sábado, 15 de julio de 2023

Historia de un aparecido

 

A R. G.


¿El fantasma de la casa López? No, no conocía la historia -recién acababa de enterarse de que se llamaba así la casa-, pero tampoco había sido una pregunta que el dentista le hubiese formulado realmente, en parte porque no había razón para que conociera esa historia; en parte, por la imposibilidad física de brindar una respuesta que era obvia, teniendo en cuenta su situación y la postura de su cuerpo y la del dentista, que sostenía una pinza dentro de su boca. No la conocía; se podía imaginar esa historia, porque todos los pueblos tienen alguna casa abandonada donde alguien ha visto un aparecido y porque el aspecto y la ubicación de la casa se prestaban tranquilamente para envolverla en un halo de misterio o para que muchas historias se tejieran a su alrededor. Y el dentista, que no había parado de hablar desde que lo vio en la sala de espera y no había cambiado de tema, salvo para darle algunas indicaciones escuetas, directas y bien prácticas como enjuáguese, escupa, abra más, le iba organizando esa historia y la figura del fantasma de la casa López le parecía progresivamente más clara, como si emergiera de la oscuridad de un pasado remoto, de un tiempo muerto hacía rato.

Le aseguró que la gente decía que lo había visto de noche; nunca a la luz. Pero debe ser una cualidad de los fantasmas no aparecer durante el día o una cuestión de óptica, por la característica transparencia de los espectros. Le aseguró que había, como en todos los rumores, versiones encontradas y muy distintas, que algunos suponían era el ánima de un linyera, uno de los muchos que se habían refugiado en las ruinas de la casa desde la década del ochenta, que otros contaban era el espíritu de un marido que había muerto en la cama de otro marido que un día descubrió todo. Esta versión era menos popular y menos creíble, porque no se encontraba ninguna relación entre el marido muerto, el marido asesino y la Casa López, ni siquiera con la mujer, cuyo nombre variaba según quién asegurara saber algo sobre el caso. Otros, que era Pedro Oubiñas, vindicativo y rencoroso, que rondaba todas las noches la casa para reclamársela a su testaferro. La mayoría decía que era el mismo López que salía a esperar a los Catriel para comerciar sus cueros, como lo había hecho un siglo antes. Las ramificaciones de cada versión, como se puede entender, dijo el dentista, son muy disímiles y bastante imposibles.

El fantasma de la Casa López. El dentista tuvo que explicarse para seguir. La casa está sobre el arroyo, del que la separa una calle de tierra. Si uno sale por detrás y cruza esa calle, baja un desnivel y ya está en el agua. A una cuadra, se tiende el puente de una avenida. Más bien todo era descampado por ahí. Del frente hacia el otro lado, sí hay caseríos. Los que aseguraban haberlo visto alguna vez eran gente del barrio, porque no había datos de que hubiese aparecido más que en un solo lugar: detrás de la casa, de madrugada, junto a la orilla del arroyo, y parece, según los testimonios, que no hacía otra cosa que pararse al lado del agua que corría lenta, a esperar. Esperar quién sabe qué, pero esperar. La actitud de esperar se descubre enseguida, cualquiera lo sabe. La mirada del que espera no mira a ninguna parte. Mira al tiempo. Aunque nadie hubiera alcanzado a ver su mirada ni sus ojos. Nadie lo habría visto de cerca; nadie que pensara que era un fantasma, al menos. Lo más que aseguraban haber visto era la silueta esmirriada, una figura erguida como en pausa y de trasluz, apenas alcanzada por los faroles del puente de la Mitre. El testimonio más confiable, quizá porque el testigo no vivía en las inmediaciones y porque es un personaje conocido, fue el de un empleado bancario, poeta, que ha afirmado (aunque es renuente a la publicidad y pocas veces ha confiado la anécdota) que vio su cara entre las caras demacradas por la pésima alimentación y la mugre de días que cargaban los linyeras de la casa. Dijo alguna vez el empleado bancario que venían de una fiesta y pensaban seguirla en la casa ya abandonada, que en esa época no había muchas otras viviendas alrededor todavía, apenas unos baldíos, y que llegaron en pleno jolgorio, con risas y guitarras, que quisieron entrar porque no se habían levantado aún los paredones que la clausuran ahora y que cuando al fin llegaron a la puerta y la abrieron, se vieron sorprendidos por la presencia de tres sujetos que les negaban el paso, curtidos, sucios, apenas reconocibles, reverberando entre la claridad móvil y las sombras en una habitación que alguna vez habría recibido visitas ilustres o simplemente respetables y habría tenido las paredes empapeladas y colgando de sus altos techos arañas con caireles que multiplicaban la tenue luz de las lámparas de fines del siglo XIX y que ahora era un cubo desnudo y marrón de muros desconchados, y que los sujetos, como tres mayordomos arrancados del tiempo, se quedaron parados mirándolos, trémulos por la luz de un fuego modesto que había en un rincón de la habitación y que ellos, los que venían de fiesta, que nada tenían que hacer ahí, sintieron inmediatamente pavor; no por los hombres, unos pobres hombres que vivían en la calle y se refugiaban en la casa para soportar el invierno, que no eran peligrosos, sino por la inmediata percepción de algo que no podían comprender, como si esa acción automática e inconsciente de cercarles el paso fuera menos la protección de un territorio propio que la obediencia de algún deber arcano, que estaba más allá del entendimiento de ellos. Y cree, el empleado bancario, que entre esas tres siluetas que vibraban entre el amarillo, el negro, el naranja y la nada, cuyos rostros no podía definir exactamente, había otra, más alejada, oscura, completamente oscura y oculta, quizá al fondo de la habitación y quizá cerca del fuego y por eso quizá más iluminada pero menos asequible y por eso oscura, que no alcanzó a distinguir, que vio sesgada y como en escorzo, que percibió en el intersticio que las cabezas de los tres linyeras mayordomos abrieron momentáneamente, y que esa, al final de cuentas, era la cara del fantasma. Y cree el poeta, que confiesa que su recuerdo se mezcla con la escena de Apocalypse Now en que Marlon Brando se sienta contra la pared mientras Martin Sheen se esfuerza inútilmente por reconocer sus rasgos entre la selva tropical de Vietnam, que los tres linyeras convivían con el fantasma, sin saber que lo era o creyendo que era una alucinación de cada uno de ellos, afectados, después de todo, por el abuso del alcohol, el hambre prolongada y la mugre. El testimonio del poeta empleado bancario es confiable y al mismo tiempo flojo. Da una fecha imposible: el año 71, cuando todavía habitaban la casa de López sus últimos descendientes. Sus detractores afirman que el recuerdo, aparte falso, está decorado con el típico barroquismo del poeta bancario.

El recuerdo de la casa y la noticia de la leyenda (aunque ¿puede llamarse leyenda al estupor de un barrio ignorante a la fuerza o a propósito?) del fantasma se lo trajo la casualidad. Y la simultánea percepción de un cuadro y un doble apellido. La sorpresa que supuso el cuadro (el doble apellido no lo conocía), se debió solamente al hecho de estar tan lejos de la Casa López, a tanta distancia en el espacio y en el tiempo que no había razón alguna para encontrar ese cuadro en el consultorio de un dentista, a las dos de la mañana, en Rawson, ciudad inhóspita si las hay. Había llegado por otra casualidad, porque las casualidades son como un puñado de cuentas que alcanzamos, en el mejor de los casos, a ajustar y llamamos destino, cuando miramos hacia atrás. Venía de enterrar a su mujer sin haberlo planeado, después de haber creído que pasaría una semana en el hospital y que la traería nuevamente a su casa y a su cama y a las cosas cotidianas, pero todo se truncó y ahora con un dolor de muelas insoportable y la obtusa certidumbre de un mundo vacío, tuvo que parar en la primera ciudad donde era posible encontrar un dentista que atendiera una urgencia. Preguntó en la terminal y le dieron una dirección. La hora no era aconsejable pero era el único. Pese a lo trasnochado, el dentista parecía de buen humor y cuando lo vio observando el cuadro que tenía colgado en una de las paredes de la sala de espera (una sala de espera horrenda, le parecía) y quizá percibió una cierta conmoción en su paciente que no podía atribuir al dolor de muelas que le había anunciado a través del portero eléctrico, le comentó:

