lunes, 28 de agosto de 2017

Cotidiana VI

Los otros días viajaba. Manejaba yo. A mí lado, en la silla del acompañante, una profesora que había dado un seminario sobre esas cosas extrañas sobre las cuales las profesoras dan seminarios en las facultades e institutos del país. En la ciudad de Las Flores, donde antes la policía caminera era más coimera que en otros puntos del país, pero hoy ya no, hoy se han retirado a sus aposentos, así que uno puede transitar tranquilamente con su auto fuera de regla por esas zonas a eso del mediodía, había un pibe haciendo dedo. Siempre tuve la fantasía de tener un brazo de maniquí con el pulgar en alto, para pararme en la ruta sin hacer ningún esfuerzo y estar horas haciendo dedo. La idea era ubicarlo debajo de la manga del brazo derecho, para que solo se asomara la mano con el pulgar en alto, así el conductor-viajante- no distinguía el artilugio y frenaba. Nunca lo hice, porque descubrí que ningún maniquí  traía de fábirca la mano en la posición necesaria para pararse en la ruta y tener la esperanza de un viaje gratis.
La cosa es que el cartel del pibe, que sostenía sobre su abdomen, decía Brandsen, y no pude conmigo mismo y frené. Siempre que viajo tengo esta tendencia. Tendría que tener un colectivo. De esa forma podría levantar a cualquiera que se acodara en el borde de la ruta y llevarlo a cualquier parte (que me quedara de paso, claro). Pero apenas tengo un corsa, así que las posibilidades se restringen bastante. Sin embargo, la vida está hecha para quienes abren la puerta. Y el pibe este era una. Se llama Francisco, creo. 
Como veníamos hablando de otra cosa, al principio le costó un poco participar de la conversación. Después, cuando nos dijo adónde iba y qué hacía, no tuvo problemas. Nos contó que tocaba la batería en  una banda, que hacían algo así como temas de jazz con arreglos que parecían antiguos. Nos contó que habían encontrado una cantante: Catalina Peña, dijo. La escuchamos cantar en italiano. Y después la escuchamos cantar en castellano. 
Nos mostraba los temas con su celular, porque no pudimos hacer que de alguna forma el teléfono se concectara con el stéreo del auto. 
Me propuse como manager del grupo, para promocionarlos y llevarlos a tocar a distintos lugares, pero después me arrepentí, por falta del tiempo y de competencias en el tema. Conmigo estaban perdidos, me di cuenta. No les iba a cagar la carrera sin conocerlos. Sin embargo, cuando llegamos a La Plata, después de que él se hubiese bajado en Brandsen, me quedó una satisfacción difícil de explicar: tiene que ver con el gusto por la música, la de haber descubierto algo de casualidad, algo que no es conocido por muchos (no está en eso el placer, sino en que las pocas chances que hay de conocerlo se quiebran por el azar), pero que es válido en todo sentido. La banda se llama Jornaleros blues y es de Las Flores, ese territorio donde Bioy Casares descansaba de sus ocupaciones mundanas.


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