jueves, 28 de agosto de 2014

Vulgata

En un capítulo no muy memorable quizá de la extensa novela Los miserables, Victor Hugo justifica la aparición súbita de sus opiniones más o menos con este argumento: "Yo soy el autor y si yo, que soy el autor, no tengo derecho a interrumpir la trama para expresar mis opiniones, nadie más lo tiene". Sabemos de la inclinación megalomaníaca de Victor Hugo. Pero no me interesa eso ni que los franceses del 60 y 70 que declararon la muerte del autor no podían citar ese capítulo o que la narratología no tiene mucho que hacer acá con sus distinciones a veces confusas entre autor/narrador/etc.
Lo que me importa es esto: claramente rompe algo que mucho tiempo después dio en llamarse "Pacto de Lectura" o "Contrato lector". Es el mismo recurso que utilizan muy pocas películas que yo recuerde, y, además de Liberace, varias series de canales infantiles: de golpe el actor mira a la cámara y se dirige directamente a quien está del otro lado de la pantalla. Chau, se quebró la ficción.También se hace en el teatro, por supuesto.  
Hay novelas que desde el inicio le hablan directamente al lector, aunque después ese vínculo se diluya, como las Memorias póstumas de Blas Cubas o algunos cuentos de Azul, pero estos casos difieren en algo esencial: desde el principio, el contrato que se establece con el lector es distinto, de movida eso está permitido. 
En El otoño de la edad media Johan Huizinga de repente nos sorprende con un movimiento parecido. Después de una veintena de páginas en que narra las luchas monárquicas y palaciegas de unos reinos que ya no recordamos ni podemos ubicar del todo bien, en un estilo sobrio y aparentemente objetivo; después de citar el simbolismo del Roman de la Rose, como exponente de un tardío espíritu medieval,  se despacha con esto:"Margarita de Anjou, mujer llena de espíritu, ambición y pasión, se había desposado a los dieciseis años con el rey de Inglaterra Enrique VI, que era imbécil". Hay que aclarar que la imbecilidad, acá, no es una psicopatía.
El efecto es mayor que el de Los miserables. Por un lado, porque de Victor Hugo se podía esperar casi cualquier cosa (estudia los pormenores de la batalla de Waterloo para presentar ochenta páginas más tarde a los Thénardier); por otro, porque la obra de Huizinga no tiene pretensión literaria. Huizinga fue historiador y filósofo y porque su obra se considera el inicio de una rama de la historiografía, es de fácil acceso y no se requiere ser especialista para disfrutarla. Es decir, no existía la especialidad que la contuviera.
Especializarse en alguna materia no es simplemente acceder a un cuerpo específico y bien delimitado de conocimientos, es también, y más que nada, manejar un tipo particular de discurso. Por esa razón, las obras de especialistas son aburridas, exigentes y, en parte o primordialmente, exclusivas (de exclusas, de excluir, claro, de cerrar y dejar afuera). El caso de El otoño de la edad media está en el límite, todavía tiene el estilo de un filósofo que escribe un largo ensayo sobre un asunto que quiere revisar y no el acre sabor académico de los papers y las ponencias.
Entonces El libro negro de la humanidad, de Matthew White es doblemente curioso.  Lleva el siguiente subtítulo: Crónica de las grandes atrocidades de la historia. Ya su formato exterior es atractivo, en el sentido comercial del atributo. Título y subtítulo utilizan los subterfugios de la televisión y las redes sociales: anuncian sangre, violencia y perversión. Pero nos encontramos con que el estilo del libro pasa rápidamente del registro organizado según la ya incorporada costumbre de los rankings a tenues humoradas, conclusiones a veces disparatadas y comentarios fuera de lugar. Este corrimiento se establece en la esfera del estilo, digamos, en el sostenimiento de un discurso o, como pasa en este libro, en la oscilación, entre un discurso pseudocientífico y el comentario ingenioso del bar.
El libro consta de 100 ejemplos de matanzas (guerras, conquistas, campañas, dictaduras), ordenados a partir del número de muertos que dejaron. Así, el podio lo encabeza la segunda guerra mundial, con 66 millones de muertes; le siguen Gengis Kan y Mao Tsé Tung, con 40, y terceras van las hambrunas de la India Británica, con apenas 27 millones. 