–Queda en Azul –y el paciente, todavía abstraído, extático, creyó empezar a escucharlo y a volver de algún lugar en donde estaba y a reconocer en sus palabras un mismo lenguaje, una experiencia compartida. Le explicó, sin que el paciente hubiese dicho algo todavía, que la casa estaba destruida ahora, pero que él la había conocido cuando estaba como en la pintura, cuando el último de los descendientes del dueño, un apellido muy común que no podía recordar en el momento, vivía aún en la casa, aunque ya en esa época se notaba el abandono. Y después, sin que todavía él hubiese pronunciado ninguna palabra, empezó a contarle la historia del fantasma y de esa casa, pero no fue preciso y se desvió un poco todavía y no habló de versiones, solamente ahora se acordaba del nombre del dueño, López, sí, Gervasio López, porque cuando el paciente estaba todavía en la sala de espera, el dentista se acercó al cuadro y consultó la base derecha donde figuraba el título, y sin embargo, el dentista no creía que fuera posible un cuento así, que debía ser uno de los crotos -crotos dijo- que se escondían de la policía y se juntaban para protegerse del frío del invierno ahí. (Y se detuvo además un momento para comentarle la etimología de la palabra croto y se refirió al ferrocarril y a una época gloriosa en que Argentina era el granero del mundo, época que el paciente detestaba, como detestaba también esa especie de orgullo en el vacío, de quienes sentían nostalgia por ella.) Él no podía seguir el discurso inconexo, fragmentado y volátil del dentista que ahora le explicaba por qué podía contarle lo que le estaba contando, y la explicación era que había estado varias veces en Azul y fue en una de esas ocasiones, cuando todavía era joven y recién se había recibido, que un viejo le dio el cuadro en parte de pago por una corona, sin saldar más tarde la deuda, ni con plata ni con otro cuadro ni con otra cosa. Que le había parecido extraño al principio y por lo extraño también le había agradado; y un tiempo después supo que ese viejo hacía lo mismo con el almacenero y con el carnicero y con cuanto proveedor de cuanta cosa necesitara para subsistir y así que seguro habría varios cuadros iguales o similares y quizá por eso le resultaba familiar; pero él no había dicho en ningún momento que el cuadro le resultara familiar o siquiera conocido, se había limitado al silencio, escudado en su muela como toda excusa, y aunque su cara y la atención con que había mirado el cuadro pudieron delatarlo, y aunque en realidad no había visto antes el cuadro, ni había oído la historia del viejo que según el dentista hacía eso, cambiar los cuadros por enseres y salud para forjarse una leyenda de artista bohemio y desinteresado de lo material, pero que seguramente, según el dentista, era un viejo mañoso y avaro (y no lo conocía a pesar de la pequeñez de una ciudad pequeña), aun así, su actitud había motivado esa conversación y más que conversación ese monólogo que había soportado sin poder seguir del todo. Hasta que por fin el dentista, que dejaba en claro que para él la inteligencia, la desconfianza y la conversación eran una y la misma cosa, lo invitó a entrar en el consultorio y sacarlo de la horrible sala de espera y de la imagen de la casa.



Mientras le hurgaba en la muela ya anestesiada y percibía como ajenos los movimientos y los ruidos que la fuerza del dentista ejercía sobre alguna parte de su quijada, él no pudo dejar de pensar en el cuadro y en su mujer, muerta unas horas antes, enterrada unas horas antes, ausente de golpe y para siempre, aunque no hubiera ninguna relación entre una cosa y la otra, o aunque el único vínculo que hubiera fuese el de una mutua exclusión, el de la imposibilidad de conectarse en alguna dimensión, la voluntad férrea, que ahora se mostraba inútil, de no vincularlas a ella y a la casa.

Otero Maffoni se había llamado el viejo que le pagó o casi le pagó con un cuadro la corona que el dentista había colocado cuarenta años antes. Lo decía la firma en el rincón derecho de la pintura. Y también decía que la casa llamaba López, algo que vino a enterarse tanto tiempo después, esta noche solitaria en la sala de espera de un consultorio a medio camino entre su propia casa y la muerte de su mujer.

La pintura: hay un caserón de dos plantas, semioculto en una espesura de yuyos y enredaderas al fondo de un patio delantero, del otro lado de una gran reja, con una puerta cancel destrancada y abierta. El caserón es color amarillo o té con leche o fue alguna vez de un color parecido. A la puerta llega un corto camino empedrado gris que tal vez fuera marrón en la realidad o no hubiese existido nunca. El caserón no es imponente -aunque debió de serlo en su tiempo-, pero de alguna manera es ridículo, y, al mismo tiempo, tiene algo de monstruoso, algo de exagerado, de alevoso. En las ventanas superiores hay una oscuridad que parece sobrenatural, numinosa, pero no es más que la simple opacidad del abandono manifiesto. En la puerta central y en las tres ventanas inferiores, que parecen desteñidas por los colores de la acuarela y comidas por el terreno que sube, hay luz. Junto al caserón, a un lado, se levanta una casuarina que lo supera, y en el medio del jardín delantero, hasta antes de la reja, el pintor no registró una palmera que no respondía a ningún criterio arquitectónico o paisajístico, que creció por accidente o fue plantada más tarde, que parece un capricho, como parece un capricho la casa erigida en la orilla del arroyo, donde no hay, en 1870, otra cosa que terrenos estériles, propiedad del intendente, y, cruzando ese arroyo que está detrás y no aprece en el cuadro, terrenos ancestrales, propiedad de nadie, que cuidan los Catriel. En el jardín delantero, los pastos están tan crecidos -trepan por uno de los rincones- que es imposible negar que la casa ya está declinando o abandonada. La pintura es elocuente: la puerta destrancada, el color de las paredes, la vegetación, las celosías; todo está en decadencia. O es la técnica de la acuarela, la voluntad del pintor o su pericia: la puerta destrancada en el centro de la escena contamina de desolación toda la pintura. La sombra del caserón parece un telón de fondo que oculta la ausencia de paisaje, niega el horizonte y la soledad de la casa. Aparte la palmera, no se ve tampoco la fuente el patio delantero. La fachada misma es incorrecta y la torna un poco irreconocible, lo que le hace pensar que el dentista se fía demasiado de su recuerdo influido por la pintura. Al mismo tiempo la casa es, no obstante, fácilmente identificable, por esos juegos que juegan entre sí la memoria y el olvido.

Esos juegos que le traen al paciente sentado, casi recostado, con la boca abierta en el sillón de cuerina blanca que tiene un hueco en forma de U a la altura de la rodilla derecha, el recuerdo de la noche fría y asquerosa en todo sentido de mayo de 1977 en que accedió a la estación de trenes de Lomas de Zamora, a donde había llegado temeroso, adonde había ingresado casi por un milagro, gracias a la casualidad que distrajo a un oficial de policía con un anciano que empezó a desvanecerse junto a la ventanilla de las boleterías, y le permitió escabullirse entre las formaciones, amparado en la mala iluminación del andén, y gracias a la cual pudo bajar a las vías y caminar hasta unos vagones de carga cuyo destino ignoraba (pero cuyo rumbo conocía), que partieron hacia el sur recién la noche siguiente.

Ese mes y ese año habían sido aciagos: no quedaba un compañero con quien comunicarse, habían diezmado su célula y ella se había guardado sin ninguna noticia, y después de los doce días acordados, sin que nada hablara de su existencia, él quería convencerse de la idea de que estaría oculta mucho más tiempo, para no pensarla muerta o torturada y cantando. Nunca se sabía qué era mejor, si pensarla cantando o pensarla resistiendo y esa era una duda inconfesable que ni siquiera con ella había podido compartir. Él se había quedado sin documentos, así que después de esperar en vano una noticia que no llegaría, se subió al carguero suponiendo que podría esconderse en Ing. White o en Bahía Blanca como mucho, que tenía unos seiscientos kilómetros de tregua, hasta que esa misma noche que pasó todavía en las vías muertas de la estación de Lomas de Zamora supo que no podía pasar de Azul. Viajar oculto en un carguero no es difícil y mucho menos si está vacío, es solo cuestión de manejar las luces y las sombras que proyectan sobre los vagones los alrededores de la vía, y sin embargo, ahora estaba seguro que no podría ocultarse en Azul, que el tren se detendría y que sería urgente bajar antes, que todo (la estructura de los vagones, las compuertas de descarga, la tolva sin techo, los rayones en el metal) le indicaban que ese tren no cargaba cereales ni líquidos sino piedra y que no pasaría de Olavarría. Así que después de haber traspuesto Cacharí y cuando creyó entrever, en el medio de la noche y el campo, un brillo, el reflejo triturado de la luna en el terreno, efecto lumínico que anunciaba un curso de agua, se tiró del tren y corrió hasta donde pensaba que ya no lo verían y quedó ahí, tendido boca arriba, jadeando, observando el vapor que salía de su boca con cada expiración y desaparecía inmediatamente en el aire frío. Aunque suponía ya estar seguro, esperó hasta que el ruido de las ruedas del ferrocarril dejaran de sonar en el aire límpido del campo, perdiéndose en un rincón alejado del espacio enorme, y se levantó recién cuando supo que no había nadie en kilómetros a la redonda. Le pareció rara en ese momento esa soledad, pero no se detuvo a pensarlo. Llegó hasta el arroyo y empezó a caminar en la misma dirección que llevaba el tren, hasta que encontró un hueco en la orilla, producto de algo así como un barranco ficticio en la llanura, una cueva de comadrejas gigantes, que podía ocultarlo; y ahí se durmió.

