sábado, 27 de octubre de 2018

Cotidiana VII

Esta mañana tuve que acercarme a la oficina de Camuzzi porque debía ya tres boletas y corría riesgo de que me cortaran el suministro. No sé si realmente eso podría causarme problemas prácticos relevantes, pero sé que el cargo por conexión es un agregado al ya superagregado tarifario del servicio de gas, así que prefería evitarlo. Fui en bicicleta y justo cuando iba a subir el cordón por la bajada del garage (donde supongo guardan los vehículos de la empresa) un auto cualquiera se me cruzó. Tuve que hacer una maniobra nada llamativa, pero incómoda, para subir a la vereda, donde estaba el bicicletero al cual ataría mi medio de transporte. Ya iba puteando entre dientes. Mientras maniobraba el candado, observé que el auto era un remise, cosa que no le quitaba su cualidad de auto, pero me permitía identificarlo mejor y hasta justificar el hecho de que de él bajaban dos mujeres de entre 50 y sesenta y pico de años. Entendí  que una de ellas o las dos tendrían algún problema de movilidad y supuse que no debía, ya después de esos minutos, seguir puteando al conductor. O al menos, no seguir puteándolo entre dientes y hacer otra cosa que tuviese algún efecto en la realidad. 
Enseguida tuve un pensamiento digno de un sabio oriental: para qué me caliento al pedo. 
El chofer, que no se dignó a mover su cabeza hacia ninguno de los dos lados de su cuerpo, permaneció concentrado en la calle que tenía delante hasta que oyó el sonido de la puerta al cerrarse y salió disparando. Las mujeres caminaban lentamente, una al lado de la otra, hacia la puerta de vidrio que yo estaba ya por abrir. En un acto de generosidad temporal que suelo tener, aun los días en que ando apurado, que son muy pocos, sostuve la hoja de la puerta abierta y dejé pasar a las dos señoras. 
Entonces noté que una de ellas ayudaba a la otra. Una era mayor que la otra. La ayudada era mayor que la ayudante. No era ayuda exactamente. No la sostenía del brazo ni le daba apoyo con su cuerpo para que se sostuviera. Era más bien un servicio. Y había en lo que pude ver después y en ese instante una relación de sometimiento entre ellas. Noté el gesto adusto, seco y distante de la mayor. La otra me agradeció el hecho de permitirles pasar antes que yo. La otra ni siquiera me miró. Eran chiquitas, delgadas y se vestían no muy lujosamente, pero prolijas. Las dos llevaban pantalones. 
Primero creí que una era empleada de la otra, una especie de secretaria, y que la patrona había pertenecido a una familia acomodada, que se había acostumbrado durante toda su vida a ser servida y que ahora, perdida su fortuna, le quedaba solo el gesto, la actitud y la secretaria personal. 
Cuando entramos las observé con más detenimiento y con cierto disimulo, porque de haberse notado, se habrían sentido sin duda un poco incómodas. La patrona se sentó en unas sillas dispuestas para esos casos,en la pared que da a la calle; la otra estaba delante de mí en la fila. A las dos las veía por el reflejo de la ventanilla de cobro, opuesta a la pared que da a la calle. Me di cuenta que sus caras tenían rasgos familiares y que debían de ser hermanas. La menor, que yo tenía justo acá adelante, estaba vestida de negro: pantalón negro y pullover negro. La mayor, que se había quedado sentada y que sostenía en una mano una bolsa rectangular blanca y un paquetito en la otra,  tenía un pantalón beige o casi tostado y un pullover claro, de color indefinido. La menor parecía más vital, pero solo por contraste. La otra estaba seria, pero más que seria estaba estancada en alguna expresión que obedecía a otras circunstancias, unas circunstancias que le habían exigido demostrar quién estaba a cargo de una situación y quiénes debían obedecerle; tenía un aire de soberbia bien fundamentada. 