Matthew White tiene una honda preocupación contable. Revisa, constata, elige y establece criterios para elegir, numerosas fuentes de donde toma la información sobre las cantidades de muertos. Es famoso por esta pasión y tiene una página en internet que puede consultarse. El libro está atravesado de datos estadísticos, pero de una forma muy amena y bien distribuida: no hay apéndices con gráficos. Entre una entrada y otra aparece algún recuento de las matanzas examinadas, algún nuevo ranking de dictadores o de locos furiosos. Las entradas van del principio de la historia hasta los años más actuales. Lo más importante es que no se trata de un libro con simples datos, se trata de un libro de historia. En cada entrada hay una historización, una exposición de hechos y procesos históricos, narrados de forma objetiva, con notas que remiten a fuentes bibliográficas y otros rasgos que dan credibilidad a los textos. La bibliografía consultada es extensísima y una parte consta al final del libro. Todavía, pese a la tapa y el ranking, estamos dentro de una disciplina.
Y acá lo mejor, lo que hace que deseemos tener este libro en casa para consultarlo. Matthew White de a ratos se olvida que es un historiador, se olvida de contenerse y escribe (acerca de Las Cruzadas): "Luchar por una tierra es harto habitual, pues la tierra en disputa suele proporcionar algún recurso práctico: minerales, cosechas, puertos, granjas, ubicaciones estratégicas, mano de obra para explotar o puro tamaño. Palestina no tiene nada de esto. El único recurso que tiene Tierra Santa es el patrimonio. No hay oro, ni petróleo, poca tierra fértil y pocos nativos, tan solo lugares sagrados, por consiguiente, en esencia, las cruzadas mataron a 3 millones de personas en una contienda por el control del comercio turístico." 
En el capítulo Genocidio, escribe: "La larga historia del derecho internacional que prohíbe el asesinato de civiles en realidad no ha evitado el asesinato de civiles, pero nos ha hecho muy astutos a la hora de inventar excusas"
Uno puede estar de acuerdo con White o no acerca de muchas cosas que informa (ubica a Solano López como un dictador que guerreó a todos sus vecinos, por ejemplo) o puede ignorar sobradamente los temas que se presentan (no sé cuántos podrían ufanarse de conocer a fondo las guerras de Goguryeo-Sui), pero lo cierto es que es difícil abandonar este libro.
Y el secreto está, justamente, en la constante ruptura de un pacto lector que oscila entre una disciplina y la divulgación. Y esa es una vieja pelea.
Por la naturaleza de la información, debería ser un material de consulta para especialistas; por la forma y el tono, no podría serlo nunca. No hay en el libro, a pesar del tono mayormente objetivo, la pertenencia a un discurso especializado.
Por lo general, aquellos que se han especializado en algún tópico, detestan a los divulgadores. Los ven, cuando no como advenedizos, al menos como charlatanes que simplifican todo para tener éxito. No se han dedicado a estudiar minuciosamente ciertos temas y trazan sus asuntos a grandes rasgos, como conviene a un lector lego. Los especialistas odian a los que no han recorrido su mismo camino de espinas, apoyándose en la potestad de un conocimiento a cuyo acceso niegan el paso. Salvo, claro, que el camino sea el estipulado en una carrera académica. Esto incluye el manejo obediente de un discurso.  El caso de divulgación vs. especialización no deja de ser un caso alternativo de xenofobia.
En el lenguaje literario, no ya en 1862, sino durante el siglo XX, toda mezcla, oscilación y ruptura se convierten en tradición, la tradición de la modernidad, según Paz. En el discurso de la historiografía, aún, eso le está permitido sólo a quien se arriesgue a salirse de él, a no ser más un historiador sino un divulgador, a dejar de tener un curriculum, para tener un prontuario. Nunca es malo ver la puerta de ese pasaje.


Posdata para el mes de agosto: a Julio Cortázar le gustaba mucho el libro de Huizinga. Con esto participo de sus homenajes.