El paciente creyó que la repentina e inexplicable muerte de su esposa le traía esos recuerdos como una traición, como una prueba más del sinsentido de todas las cosas; esas imágenes demasiado nítidas ahora, inmóviles, como si el tiempo no las hubiera perturbado, que había creído sepultadas con éxito durante treinta años -los primeros diez no pudo hacer otra cosa que recordar, recordar compulsivamente cada detalle, con culpa, con alivio, con la oprobiosa sensación de haber errado y acertado en las cosas equivocadas-. Eso y el cuadro y el estúpido dentista que no paraba de hablar de la casa, como si una mano anónima le diera a un tonto la potestad sobre el destino de un desconocido, sin saber, el tonto, que en la menor distracción o el menor descuido puede derrumbar un edificio levantado costosamente durante cuatro décadas. Porque el dentista, mientras le purgaba una infección que el paciente había ignorado tener y preparaba el instrumental para una extracción de emergencia y ya lo había obligado a tomar un antibiótico y un antiflamatorio, seguía monologando, farfullando, sobre las supuestas razones que habrían llevado al abandono de la casa, sobre los trámites burocráticos y administrativos que entorpecerían su venta o su compra -hablaba de sucesiones y típicas rencillas entre herederos, de épocas pretéritas en las que la palabra valía más que la escritura, poseído de una nostalgia inverosímil-, su posterior restauración o demolición, y sus potencialidades como edificación y como terreno, posibles negocios inmobiliarios. No sabía cómo estaba Azul ahora, pero estaba seguro de que no habría cambiado mucho.

El paciente tampoco sabía cómo estaba la ciudad, ni la casa de López, pero no le costaba creer que el dentista tuviese razón en ese aspecto, porque la casa ya en ese año 77 era como una lápida, como una piedra en el medio de un terreno inútil, un mojón muerto en el camino a otra cosa. Y también era un lugar donde no debía haber sobrevivido y sin embargo, por una misteriosa razón, sobrevivió. No podía tener las mismas preocupaciones anodinas sobre la casa que tenía el dentista. Sentiría un alivio si supiera que ahora hay emplazado un edificio de departamentos o una cacha de fútbol y no los restos de la casa que él conoció y que abandonó para siempre en abril del 80, adonde había llegado de noche, después de una semana de andar por la orilla arroyo arriba, con la lengua cuarteada y los labios cortados por la sed, el sol del día y el frío de la noche de invierno, un frío ácido, filoso, que no había conocido antes, que le hacía pensar que tener huesos era lo peor que podía ocurrirle a un ser humano, y le hacía pensar, de inmediato, con remordimiento, que ella estaría sufriendo peores tormentos, atada a una camilla, con las piernas abiertas y la sangre hasta la garganta; la casa donde se había ocultado cuatro años sin que nadie, estaba casi seguro, ninguna vez en los mil setenta y cinco días que había pasado recluido, sin asomarse a la luz, y había dormido en el piso de tierra, le viera la cara. En el 80 aprovechó las confusas acciones que se pusieron en marcha en torno a la inundación. Pudo tomar otro tren, a la madrugada, esta vez de pasajeros. Había esperado en las ruinas de lo que alguna vez fue un galpón y ahora era solamente un par de paredes unidas por unas vigas de hierro que mucho antes sostuvieron un techo, y se había subido al último vagón y se había trepado al techo y con mucha habilidad y más suerte había llegado hasta Ingeniero Jacobacci, donde un paisano casi cómplice le reconoció las trazas y lo llevó a un obrador cercano, porque ahí buscaban gente para empezar a construir una represa y ahí todos los obreros era chilenos y entonces se hizo pasar por mudo y cada vez que creía que era un esfuerzo ingente e intolerable no hablar durante tanto tiempo, se imponía el recuerdo de ella tirada sobre la camilla, con sus violadores y su sufrimiento.

Pero cuando al fin salió la muela -sin mucho esfuerzo y sin mucha sangre- y el dentista creyó que el paciente se había desmayado porque no reaccionaba, el paciente pensó cómo no se había dado cuenta antes de que la casa misma de López, donde pasó tantos años escondido, conviviendo con unos alcohólicos psicóticos desharrapados que aunque no pudieran seguir el hilo de una conversación al menos le convidaban de su comida sin hacerle preguntas, que la misma casa López, por su forma, parecía una gran muela, y que todo, no solo el cuadro de Otero Maffoni, le había traído el recuerdo de un pasado muerto, el fantasma de una vida que se había sepultado.

Sí, sabía ahora. El fantasma. Pero no había sabido antes las historias, aunque con un poco de imaginación podría haberlas conjeturado. Nunca las oyó porque no había habido oportunidad. Y claro, nunca nadie se habría preocupado por contarle la historia de un fantasma de una casa de un pueblo que no vendría a cuento, por lo lejano, y porque en todos los pueblos hay historias de fantasmas y casas abandonadas. Entonces, cuando el dentista dejó la muela en la bandeja metálica, junto con los instrumentos todavía sangrantes y le pidió que se enjuagara la boca por última vez, quizá porque ya todo iba terminando, le llegó como un fogonazo o como un fulgor, como una epifanía y como un tiro de gracia, un último recuerdo.

En él había dos recuerdos condensados y era imposible, como en los sueños, distinguir qué lado correspondía a cada uno, porque uno ocupaba los cuatro años que se ocultó en la casa de López, concentrados en una sola anécdota, y el otro era una anécdota que implicaba esos cuatro años de reclusión pero ocurría en otra parte y en otra vida. Por un lado, había un hombre, el único hombre que pudo haberle visto la cara durante esos años. Y más que un hombre era una mirada, una mirada como de águila, atenta, ecuánime, traslúcida y sagaz, que ubicaba la segunda noche en la casa, junto al fuego. Había tres linyeras, sus tres amigos inconscientes que retenían a unos tipos que querían entrar a la casa. Ellos actuaron como si supieran o sospecharan que él no debía ser visto, que se escondía, o, quizá de forma también inconsciente, protegían su territorio de cualquier amenaza, como animales. Él se refugió contra el rincón del recinto, tratando que los resplandores sinuosos del fuego que habían prendido con unos cajones de manzanas le deformaran el rostro. Y siempre le quedó la duda de si la mirada de uno de ellos, un hombre flaco y más alto que el resto, no pudo traspasar la presencia de sus tres acompañantes y alcanzarlo, ahí, contra el rincón abandonado de una casa de mil ochocientos sesenta, en plena noche de invierno. Siempre se convenció de que era imposible que lo hubiese visto o en todo caso que hubiese alcanzado a distinguir sus rasgos. Anudado a este, por el otro lado, como su contracara, se desprendía otra parte del recuerdo, ligado a esa mirada. Veinte años después paseaba por Cipoletti con su mujer, a la que enterró unas horas antes de aterrizar por una casualidad en ese consultorio revulsivo, descubrió un festival de poesía que se llevaba a cabo en el local de una librería, al que entraron a preguntar algo, no se sabe qué, y en el poeta que estaba leyendo, parado junto a un micrófono, creyó identificar, primero con dudas y miedo, y enseguida, con certeza y con una especie de fascinación aterrada, la fisonomía del hombre alto y flaco, con la calvicie empezando a avanzar, y la mirada de águila, ecuánime, sagaz y traslúcida. El hombre leía para un público exiguo y ferviente y mientras sostenía la hoja que le temblaba en la mano levantó la vista y algo ocurrió. El paciente sintió que un segundo había durado más que lo que dura un segundo. El paciente pudo desaparecer de inmediato entre los otros clientes de la librería que no estaban atendiendo al festival, pero no pudo dejar de pensar que los versos que oyó -hasta que esa mirada lo reconoció- antes de que el hombre flaco que leía levantara la vista, tenían un vínculo secreto con su vida, porque en esos versos se hablaba de una casa, de una orilla y de una celda.

