sábado, 2 de mayo de 2015

Dos viejos en una terminal se dan la mano con Walter Benjamin



Estoy esperando un colectivo para viajar, sentado en una de los tantas sillas de plástico agrupadas de a cuatro que hay en la terminal. Afuera llueve. Había salido a fumar un cigarrillo, pero también hay viento y entonces también hay frío, así que vuelvo a mi silla y a la espera. En unas sillas que están unos cuantos lugares a mi izquierda, dos viejos hablan en voz alta. 
No esperan ningún colectivo porque no están ahí para viajar, están para pasar el tiempo. Caigo rápidamente en un lugar común y pienso que es curioso que elijan un punto transitorio para quedarse, para no transitar. Pero enseguida me olvido porque uno le cuenta algo al otro. Es una anécdota. Se ríe y empieza por el final, que usa de entrada para contar la anécdota. Le cuenta de alguien que llegó un jueves a la terminal y que no quería irse, aunque había alguna razón que lo apremiaba, pero de todas formas se resistía y se demoraba, entonces una o dos veces por día cambiaba el pasaje para un horario o fecha posterior. Se acercaba a la boletería, el encargado le ponía un sello y volvía a las tres horas, para postergarlo una vez más. El encargado le ponía otro sello y el proceso se repetía. Y se repitió durante todo el fin de semana. Hasta que el domingo el sujeto no pudo más que resignarse y tomar algún colectivo. Solo que ahora, después de tantos cambios, no sabía a cuál debía subir y el papel que llevaba en la mano no podía contarle nada, porque la superposición de sellos y cambios, la mezcla de las tintas lo habían vuelto ilegible. Nadie podía identificar ni la empresa ni la hora ni el día del viaje. Fin de la historia. Risa del oyente. Risa mayor del contador de la historia.
A los cinco minutos -todavía mi colectivo no llegaba- contó la anécdota otra vez. El efecto no había menguado en él, pero sí en su oyente. Después hablaban sobre otras cosas poco claras o poco interesantes. Todo cambió cuando un tercer viejo que venía por el pasillo de la terminal fue advertido por el cuentista de anécdotas y solicitado inmediatamente. 
-Vení, vení, contále la historia del pasaje que no se leía.
El relator había cedido su puesto. El viejo sabía que el recién aparecido era el dueño de la historia, sea porque la hubiese vivido o hubiese sido testigo directo de los hechos o, en última instancia y aspecto decisivo, porque la contaba mejor. 
Benjamin está de fiesta, pese a sus temores y predicciones, el aura está intacta
Es común que las anécdotas tengan UN narrador, no uno cualquiera sino uno en que los demás reconocen al mejor para contar esa historia. Muchas veces el mismo reúne algunas historias más y muchos lo creen el mejor contador de historias entre los conocidos del barrio, de la terminal o del café. Es el que tiene la autoridad (Foucault se enoja) para contar esa historia porque ha encontrado su mejor forma. Al final es una cuestión de forma y poco faltaría para hablar de estilo. Pero es la forma que precisa esa anécdota. Otras precisarán distintas, para expresar todas sus potencialidades. Pienso que me gustan los escritores que no tienen un estilo claro, no son facilmente reconocibles, porque buscan en cada caso los requerimientos de lo que escriben y no una identidad literaria. Después creo que no es cierto y subo al micro.
Sé que los pasajes no los cambian así como así, pero ese detalle es intrascendente.