compromiso con Felice Bauer dos veces, que tenía infinitos conflictos con su padre, que tuvo un vínculo fluctuante con su religiosidad, pero creer que estos pormenores explicarían los aspectos más oscuros y ambiguos de su obra es, además de antiguo, sumamente improductivo. Guzmán no le huye a los problemas biográficos, pero los toma como cualquier otro aspecto en la lectura de los textos de Kafka, buscando, como lo anuncia el título, los distintos Kafkas que esos textos producen.
La influencia de Kafka después de la década del 30 ha sido irrestricta. En general, y como lo aclara Guzmán, esa influencia se ha visto simplificada notoriamente. Dice Guzmán, en la página 111: "(Kafka) No alcanzó a advertir que fue inventor de una "nueva lengua" que, más allá de las barreras lingüísticas, introdujo en el mundo el sentimiento kafkiano -a veces tan difícil de definir que se lo reduce a una relación pesadillesca y laberíntica con la burocracia-."
En su impresionante ensayo "K", Calasso obra más o menos como Guzmán. Lee detenidamente, escrupulosamente, hasta la locura casi, las obras de Kafka y vincula puntos muy distantes de la obra y sus papeles privados. (Es cierto, también, que un poco a la manera de Octavio Paz importa categorías orientales para comprender ambigüedades que no tienen equivalencia lingüística en Occidente.) Pero no hace, que yo recuerde, hincapié en la nueva lengua que crea Kafka. Calasso también parte de la firma y del nombre que esconde, pero su desarrollo sigue otro curso. 
Guzmán pone especial atención en la "Carta al padre", esa pieza delicada y genial que posiblemente nunca haya tenido como destino al Herman Kafka concreto, tal como termina concluyendo Guzmán. Y cuando la analiza, pone el acento en su naturaleza argumentativa, es decir, como parte del discurso legal. 
Es llamativo, porque quizá sea lo más importante en Kafka el hecho de que lo infinito, lo que se demora en terminar, no son sus argumentos narrativos, sino sus construcciones verbales alrededor de cualquier cosa. Hasta que de golpe, sin llegar a una conclusión exactamente lógica, todo lo levantado por el lenguaje se cae como un castillo de cartas, para mostrarse completamente inútil. La Carta al padre podría ser la excepción. Pero baste recordar el episodio de Amalia en EL CASTILLO y Sordini/Sortini o las elucubraciones de Ulises con las sirenas.
Una vez, con mucha pedantería, anoté en un papelito que si uno leía no la obra de un escritor, sino todos sus textos a los saltos, tomando una página acá, otra allá, descubriría eventualmente repeticiones, palabras idénticas, expresiones que se pierden en el fárrago de la lecturas de corrido, que solo podrían significar límites, obsesiones y temas fijos del autor. Que esa lectura, en última instancia, sería más reveladora que una estudiada seguidilla de interpretaciones. Por eso me gustan este libro de Guzmán. Por eso también el de Calasso. Y porque Kafka es una lectura ineludible. Especialmente sus diarios. Hay en ellos una lucidez difícil de encontrar en otra parte, y en los relatos que aparecen ahí, como Recuerdos de un tren de Kalda, un humor imposible de definir.


lunes, 23 de marzo de 2015

Citas en el cine

Recuerdo una entrada en el diario personal de Bioy Casares. El escritor ya tenía setenta y pico de años y anota oscuramente: "a mi amiga y a mí nos sacan antes que termine la película". El lugar de los escritores en el cine, cabe suponer, es bastante incómodo.
Alcanza con hacer un breve registro de películas donde aparecen escritores reales o ficticios; en general, peor si son ficticios. No importan las teorías intermediales (cuyo nombre ya está casi dentro de la ciencia ficción), sino el imaginario cinematográfico sobre el escritor. Y, porque el cine es así, digamos, también televisivo. Entre los muchos aciertos que tuvo Stella Artois -uno es el sabor del brevaje-, las publicidades de presentación del pruducto fueron llamativas. Todas eran iguales, en su sentido general, pero obraban a través de ejemplos distintos. Había una publicidad en especial en la que un escritor, pongamos del siglo XIX, con plumas e iluminado por velas, pasaba noches tratando de terminar un manuscrito. Abollaba papeles y los tiraba en claros arranques de ira, frente a la frustración de no encontrar las palabras para terminarlo. Una tarde, con el fardo de papeles sobre la mesa de un bar, se pide una cerveza y no tiene con que pagarla. Después de un breve pero quizá muy intenso conflicto interno, decide cambiar su fardo de papeles, por una Stella Artois. Corte, escena siguiente, el barman firmando ejemplares (en una sospechosa, caprichosa y ridícula travesía temporal) en una librería. El barman tiene todo el aspecto de un bruto. Incluso, tienen un ojo desviado o un párpado caído, no lo recuerdo bien, como si el televidente no entendiera, para recordarle que ese no era un lector y menos un escritor. A veces, parece, la simplificación, necesita de una sobreabundancia de símbolos. Es la falta de confianza en el destinatario, posiblemente un malentendido sobre el concepto de lo masivo. 
En una de las quizá mejores películas sobre escritores (Wilde) Stephen Fry reproduce el juicio que se le lleva en contra a Oscar Wilde, por sus delitos morales, cuya sentencia lo tendrá dos años sometido a trabajos forzados. En el juicio, una de las pruebas es la tarjeta que el padre de Lord Alfred Douglas, amante del escritor, le había dejado a su hijo. El noble Queensberry no sabía deletrear sodomita y le agrega una "n" antes de la "d".