Y el otro recuerdo, otro lado del mismo prisma, concentrado en ese segundo en que la mirada de los dos elaboró una oscura comunión, recordó que en ese instante lo había asaltado una sensación, una extraña sensación que apenas se animaba a recordar, la dislocada noticia de un momento feliz en medio de la desgracia, como un pecado, y quizá, al mismo tiempo, como una esperanza, de la misma manera que uno supone debe encontrar un hueco en el pensamiento el suicida cuando siente la mira rascarle el techo del paladar y sabe irremediablemente que todo va a cerrarse al fin en un vacío aliviador, ese momento lejano, que pudo multiplicarse por cuatro o cinco, pero que como recuerdo pervivió aglutinado en uno solo, era el de la primera noche que se atrevió a salir de la casa de López -más de un año y medio después de haber llegado- y, con extraordinaria cautela, cruzó la calle de tierra, celoso de todos los ruidos que pudieran provocar sus pasos hasta el otro lado, y bajó el desnivel hasta la orilla del arroyo, temiendo que los faroles del puente que tenía a cien metros lo delataran, y estuvo un rato parado, respirando, sin pensar, sin saber qué pensar, y se acercó más a la orilla y se mojó los pies descalzos en el agua.


viernes, 20 de enero de 2023

 

La increíble historia detrás del operario que le habría rectificado la tapa al colectivo en que paseó la Scaloneta.

Se llama Benjamín Méndez, aunque no todo el tiempo fue así, y en 2020 estuvo a punto de ponerse en contacto con el Scania de la empresa Plusmar, que trasladó a la selección tricampeona por las calles de la capital argentina.


Conforme se suceden los días, la alegría por la tercera copa mundial de fútbol se va trasfigurando en la certeza de que la selección no sólo simbólicamente ha sabido instalarse en un lugar preferencial de la sociedad argentina, sino que aparecen pruebas, anécdotas, referencias, que la convierten en el nudo cardíaco que entreteje los vasos circulantes de una comunidad que late de fútbol. De una forma o de otra, cada vez son más las historias de vida que se vinculan con la trayectoria de la Scaloneta, con el triunfo en el último mundial o con la bienvenida que recibió este martes próximo pasado. De cara al mundo, la Argentina es un país donde el fútbol no es simplemente una pasión; es la forma en que las relaciones sociales tienen su origen y su justa medida.

Es el caso de Benjamín Méndez, de 38 años, empleado en la “Rectificadora Guzmán”, un pequeño taller familiar en el centro de Sarandí, partido de Avellaneda. “Benjamín es un buen muchacho” es la escueta aunque saludable opinión de Aldo Barragán, propietario del taller. Dice, después, que prefiere no entrar en detalles.

Benjamín Méndez no tuvo siempre ese nombre. Es más, durante todo el 21 de agosto de 1984, día en que nació, no tuvo nombre alguno, hasta que su padre, Roque Menéndez, al día siguiente, tuvo la iluminación de encontrarle una manera de designarlo. Los acontecimientos se dieron de la siguiente manera, según cuenta el padre de Benjamín. El matrimonio Menéndez vivía en Carmen de Patagones y Roque, Cabo de la 3ra división del Ejército con asiento en Bahía Blanca, no supo qué nombre le iba a poner a su primogénito (pese a las numerosas sugerencias de su esposa, de quien no tenemos dato alguno) hasta que al día siguiente volvió a la ciudad portuaria y vio la foto de Luciano Benjamín Menéndez, cuchillo en mano, en el diario La Nueva Provincia, hay que suponer, rodeada de halagos. Fue tanto el orgullo que sintió por aquel defensor de la tradición, la familia y la verdadera creencia, que no dudó en asignarle a su hijo el nombre de Benjamín, aprovechando el changüí que le daba su apellido. No quiso agregarle un Mario o un Luciano, así podía homenajear a tres en un solo Benjamín (nunca más aprovechado este término), vale decir, al tío y a sus dos sobrinos.

Benjamín se pasó su infancia y adolescencia en aquellos parajes ignotos y áridos, aprendiendo un lenguaje lento y el odio a los chilotes, porque todavía no existían los bolitas para él. Hasta que dejó la casa paterna, a los dieciséis, por diferencias con su padre. Diferencias que califica de “inconfesables”. Por mostrar rebeldía, se fue a Córdoba, como si la estrella del destino lo guiara, en un espejo deformado. Porque ahí se volvió tan bruto y tosco, según su padre, por haber dejado la escuela, que empezó a trabajar en la Cooperativa de Provisión de Luz y Fuerza Córdoba Ltda, aunque corría el año 2001 y el desempleo abundaba. Lejos del hogar paterno, descubrió que no era el ramo de la electricidad lo que le permitía “levantarse minitas” y se metió de aprendiz en un taller de Junín, ya de vuelta a la provincia de Buenos Aires. Anduvo de un lugar a otro un tiempo, hasta que encontró conchabo en la “Rectificadora Guzmán”, en 2006 y se hizo peronista. “A las chicas les gustan los fierros”, manifestó a este medio, entre la euforia por los sucesos posteriores al triunfo en Qatar.

Fue en febrero de 2018 cuando conoció la historia de Luciano Benjamín, acaso el más despreciable de la trinidad que le había proveído un nombre a nuestro operario. Menos por este hecho, que por el recuerdo del matón de su padre (su padre nos dice que nada fue así), decidió cambiarse el nombre. Estuvo confuso un tiempo, hasta que se dio cuenta que podía cambiarse el apellido, porque se había encariñado con el Benjamín, aunque esta expresión suene políticamente incorrecta (¡lo que pueden hacer unas comillas!). Y le quitó una sílaba a su nomenclatura original.

Nuestro operario todavía trabaja en la “Rectificadora Guzmán” y debía esperar dos años aún para tener esta oportunidad única.


EL micro.


En Febrero de 2020 la unidad 575 de la empresa Plusmar salía de la fábrica de Tucumán, rumbo a los galpones de Barracas, donde la gigante, por no decir, cuasi monopólica empresa, guarda, repara y refacciona las unidades sin actividad, cuando se notificó a Pablo Literón, jefe de mantenimiento de los talleres, de un sonido irregular en el motor de la nueva adquisición.

Los primeros diagnósticos indicaron una pequeña imprecisión en el armado del bloque principal del motor. La empresa, menos por perfeccionismo que por obtener un importante descuento en el valor del vehículo, elevó su queja a la fábrica de la automotriz fundada por Gustaf Erikson. En su momento, Ronaldo Silva, Director industrial de la planta tucumana, no respondió la queja o nunca se enteró de ella. Muchos trámites detuvieron el vehículo en los galpones de Barracas, hasta que a un empleado, cuyo nombre nos reservamos, se le ocurrió plantearle a Literón, que un amigo suyo, empelado de una rectificadora, podría “verlo” (al motor, por supuesto) y arreglarlo “por dos mangos”. “Es un boludo”, agregó. Literón quedó conforme con la confianza de su empleado, mas no con su sugerencia, que retomaría dos meses después, cuando la unidad 575 llevaba ya cinco meses parada y no redituaba ganancia alguna. Consciente de que ninguna solución llegaba desde la planta tucumana y que no había mucho que hacer con el colectivo (colectivo que nadie había vuelto a encender en esos meses), decidió encargarle a su empleado que ejecutara lo propuesto.

–Pero yo soy tapicero. Arreglo los asientos, ¿cómo voy a manejar un colectivo hasta Sarandí? Te lo choco acá en Valle y Zapiola.

–Me importa un choto –dictaminó Literón–. Ahora que lo dijiste, lo hacés. Lo vas a ver al boludo de tu amigo y le decís que lo deje como nuevo. Y que no se zarpe con lo que cobra.

Cuando el empleado del que carecemos de datos llegó a “Rectificadora Guzmán” y vio a Benjamín salir por la puerta del garage hacia la vereda donde había estacionado a duras penas la unidad 575, con escalímetro de alta precisión en una mano y una zanahoria en la otra (se entretenía comiendo zanahoria a partir de las tres de la tarde), creyó, el empleado que permanece anónimo, que todo iba estar solucionado. Y no se equivocó.

Poco iban a saber, los dos empleados y amigos, que esa unidad trasladaría, dos años y medio más tarde, a los tricampeones del mundo. Recién se habían postergado las eliminatorias, después del anuncio de que el VAR sería juez y parte de los partidos. La pandemia nos había sorprendido a todos.

Benjamín no llegó a levantar la tapa trasera del motor, porque el coche había quedado en marcha. Le dijo ahí nomás que la correa del ventilador era la que ocasionaba el ruido molesto y que eso no representaba ningún peligro.