Enseguida pensé que las unía, además de unos padres en común, un secreto horrible.Que ese extraño lazo que yo había descubierto, ese sometimiento de la hermana menor tenía como origen algún hecho inconfesable que la mayor se cobraría perpetuamente. Pensé que podrían ser personajes de Faulkner. Y mientras esperaba que me cobraran, casi me doy a imaginar esas vidas, pero antes se me cruzó una idea más probable. No hay ningún secreto atroz, no hay nada más que la figura de un padre enorme muerto hace mucho, un padre que les dio una educación llena de valores -y preconceptos con los que juzgaban a todos- que había que respetar a rajatabla y que solo se aflojarían cuando el reemplazo llegara, es decir, un marido que le impusiera sus propios valores a las hijas. Un marido para cada una, claro. Un padre como el que me imaginaba no habría consentido nunca una generosidad fraternal de ese tipo ("de ese tipo" significa acá "de esa clase" y no "de ese tipo con el que se casaron"). Entonces cambié de autores y recordé un cuento de Flannery O´Connor y un cuento de Borges que se parecen mucho en el tono y los temas, pero nada en el argumento. Uno es medio cómico, el otro pretende ser serio. En uno le rinden homenaje a un militar de la guerra civil, es un viejo degenerado que está medio gagá y hace desastres y ni siquiera se acuerda de las cosas que le festejan. El otro, el de Borges, está en El informe de Brodie y se trata de una señora que vive de la memoria de un antepasado valeroso. Esos modelos de comportamiento respecto del pasado orgulloso de la familia, se adecuaban más a la idea que yo tenía de esas mujeres que veía ahora empezar a retirarse del local, mientras yo esperaba que el posnet no le dijera al cajero que no tenía cómo pagar el gas.
La menor se acercó a la otra, que todavía estaba sentada, como ajena al lugar y la situación. Le dijo algo, como "Ya está" o "Vamos a tener que apagar las hornallas de noche" o "Nunca más hago esto". La otra permaneció rígida, todavía sin empezar a levantarse, todavía con el gesto estancado. Las arrugas que le rodeaban los ojos eran unos surcos detenidos en una llanura polvorienta; los ojos dos mármoles cristalinos y los cristalinos de los ojos, dos piedras muertas. No hubo una mueca; ni siquiera una mirada hacia otra parte. La menor, entonces, dijo: "Bueno, está bien. Vamos". Entonces la mayor se levantó y enfiló para la calle.
A la salida,  se detuvo adelante de la puerta y no hizo ningún ademán que permitiera entenderse como un intento de abrir la puerta. No estiró la mano, no se acomodó la bolsa ni el paquete, nada. Se paró frente a la hoja aun cerrada y esperó, siempre con su cara de procer, que su hermana menor le abriera. Lo mismo hizo frente a la puerta que da a la calle. Y su hermana menor cumplió con sus aparentes obligaciones.
Una sola pregunta no encontraba una respuesta posible. En cualquiera de las relaciones que yo me imaginé entre ellas (las vi en su casa, en silencio, haciendo cosas nimias y rutinarias casi con automatismo, una preparando la comida para las dos, una limpiando para las dos, y las dos con esa actitud de muertas en vida, solteronas y tristes, rememorando en silencio un matrimonio truncado en el que habían depositado todas sus esperanzas de felicidad), no se entendía por qué la mayor salía con la menor a ocuparse de estos menesteres domésticos, por qué, si no iba siquiera a abrir la puerta de un local o dirigirle la palabra a nadie, no dejaba que la menor se encargara de todo, como por otro lado debía pasar en muchos ámbitos diferentes. Supuse que la mayor necesitaba que un testigo viera esa relación de sometimiento que tenía su hermana con ella y ellas con su padre. Supuse que eso no lo hacía de hija de puta sino para mantener una posición clara con respecto a su hermana, que al fin y al cabo, es el único vínculo que tenía con la vida. Y que si no actuaba así corría el riesgo de enloquecerse o, peor, diluirse en la nada. 

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