En una película muy mala en que Dicaprio se vuelve amante de David Thewlis, se usa la misma tarjeta en una escena semipolicial que no tiene estrictamente relación con lo que ha ocurrido en la vida de Rimbaud. Sabemos que la relación con Verlaine fue tortuosa, que hubo un disparo y que el pobre de Paul quedó deshecho, preso y sin su amante, que ahora se dedicó al tráfico por el norte de África. Pero no sabíamos de la casualidad de que en Francia, para la misma época, un autor anónimo incurriera en los mismos errores ortográficos que el noble inglés. ¿Qué hace esa tarjeta prestada en otra película? Yo creo que la respuesta es casi nada, salvo, demostrar que los escritores son superiores, porque conocen la exacta ortografía de la palabra sodomita. Abuso simbólico. Un abuso que solo se sustenta en el pensamiento de que el público ignora redondamente la obra de Rimbaud y la de Verlaine (y, en este caso, también la vida de Wilde) .
En una extraña reproducción de la vida de Kafka, Jeremy Irons encuentra todos sus miedos superados por un experimento médico que se lleva a cabo en el castillo de Praga. Aventura onírica de la cual escapa, para decidirse legar la detrucción de su obra y terminar escribiendo la carta al padre. Max Brod, en este caso, es un sepulturero a quien le confía sus manuscritos para que se deshaga de ellos. (También hay una película checo-argentina, con Jorge Marrale.) Que el albacea de Kafka sea un sepulturero es ya una obsenidad simbólica, incluso para la memoria de Brod, a quien le debemos la obra de Kafka y su primera biografía. La carta al padre, en la escena final, con Irons escribiendo mientras se oye su voz y la cámara se aleja de la ventana de la casita que Kafka habitó en el Callejón de Oro, es un golpe de efecto, porque el final de la carta es el final de la película. Todo está mezclado (Kafka supo que tenía tuberculosis en el 17, se murió en el 24, escribió la carta al padre en el 19, empezó El Castillo en el 22; difícilmente le hubiera confiado a su amigo los papeles para quemarlos si después se puso a escribir una novela inmensa; para la época de El Castillo, un poco antes, le confía todos sus diarios a su nueva amante: Milena Jesenska). Pero no importa, porque las obras de Kafka aparecen desfiguradas en la película y uno tiene la sensación de lo kafkiano. O creemos que el director supuso una cosa parecida. ¿Debíamos sentir que la vida se vincula ineluctablemente con la creación literaria, que sus relaciones son tan simples y unilaterales? (Por supuesto que esta de Kafka, como en la de Borges que hizo Feinmann, hay un juego entre la vida y la obra.) Si confiamos en otras películas en que los escritores son protagonistas, creeríamos que sí. Nicole Kidman interpreta a una insufrible escritora que no puede hacer otra cosa que recordar su vida para escribirla; Woody Allen juega con ese imaginario o cae también en él, para jugar con otra cosa en Descontructing Harry. Así hay más.
En parte, los norteamericanos y su literatura tienen la culpa. Pero esa culpa es completamente mitigada por los horribles planteos a los que nos somete su cine y su televisión, en cuya imitación nos vamos hundiendo irrefrenable y pacíficamente. 
Una de las reglas que Schopenhauer proponía en esa versión alemana de la Retórica de Aristóteles que se llamó "El arte de tener razón", aconsejaba exagerar los argumentos del opositor casi hasta lo absurdo, para mostrar su invalidez (esto era un truco; la validez no era cuestionada en realidad con esa artimaña). Por esa razón, es más entendible todo con el peliculón "Descubriendo a Forrester", en el que Sean Connery interpreta a un escritor compuesto en exactas proporciones de J. D. Sallinger, Sean Connery y Paulo Coelho, quien, traumado después de tener un éxito abrumador en la década del 60, se recluye en un departamento del Bronx, donde conoce a un muchacho negro, talentoso y prometedor y donde además hace genialidades como ponerse las medias del revés, porque las costuras molestan del lado de adentro.
Al margen su manera de ponerse las medias y el saber enciclopédico del joven talentoso jugador de básquet-escritor, hay dos escenas que son esclarecedoras. En la primera, Forrester (Connery) se dispone a darle clases de escritura al joven prometedor. En un escritorio hay dos máquinas de escribir -como Laiseca, odia las computadoras- enfrentadas. Se sientan uno en cada una. Y Connery empieza a tipear y le pide a Wallace -joven prometedor- que haga lo mismo, que se deje llevar, que lo haga golpeando las teclas que eso es lo importante y se produce entonces una escena más propia de un video clip que de una película con una trama narrativa. Connery termina de escribir en un minuto una página entera -mientras le hablaba y le gritaba al joven prometedor. Connery ha tenido un impulso creador y después de la inmóvilidad de su alumno le da un memorable y cursi consejo, que tiene forma de aforismo.
En la segunda, Wallace está en la escuela privada de clase alta a la que accedió por su condición de deportista también prometedor y donde, además, nadie le cree que sepa tanto de literatura, aunque los únicos que sabemos eso somos los espectadores, donde, en realidad, a nadie le importa que sepa algo que no sea jugar al básquet. En una disputa con un profesor tiene lugar un duelo literario bastante curioso. El joven del Bronx reconoce una cita de Coleridge que un vetusto profesor copió en un pizarrón. Como el joven del Bronx ayuda por lo bajo a un compañero, el profesor se enoja con él y él, que es orgulloso, porque sabe todo lo que sabe, lo corrige. Ahí nomás empieza el duelo, que consiste en reconocer citas literarias. La cuestión es que cuando el profesor comienza con una cita, el alumno la reconoce al toque. Dice la primera palabra: "El hombre es el único.." y el alumno: "animal que se sonroja". Después aclara que pertenece a Twain. En primera instancia parece poco probable que sea de Twain la única frase que empiece con "El hombre es el único", pero eso da cuenta de lo segundo. Para el cine, en general, hay un saber liteario y ese saber literario está compuesto de un cúmulo de citas compartidas por un grupo de personas. Nada más. Es tan improbable como lo primero que todos encuentren que la misma frase sea ingeniosa y plena de sentido, memorable y lúcida a la vez, una cita digamos, y no otra cualquiera. Pensemos que en general, para quienes nos agrada la lectura, los buenos lectores son justamente los otros.
La escena (de la película en la que, por otra parte, no se ve leer a nadie, ni siquiera a Wallace, aunque haya libros y se hable de literatura) es absurda. Y por eso mismo muestra con claridad (incluso puede ser tomada como una alegoría ese absurdo) de qué manera circula un saber, un arte o un saber sobre un arte o cualquier otra cosa que pueda ser tomado como bien cultural.
Otro detalle: Avalon landing, el libro mítico que había publicado Connery, es un hecho de su propia biografía, la transfiguración de la muerte de su hermano.