La unidad quedó varada durante el 2020 y apenas fue usada en 2021. Benjamín Méndez y el empleado sin nombre se olvidaron de ella. Sin embargo, progresivamente eufóricos por los triunfos de la Scaloneta, en sus ratos de intimidad, sin saberlo entre ellos, cada uno pensaba “En qué los recibirán si ganamos. Puede ser que yo arreglé el asiento o el motor del vehículo que trasladará a nuestros héroes”. Y se alegraban secretamente. Con una vanidad que solo es explicable para los argentinos, que nos creemos parte de cualquier triunfo ajeno y ajenos de cualquier derrota.

Cuando el 19 de diciembre vieron simultáneamente, aunque sin saberlo, los dos, el video del portal de Clarín en el cual se mostraba cómo se había ploteado el micro en el que pasearía la selección, ambos reconocieron el número 575, ambos recordaron la visita a “Rectificadora Guzmán” y ambos supieron, al instante, que habían estado a un tris de ser parte de la historia del país. El hecho se les escurría entre la punta de los dedos.

“Yo habría rectificado la tapa de cilindros, si hubiese tenido algo. Pero no pasó nada”, declaró Benjamín, con inobjetable honestidad. “Al pelotudo le dije que le hiciéramos cualquier arreglo y que íbamos a medias, pero no me escuchó”, declaró con solvencia el empleado cuyo nombre permanece oculto.


El encuentro.

Martes 20, llegada de la selección, las calles invadidas de simpatizantes compartiendo una alegría décadas negada. Oleadas de personas impiden el paso del micro sin techo que va festejando. La populosa comitiva debe detener su paso a cada instante. Benjamín está esperando su oportunidad desde la madrugada. Sabe, porque apoyó sus palmas en el motor de ese vehículo dos años antes, que algo tiene que hacer. Saltea varios canales, mirá cómo en uno todo es una fiesta y cómo en otro, un desastre. No se inmuta. Siente que su misión es otra, que algo lo conecta con la selección y que ese vínculo no lo pueden romper un tendencioso medio de comunicación.

Estrategicamente, el micro sin techo pasa debajo de un puente, para facilitar la lanzadera de los simpatizantes.

“Me percaté enseguida que no iban a llegar al obelisco, cuenta Benjamín, así que enfilé para Mitre y caminé hasta puente Puyrredón y después me dirigí hacia El Bajo. En todo caso, si iban a la casa Rosada, sería por ahí, porque estaba lleno de negros que dificultaban el paso. Pero estaba todo bien. Estábamos contentísimos. Por más que caminé como un desgraciado, cuando llegué al Bajo faltaban todavía dos horas para que pasaran. Y de golpe vi al 575 de lejos. De golpe después de dos horas, más vale. Me ubiqué como pude para acercarme. Me trepé a una columna, gané un llano, quedé encima de la autopista y no era el único. Estaba tan cerca de la selección. El colectivo se acercaba. Arriba festejaban nuestros héroes. La euforia era una epidemia que nos quemaba en la piel. O era el calor, no sé. En una frenada, empujé a dos o tres, me hice lugar y llegué a tocar la parte trasera. ¡qué loco! Me di cuenta que nunca le cambiaron la correa. A pesar de los bocinazos, se escuchaba el chirrido del motor. Un médico que me atendió más tarde me dijo que me había deshidratado y que el colectivo nunca pasó por donde yo estaba. Pero, ¿quién me quita lo bailado?" 

Más tarde, pasada ya la efusividad de los festejos, Benjamín reflexiona sobre las circunstancias, el lugar que ocupa el fútbol en el entramado social de nuestra argentinidad, sobre la alegría, sobre los poderosos que nos quieren tristes, sobre muchas cosas más, haciendo gala siempre de su conformismo plebeyo y de un dictamen casi borgeano. “Si no hubiese dejado la secundaria, me habría cambiado el nombre mucho más temprano, pero es cierto que no habría tenido esta oportunidad de estar tan cerca de la selección. Que no se haya dado, es un detalle que no contradice lo que digo.”

miércoles, 16 de enero de 2019

Ante la perspectiva de leer un libro de Slavoj Zizek

Tengo a mano El resto indivisible, acá, al lado de la computadora. Lo estoy demorando porque queiro terminar la lectura de otros ensayos antes. He leído cómo se critica a Zizek. Aunque no leí El resto indivisible, pero sí otros textos, creo que la crítica solo se sostiene desde un lugar elitista, que está en contra de la divulgación. Es un reparo académico y elitista. Hay gente que después de haber creído que entiende a Heiddeger, cree que ha llegado a ese entendimiento sin la ayuda de nadie. Esa gente detesta a los guías que se ofrecen para entenderlo. Yo no soy tan precavido. Prefiero que alguien me guíe. No descarto los originales, porque esa es la finalidad, pero en ocasiones sé que están fuera de mi alcance. Lo mismo ocurre con la música.
El ejemplo más claro que me viene a la mente es W. Benjamin. Su complejidad quizá no sea tan ardua como la de Heiddeger o Hegel (quizá porque no empieza con H), no obstante, para tener una idea clara de sus visiones y su filosofía, no alcanza con leer su teoría sobre la historia o alguno de sus artículos. Escribió tanto y tan fragmentariamente que habría, al menos, que leer todo lo que escribió para tener una percepción global del sustento que le permite escribir, y recién después, ejercer un trabajo de exégesis que merezca cierta atención. Ese trabajo es facilitado por otros (en el caso de Benjamin, muchos). Y, dadas las condiciones temporales de nuestra propia vida, es más conveniente, para conocer otros filósofos u otros escritores, permitir que alguien avezado nos ayude.
Recuerdo una crítica que le hicieron a Leandro Fanzone, por hablar del primer preludio del clave bien temperado. La crítica consistía en denunciar que cualquier libro ( cualquier libro específico que analizara los preludios de Bach o que se dedicara a desentrañar el Clave Bien temperado) nos decía la manera (la circulación de acordes) en que estaba compuesto el primer preludio. Está claro que esa crítica es válida en cierto contexto, si Fanzone quería vender la originalidad o si lo presentaba como una tesis, pero dado que tenía una página de internet, alguien llegaría (yo, en ese caso) y se desayunaría de aspectos de esa composición que antes ignoraba. Despreciar esos favores parece un síntoma de soberbia inaudita. Y quizá imperdonable.
No hay duda que en esto los sistemas comunicativos tienen un papel importante, tanto para pensar el problema, como para menguar las conclusiones que acabo de sacar. Es cierto que Dario Z pasando por todos los canales como un “pensador” y no un “comentador de los enigmas de la filosofía” puede generar desconfianza en quienes se han dedicado al estudio de la filosofía (otro tanto pasa con Pigna), pero también es cierto, que esos estudiosos no tienen ese espacio para hacer que su voz se oiga (lo cual no es más que un argumento ad hominen disfrazado de “coyuntura”, es decir, serían envidiosos, y ese es el aspecto que no me incumbe como argumento) y esa voz es necesaria para que los medios no sean tan lo que son, es decir, alguien con esa preparación -y que no haya sido absorbido completamente por el personaje- puede destrabar momentaneamente la lógica de los medios, al menos su lógica discursivo-verbal, ya que no siempre otras estrategias -zócalos, cortes de comunicación, risas cómplices de entrevistadores, etc.- cosa que sería saludable desde casi todo punto de vista, y especialmente desde el punto de vista de un estudioso de la filosofía, y por otra parte, alguien, paradójicamente, que ha aceptado ese papel, tiene casi la obligación, por la misma lógica de los medios, de ser más o menos original, mínimamente en su presentación, entonces, siempre tendrá algo que decir, porque no puede no tener nada que decir, ya que para eso lo llamaron o lo invitaron. Es un riesgo, es cierto, pero la divulgación, en este caso, es más positiva, incluso como riesgo, en todo sentido, que si estuviera obturada, como quieren los estudiosos que odian a los divulgadores. Resta lo otro y más importante. Suponer que la divulgación funciona y que algunas personas, viendo a ese personaje en televisión, si inclinen a leer o a pensar ciertos problemas, que de otra forma no les habrían interesado.
Otra discusión, porque sus participantes son diferentes y sus pretensiones también, sería el tema de cómo los medios ponen en un mismo plano a divulgadores y supuestos intelectuales, como si para un mismo tema invitaran a discutir a Kovadloff y a Dario Z. Cada uno tiene sus herramientas y sus estrategias por conocer al público al que se dirigen. Kovladoff hablaría con su voz engolada apelando al sentido común con reminiscencias filosóficas de la cordura; Dario Z hablaría con su lenguaje cómplice, hecho de algunas malas palabras insertas no por azar en un discurso sobre otros filósofos de la sinrazón o del ser. Pero la discusión sería en vano, porque hablarían desde lugares distintos, para públicos distintos, que sólo una ficción dice igualar. Digo dice porque no iguala, porque los medios ya han construido esos lugares desde los que habla cada uno y no los van a vencer ellos por sí solos. Aunque después las redes sociales anuncien el “triunfo” de uno de ellos en pequeños spots, la cosa quedará para mirarse el ombligo y ambos habrán caído (y quienes los critiquen también) en el mismo pozo oscuro.

La discusión entre divulgación y (no sé qué poner acá) es falsa, porque uno siempre lee a otro; pero nos gusta, porque nos sentimos especialistas. La especialidad no es otra cosa que un discurso. Tiene menos que ver con una acumulación de saber y de experiencia que con una forma de hablar. 

Aclaración 1: Respecto de Zizek, sólo porque utiliza ejemplos de la cultura popular para hablar de Lacan y de Marx y porque hace videos en que parece estar bajo los efectos de algún estupefaciente, no quiere decir que sea simplemente un divulgador. Para empezar, habría que verlo a Nieztche el día que rodó en medio de la calle y terminó internado. Después, Foucault habla de Freud, Marx y Nietzche, escribió un texto que se ha vuelto un mantra inocente y nadie le critica que sus textos quieran divulgar lo que sea. "Inventó" un método. Ajá. ¿El método reemplaza el saber?¿Un método de conocimiento es un saber en sí mismo? La existencia de la lógica parece decirlo. Los matemáticos te crucificarían frente a esa pregunta. No es un discusión para una nota al pie.

Aclaración 2: Más allá de las cuestiones políticas, Kovadloff se presenta como un intelectual en la televisión. Por supuesto que todos los gobiernos necesitan sus intelectuales. No pretendo dirimir cuáles son mejores (aunque acoto suavemente que los de este gobierno son los peores). Para una persona que escribió El silencio primordial, para una persona que tradujo El libro del desasosiego, tener que decir que la veracidad de los cuadernos está en las consecuencias que causaron, debe de ser, me imagino, vergonzoso. Sin embargo (acá está el tema), Kovadloff, cuando enuncia esa insensatez en un programa de televisión, no siente ninguna discordancia entre su figura, sus estudios, sus escritos, etc.,  y lo que está diciendo. Se ha acomodado redondamente al papel que se espera de él (Cioran decía que Goethe era mediocre por eso). Esto pretende explicar el término "supuesto" antepuesto a la palabra intelectual cuando me refería a él. Pongo un ejemplo contrafáctico para el ejemplo que puse como probatorio (que no sirven para probar nada, pero sí para pensar, ya lo sabían Putnam, Russell y tantos otros). El ejemplo es así. Me desaparece un par de medias que estaban dentro de mi casa. Es un par de medias rojo punzó. No son tres cuartos porque me marcan la piel, pero tampoco son zoquetes. Ya casi ni recuerdo cómo son, pero sé que los perdí. Después de una búsqueda infructuosa que duró unos meses, empiezo a maliciar que alguien me los sacó. Por su color o por su calce, no lo sé, pero alguien, que no tenía ningún derecho a entrar a mi casa, me los sacó. Como no los encuentro en ningún cajón, en ninguna cómoda, ni debajo de la cama, ni entre los zapatos que descansan desparramados en el piso del placard, salgo a la calle y empiezo a los gritos: "Me robaron mis medias rojo punzó". Mis vecinos empiezan a temer que haya ladrones que entren en las casas y roben sus medias o algún artículo más apreciado. Invierten y ponen rejas, sistemas de seguridad, alarmas, perros guardianes. Esto dura unos meses. Para noviembre, el barrio está lleno de rejas, casas con alarmas, gente desconfiada que mira con suspicacia a otra gente vestida según otros cánones. Yo me voy a poner una campera y descubro que un día de lluvia del septiembre pasado, cuando se me habían mojado las medias, me las quité, las metí en el bolsillo y nunca más lo recordé. Yo puedo ser muy desprolijo o tener muchas camperas, eso no viene al caso. La cuestión es que de las consecuencias no se puede probar que mis medias fueron robadas. Kovadloff da por hecho que uno puede no razonar, aunque uno haya estudiado mucho o sea un activo miembro de la Academia Argentina de Letras. Y lo hace muy orondo. 

sábado, 10 de noviembre de 2018

Borges y un desconocido leían lo que se les cantaba



Es sabido y repetido que Borges trastornó la forma de entender la literatura y que su manera de leerla influyó en casi todos los escritores que lo sucedieron. Después de Borges es difícil leer sin su mirada. Y su mirada no es su estética, sino su libertad para leer. Incluso, su capricho para leer. Y más, más que nada su capricho para leer y exaltar algunos escritores y pasar por alto a otros (en especial a los consagrados y contemporáneos). Esto también debe de haber llamado la atención de muchos antes que a mí.
Sarlo hace en algún escrito un análisis de la forma de prologar de Borges; Borges hace el mismo análisis sobre la forma de prologar de Chesterton. Lo que dice Borges sobre Chesterton es evidente si uno lee el volumen de sus prólogos. Lo que dice Sarlo sobre Borges, también lo es, si uno lee los volúmenes de prólogos de Borges. Baste pensar en el prólogo a Crónicas marcianas. Después de dar unas cuantas vueltas, nos damos cuenta de que el mérito del libro, según Borges, es que le hizo recordar un libro que leyó cuando era chico. 
Más interesante me resulta esta práctica de Borges: de un autor que apenas menciona en su obra, en su íntegra obra, toma algo y lo copia o lo reproduce apenas modificado. 
Por ejemplo, creo recordar que desconfía de la musicalidad que otros encuentran en el poeta Horacio y de sus méritos como poeta, pero, aunque no lo escriba, quizá le agradan sus imágenes. La cara de Ireneo Funes es así: 
Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las piramides.
Enseguida recordamos la Oda III, 30, en la que Horacio afirma haber culminado un monumento más duradero que el bronce y más alto que la real decrepitud de las pirámides. (Puede haber otras traducciones, como "real estado de las pirámides" o "más soberbio", en lugar de "alto".)
Si no recuerdo mal, Borges solo menciona el nombre de Tolstoi en ese libro de diálogos con Sábato (y quizá sea este quien lo nombre) y en una conferencia donde dice algo así como: si quieren realismo lean a Tolstoi.  En Utopía de un hombre que está cansado podemos leer una apropiación borgeana del famoso inicio de Ana Karénina. Escribe Borges: "No hay dos cerros iguales, pero en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la misma." 
Acá no es la imagen, sino el mecanismo intelectual el que parece atraerlo. 
Borges parece aceptar ese dictamen de Macedonio Fernández que aseguraba que cualquier escritor, hasta el más mediocre, podía lograr una línea extraordinaria y memorable. 
En el inconseguible Borges, de Bioy Casares se lee lo siguiente: 

Mastronardi le dijo: «La verdad es que yo conocí una vez a Santiago Ganduglia, un señor gordo, que bebía cerveza, y de un verso de él,

Todo pasó y mis días no han sido de ventura,

salió mi obra». 
Comenta Borges: «Está bien. También está bien que Ganduglia sea un escritor mediocre. Hay un mérito en haber visto ese verso en la obra de un escritor tan mediocre: Ganduglia no lo vio y siguió esescribiendo las trivialidades de siempre; no pudo tomar el tono de ese verso tan noble que le deparó la suerte. Todo pasó no parece de Mastronardi; pero en el resto está de veras el mejor tono de Mastronardi. Sin embargo, todo pasó, tan rápido y directo, está muy bien junto a lo que sigue. En seguida de escribir ese verso tan noble Ganduglia se hizo peronista» p.709.
Dejemos de lado la cuestión del peronismo, que acá incluso puede parecer graciosa. Lo notable es cómo Borges le atribuye una virtud a Mastronardi por haber descubierto o refrendado el dictamen de Macedonio Fernández. Pero lo interesante no está ahí, sino en el hecho de que Borges se detiene en el verbo "pasó" o en la expresión completa "todo pasó", para felicitar su hallazgo. 
En el libro hay una nota al pie, al final del verso y se lee:
El verso original dice: «Todo se fue y mis días no fueron de aventura». Borges vuelve a citarlo erróneamente en una charla publicada en LN, 25/8/85.

Lo interesante es que Borges concentra el valor del verso en aquello que su memoria modificó del original. Borges lee lo que él mismo, a través de su error, escribió. Borges ensalza sus propios méritos de poeta. De alguna forma, toda su obra crítica opera así (y su obra crítica también está en su poesía y en sus cuentos). Este hecho no lo vuelve menos genial, apenas más caprichoso, aun inconcientemente caprichoso.