Es sabido que tanto la individualidad creadora tal como la conocemos y la idea de genio son productos del romanticismo; que la imcomprensión social, la soledad en la multitud y otros rasgos simpáticos del artista le pertenecen a los movimientos inmediatamente posteriores; el ingenio absurdo y la estridencia, a la vanguardia; y así. Mucho tiempo después, un siglo y medio, digamos, aparece otro tipo de escritor, que puede no distinguirse del resto de los mortales, que puede ser en todo lo demás como el kiosquero y ser el kiosquero, pero escribe (enseguida sospechamos que no es como el kiosquero y que lo de no distinguirse del resto de los mortales es una impostura o una condición económica, dada la coyuntura del mercado editorial). Es un genio, pero su genio consiste en básicas ocurrencias  (y esto no tiene que ver con sus capacidades intelectuales). Si es posible, graciosas. Sin embargo, el cine no nos permite (quizá nosotros no lo toleraríamos) un escritor que se siente a pensar y a escribir y sea una persona como cualquier otra (quizá solo el William Hurt de Smoke). La idea de un genio sin tortura, sin un apasionamiento descontrolado como un rockstar es más o menos inadmisible en nuestra cultura, lo cual no excluye que en realidad los grandes genios hayan tenido sus rarezas.  Al mismo tiempo, nuestros contemporáneos no actúan como los clichés del cine norteamericano, o si lo hacen suelen resultarnos insoportables y consideramos -no quiero exagerar- que lo que escriben no les permite darse esos lujos.
Tener el porte del genio atenta contra la lectura de la obra. Esto no es aplicable a los muertos.