Un comentario al margen: en la versión PDF que yo tengo (cuando lo leí por primera vez me lo había prestado un amigo) el adverbio "erróneamente" está corregido a mano por algún lector que quiso salvar su imagen de Borges y escribe a mano "con esta variante". Probablemente todo buen lector se lee a sí mismo e intenta justificarse.
 
 


sábado, 27 de octubre de 2018

Cotidiana VII

Esta mañana tuve que acercarme a la oficina de Camuzzi porque debía ya tres boletas y corría riesgo de que me cortaran el suministro. No sé si realmente eso podría causarme problemas prácticos relevantes, pero sé que el cargo por conexión es un agregado al ya superagregado tarifario del servicio de gas, así que prefería evitarlo. Fui en bicicleta y justo cuando iba a subir el cordón por la bajada del garage (donde supongo guardan los vehículos de la empresa) un auto cualquiera se me cruzó. Tuve que hacer una maniobra nada llamativa, pero incómoda, para subir a la vereda, donde estaba el bicicletero al cual ataría mi medio de transporte. Ya iba puteando entre dientes. Mientras maniobraba el candado, observé que el auto era un remise, cosa que no le quitaba su cualidad de auto, pero me permitía identificarlo mejor y hasta justificar el hecho de que de él bajaban dos mujeres de entre 50 y sesenta y pico de años. Entendí  que una de ellas o las dos tendrían algún problema de movilidad y supuse que no debía, ya después de esos minutos, seguir puteando al conductor. O al menos, no seguir puteándolo entre dientes y hacer otra cosa que tuviese algún efecto en la realidad. 
Enseguida tuve un pensamiento digno de un sabio oriental: para qué me caliento al pedo. 
El chofer, que no se dignó a mover su cabeza hacia ninguno de los dos lados de su cuerpo, permaneció concentrado en la calle que tenía delante hasta que oyó el sonido de la puerta al cerrarse y salió disparando. Las mujeres caminaban lentamente, una al lado de la otra, hacia la puerta de vidrio que yo estaba ya por abrir. En un acto de generosidad temporal que suelo tener, aun los días en que ando apurado, que son muy pocos, sostuve la hoja de la puerta abierta y dejé pasar a las dos señoras. 
Entonces noté que una de ellas ayudaba a la otra. Una era mayor que la otra. La ayudada era mayor que la ayudante. No era ayuda exactamente. No la sostenía del brazo ni le daba apoyo con su cuerpo para que se sostuviera. Era más bien un servicio. Y había en lo que pude ver después y en ese instante una relación de sometimiento entre ellas. Noté el gesto adusto, seco y distante de la mayor. La otra me agradeció el hecho de permitirles pasar antes que yo. La otra ni siquiera me miró. Eran chiquitas, delgadas y se vestían no muy lujosamente, pero prolijas. Las dos llevaban pantalones. 
Primero creí que una era empleada de la otra, una especie de secretaria, y que la patrona había pertenecido a una familia acomodada, que se había acostumbrado durante toda su vida a ser servida y que ahora, perdida su fortuna, le quedaba solo el gesto, la actitud y la secretaria personal. 
Cuando entramos las observé con más detenimiento y con cierto disimulo, porque de haberse notado, se habrían sentido sin duda un poco incómodas. La patrona se sentó en unas sillas dispuestas para esos casos,en la pared que da a la calle; la otra estaba delante de mí en la fila. A las dos las veía por el reflejo de la ventanilla de cobro, opuesta a la pared que da a la calle. Me di cuenta que sus caras tenían rasgos familiares y que debían de ser hermanas. La menor, que yo tenía justo acá adelante, estaba vestida de negro: pantalón negro y pullover negro. La mayor, que se había quedado sentada y que sostenía en una mano una bolsa rectangular blanca y un paquetito en la otra,  tenía un pantalón beige o casi tostado y un pullover claro, de color indefinido. La menor parecía más vital, pero solo por contraste. La otra estaba seria, pero más que seria estaba estancada en alguna expresión que obedecía a otras circunstancias, unas circunstancias que le habían exigido demostrar quién estaba a cargo de una situación y quiénes debían obedecerle; tenía un aire de soberbia bien fundamentada. 
Enseguida pensé que las unía, además de unos padres en común, un secreto horrible.Que ese extraño lazo que yo había descubierto, ese sometimiento de la hermana menor tenía como origen algún hecho inconfesable que la mayor se cobraría perpetuamente. Pensé que podrían ser personajes de Faulkner. Y mientras esperaba que me cobraran, casi me doy a imaginar esas vidas, pero antes se me cruzó una idea más probable. No hay ningún secreto atroz, no hay nada más que la figura de un padre enorme muerto hace mucho, un padre que les dio una educación llena de valores -y preconceptos con los que juzgaban a todos- que había que respetar a rajatabla y que solo se aflojarían cuando el reemplazo llegara, es decir, un marido que le impusiera sus propios valores a las hijas. Un marido para cada una, claro. Un padre como el que me imaginaba no habría consentido nunca una generosidad fraternal de ese tipo ("de ese tipo" significa acá "de esa clase" y no "de ese tipo con el que se casaron"). Entonces cambié de autores y recordé un cuento de Flannery O´Connor y un cuento de Borges que se parecen mucho en el tono y los temas, pero nada en el argumento. Uno es medio cómico, el otro pretende ser serio. En uno le rinden homenaje a un militar de la guerra civil, es un viejo degenerado que está medio gagá y hace desastres y ni siquiera se acuerda de las cosas que le festejan. El otro, el de Borges, está en El informe de Brodie y se trata de una señora que vive de la memoria de un antepasado valeroso. Esos modelos de comportamiento respecto del pasado orgulloso de la familia, se adecuaban más a la idea que yo tenía de esas mujeres que veía ahora empezar a retirarse del local, mientras yo esperaba que el posnet no le dijera al cajero que no tenía cómo pagar el gas.
La menor se acercó a la otra, que todavía estaba sentada, como ajena al lugar y la situación. Le dijo algo, como "Ya está" o "Vamos a tener que apagar las hornallas de noche" o "Nunca más hago esto". La otra permaneció rígida, todavía sin empezar a levantarse, todavía con el gesto estancado. Las arrugas que le rodeaban los ojos eran unos surcos detenidos en una llanura polvorienta; los ojos dos mármoles cristalinos y los cristalinos de los ojos, dos piedras muertas. No hubo una mueca; ni siquiera una mirada hacia otra parte. La menor, entonces, dijo: "Bueno, está bien. Vamos". Entonces la mayor se levantó y enfiló para la calle.
A la salida,  se detuvo adelante de la puerta y no hizo ningún ademán que permitiera entenderse como un intento de abrir la puerta. No estiró la mano, no se acomodó la bolsa ni el paquete, nada. Se paró frente a la hoja aun cerrada y esperó, siempre con su cara de procer, que su hermana menor le abriera. Lo mismo hizo frente a la puerta que da a la calle. Y su hermana menor cumplió con sus aparentes obligaciones.
Una sola pregunta no encontraba una respuesta posible. En cualquiera de las relaciones que yo me imaginé entre ellas (las vi en su casa, en silencio, haciendo cosas nimias y rutinarias casi con automatismo, una preparando la comida para las dos, una limpiando para las dos, y las dos con esa actitud de muertas en vida, solteronas y tristes, rememorando en silencio un matrimonio truncado en el que habían depositado todas sus esperanzas de felicidad), no se entendía por qué la mayor salía con la menor a ocuparse de estos menesteres domésticos, por qué, si no iba siquiera a abrir la puerta de un local o dirigirle la palabra a nadie, no dejaba que la menor se encargara de todo, como por otro lado debía pasar en muchos ámbitos diferentes. Supuse que la mayor necesitaba que un testigo viera esa relación de sometimiento que tenía su hermana con ella y ellas con su padre. Supuse que eso no lo hacía de hija de puta sino para mantener una posición clara con respecto a su hermana, que al fin y al cabo, es el único vínculo que tenía con la vida. Y que si no actuaba así corría el riesgo de enloquecerse o, peor, diluirse en la nada. 

lunes, 28 de agosto de 2017

Sobre el final de Zelig

Anoche me desvelé. Y mientras daba vueltas en la cama para no levantarme y enfrentar el frío, se me ocurrió, quizá porque era una preocupación que me estaban desvelando,  un cuento en que un hombre siente que pierde su identidad, que abdica de todas sus decisiones, por las decisiones y la promesa de felicidad de otros. Enseguida pensé que el cuento debía ser alegórico o, en todo caso, uno de esos cuentos yanquis en que el personaje un poco parco nunca confiesa lo que le ocurre y a través de diálogos intrascendentes el lector puede colegir que el personaje siente que su identidad se va diluyendo en la identidad de los otros, a través de triviales presiones sociales. Para esto último supuse que había que tener más talento o unos buenos críticos de mi lado. Pero enseguida recordé que ese cuento ya estaba escrito. Escrito y filmado y se llamaba Zelig. Hasta había recibido un premio por sus efectos especiales y por un actor extranjero que formaba parte de su elenco.
Y recordé el chiste del final. 
Zelig tiene una extraña enfermedad, se identifica demasiado con quienes lo rodean. La enfermedad no es tan extraña como su sintomatología: se mimentiza, literalmente, con los otros, toma su aspecto físico. Digamos que por miedo a desentonar se vuelve pelirrojo o morocho o calvo, para referirnos solo a lo capilar. La cuestión es que se enamora de su psiquiatra, que por supuesto y por la época es Mía Farrow. Al final de la película, mientras van cruzando el Atlántico en un avioncito, Mía Farrow, que tenía competencias de piloto, sufre un desmayo y Zelig, que también con ella se había identificado, logra salvarse y salvarla a ella y al avión, gracias a que su mímesis había sido tan profunda que incluía sus capacidades y aprendizajes. Esto, claro, explicado, no tiene la gracia que en la película, pero es un chiste. 
Un chiste cuyo mecanismo se apoya en haber hecho de antemano un verosímil de algo increíble. Cosa de la que pocos chistes pueden jactarse.
Aristótoles sostenía que Edipo Rey era la tragedia mejor estructurada por que en un mismo hecho se daban dos cambios imprescindibles: cuando Edipo se entera quién es, no sólo se produce un reconocimiento (anagnórisis) de quién es en realidad, de que se ha acostado con su madre durante años, de que ha asesinado su padre, de que, al final, el destino que se tenía preparado para él se ha cumplido a pesar de todas sus  precauciones, sino que al mismo tiempo se produce un cambio (peripecia) esencial, porque cambia el curso de la trama: todos los éxitos de Edipo se convierten en un fracaso atroz y además le dan a los hechos anteriores, en los que Edipo había participado como protagonista y activo sujeto, un nuevo significado de meros mojones en un camino escrito, y lo convierte en un juguete del destino, un sujeto redondamente pasivo, en el Fortune´s fool de Shakespeare.
Algo parecido ocurre con el último chiste de Zelig.
Las comedias anteriores de Woody Allen (ésta es de 1983) suelen parecer una serie de gags unidos por un tema en común. Así, Bananas, Robó, huyó y lo pescaron, etc, tienen una particularidad que pese a sus méritos nos deja un poco fríos: todo hace creer que la trama se organiza a partir de los gags o que Allen pensó el plan general ( un tipo abandonado por su novia viaja a un país de Centroamérica y es confundido con un revolucionario y la novia que lo había abandonado se enamora de él, hasta que descubre la verdad) y para armarla se valió de una seguidilla de chistes. En esta película, uno de los mejores o más absurdos está también de Historia de Cronopios y de Famas (el del cambio de la lengua oficial). Un asunto aparte son las películas en que el humor se mezcla inevitablemente con otra cosa mucho más importante y que prevalece, como Annie Hall y aun, mucho después, Todos dicen te quiero. Pero en las comedias que pretenden ser solo comedias, las continuidad está interrumpida por el espacio que hay entre un gag y otro. Esto no puede ser extraño, porque es la estructura del stand-up y Allen empezó así.
Por eso Zelig quizá sea la mejor comedia de Woody Allen. El formato documental le permitió despreocuparse de la continuidad narrativa (cosa que volvió a hacer otras veces, como en Sweet and lowdown).
Pero más relevante es el chiste final de Zelig. Para que este chiste funcione, los espectadores deben haber llegado a la conclusión de que es posible, al menos en el mundo que se nos muestra, que un hombre, dada su timidez e inseguridad, se oculte en la identidad con los otros. Una actitud así es fácil de creer; nosotros procedemos mayormente de esa manera, si no no hay sociedad posible. Pero el personaje pasa de la metáfora a la realidad: se transforma. Cuando, al final de la película, ya nos hemos acostumbrado a esta particularidad de Zelig, Zelig da un paso más y demuestra haberse identificado a tal punto con el otro, que puede hacer cosas que ni siquiera sabía que el otro sabía hacer. Pilotear un avión. Nunca se nos dice que Eudora Fletcher (Mía Farrow) tenía esas competencias; el hecho transforma todas las transformaciones anteriores. Si nos parecía fantástico que Zelig se volviera afroamericano, ahora se torna doblemente fantástico, ahora, una vez aceptado el capricho inicial, el chiste final nos pasa a otro plano. El final resignifica todos los gags de la película y los lleva a un nivel casi religioso o metafísico. Zelig se transforma, no por abuso de una neurosis, sino con un poder que excede el conocimiento humano. Y en ese punto la película se vuelve otra cosa. Y todos los chistes que hay en ella, incluso los chistes antisemitas, con los que Woody Allen juega como en muchas otras de sus películas (porque es de repetirse). La capacidad de que un mero episodio transforme todo lo anterior es uno de los atributos de todas las grandes obras.
La forma documental y el chiste final logran aquello que no habían logrado las comedias anteriores: ser una unidad, y como tal está plena de significados, no solo el que el autor quiso darle: ser una alegoría del fascismo. (En esto se asemeja a Rinoceronte de Ionesco, solo que la película, al disgregarse en tanto chiste, pierde su fuerza alegórica.)



Cotidiana VI

Los otros días viajaba. Manejaba yo. A mí lado, en la silla del acompañante, una profesora que había dado un seminario sobre esas cosas extrañas sobre las cuales las profesoras dan seminarios en las facultades e institutos del país. En la ciudad de Las Flores, donde antes la policía caminera era más coimera que en otros puntos del país, pero hoy ya no, hoy se han retirado a sus aposentos, así que uno puede transitar tranquilamente con su auto fuera de regla por esas zonas a eso del mediodía, había un pibe haciendo dedo. Siempre tuve la fantasía de tener un brazo de maniquí con el pulgar en alto, para pararme en la ruta sin hacer ningún esfuerzo y estar horas haciendo dedo. La idea era ubicarlo debajo de la manga del brazo derecho, para que solo se asomara la mano con el pulgar en alto, así el conductor-viajante- no distinguía el artilugio y frenaba. Nunca lo hice, porque descubrí que ningún maniquí  traía de fábirca la mano en la posición necesaria para pararse en la ruta y tener la esperanza de un viaje gratis.
La cosa es que el cartel del pibe, que sostenía sobre su abdomen, decía Brandsen, y no pude conmigo mismo y frené. Siempre que viajo tengo esta tendencia. Tendría que tener un colectivo. De esa forma podría levantar a cualquiera que se acodara en el borde de la ruta y llevarlo a cualquier parte (que me quedara de paso, claro). Pero apenas tengo un corsa, así que las posibilidades se restringen bastante. Sin embargo, la vida está hecha para quienes abren la puerta. Y el pibe este era una. Se llama Francisco, creo. 
Como veníamos hablando de otra cosa, al principio le costó un poco participar de la conversación. Después, cuando nos dijo adónde iba y qué hacía, no tuvo problemas. Nos contó que tocaba la batería en  una banda, que hacían algo así como temas de jazz con arreglos que parecían antiguos. Nos contó que habían encontrado una cantante: Catalina Peña, dijo. La escuchamos cantar en italiano. Y después la escuchamos cantar en castellano. 
Nos mostraba los temas con su celular, porque no pudimos hacer que de alguna forma el teléfono se concectara con el stéreo del auto. 
Me propuse como manager del grupo, para promocionarlos y llevarlos a tocar a distintos lugares, pero después me arrepentí, por falta del tiempo y de competencias en el tema. Conmigo estaban perdidos, me di cuenta. No les iba a cagar la carrera sin conocerlos. Sin embargo, cuando llegamos a La Plata, después de que él se hubiese bajado en Brandsen, me quedó una satisfacción difícil de explicar: tiene que ver con el gusto por la música, la de haber descubierto algo de casualidad, algo que no es conocido por muchos (no está en eso el placer, sino en que las pocas chances que hay de conocerlo se quiebran por el azar), pero que es válido en todo sentido. La banda se llama Jornaleros blues y es de Las Flores, ese territorio donde Bioy Casares descansaba de sus ocupaciones mundanas.