sábado, 2 de mayo de 2015

Dos viejos en una terminal se dan la mano con Walter Benjamin



Estoy esperando un colectivo para viajar, sentado en una de los tantas sillas de plástico agrupadas de a cuatro que hay en la terminal. Afuera llueve. Había salido a fumar un cigarrillo, pero también hay viento y entonces también hay frío, así que vuelvo a mi silla y a la espera. En unas sillas que están unos cuantos lugares a mi izquierda, dos viejos hablan en voz alta. 
No esperan ningún colectivo porque no están ahí para viajar, están para pasar el tiempo. Caigo rápidamente en un lugar común y pienso que es curioso que elijan un punto transitorio para quedarse, para no transitar. Pero enseguida me olvido porque uno le cuenta algo al otro. Es una anécdota. Se ríe y empieza por el final, que usa de entrada para contar la anécdota. Le cuenta de alguien que llegó un jueves a la terminal y que no quería irse, aunque había alguna razón que lo apremiaba, pero de todas formas se resistía y se demoraba, entonces una o dos veces por día cambiaba el pasaje para un horario o fecha posterior. Se acercaba a la boletería, el encargado le ponía un sello y volvía a las tres horas, para postergarlo una vez más. El encargado le ponía otro sello y el proceso se repetía. Y se repitió durante todo el fin de semana. Hasta que el domingo el sujeto no pudo más que resignarse y tomar algún colectivo. Solo que ahora, después de tantos cambios, no sabía a cuál debía subir y el papel que llevaba en la mano no podía contarle nada, porque la superposición de sellos y cambios, la mezcla de las tintas lo habían vuelto ilegible. Nadie podía identificar ni la empresa ni la hora ni el día del viaje. Fin de la historia. Risa del oyente. Risa mayor del contador de la historia.
A los cinco minutos -todavía mi colectivo no llegaba- contó la anécdota otra vez. El efecto no había menguado en él, pero sí en su oyente. Después hablaban sobre otras cosas poco claras o poco interesantes. Todo cambió cuando un tercer viejo que venía por el pasillo de la terminal fue advertido por el cuentista de anécdotas y solicitado inmediatamente. 
-Vení, vení, contále la historia del pasaje que no se leía.
El relator había cedido su puesto. El viejo sabía que el recién aparecido era el dueño de la historia, sea porque la hubiese vivido o hubiese sido testigo directo de los hechos o, en última instancia y aspecto decisivo, porque la contaba mejor. 
Benjamin está de fiesta, pese a sus temores y predicciones, el aura está intacta
Es común que las anécdotas tengan UN narrador, no uno cualquiera sino uno en que los demás reconocen al mejor para contar esa historia. Muchas veces el mismo reúne algunas historias más y muchos lo creen el mejor contador de historias entre los conocidos del barrio, de la terminal o del café. Es el que tiene la autoridad (Foucault se enoja) para contar esa historia porque ha encontrado su mejor forma. Al final es una cuestión de forma y poco faltaría para hablar de estilo. Pero es la forma que precisa esa anécdota. Otras precisarán distintas, para expresar todas sus potencialidades. Pienso que me gustan los escritores que no tienen un estilo claro, no son facilmente reconocibles, porque buscan en cada caso los requerimientos de lo que escriben y no una identidad literaria. Después creo que no es cierto y subo al micro.
Sé que los pasajes no los cambian así como así, pero ese detalle es intrascendente.

viernes, 10 de abril de 2015

Inmigrantes aristotélicos

Anoche, casi en vano, intentaba terminar de leer el cuento "A los perros también", de Hernán Ronsino, que figura en la antología transandina "La última gauchada", mientras una telenovela argentina me interrumpía ininterrumpidamente. En el cuento, una narradora ubicable sin esfuerzo en el interior de la provincia o en el interior a secas (al margen las locaciones), cuenta una historia. Ahora no importa esa historia sino la magia de Ronsino para crear el tono propio de una chica del interior, en base a la elección de algunos verbos, la anteposición de artículos y la mención desganada de costumbres que construyen una vida. Desde el televisor, lo que me interrumpía, era la voz de una mujer (quizá de la misma edad que la del cuento) que también era extranjera en Buenos Aires.  Como no soy tan bueno con los acentos, pudo haber significado el suyo que era oriunda de Paraguay, del Chaco o de Jujuy. Quizá el director y el guionista tampoco eran tan buenos como Ronsino.
La chica de la telenovela argentina era (después me di cuenta) igual a otro personaje de la misma producción, aunque de distinto país limítrofe. Su destino era cómico.  Y también igual a muchos otros inmigrantes que pululan en producciones nacionales, jugando el papel de personal doméstico o escudero de algún personaje principal. (Salvo que sea colombiano; para ellos hay un único papel.) Siempre les toca vivir experiencias inverosímiles que refieren con un lenguaje que las vuelve graciosas o debería hacerlo o eso esperan el guinista y el director (y quizá también el canal).
Hay excepciones, claro. Pero habría que hacer un estudio más minucioso para saber si la excepción se cumplió antes o después de haberse levantado a Pampita. Aunque esta excepción se cumple con un requisito: el sujeto en cuestión es más o menos diestro en imitar el acento argentino (=porteño).

Allá lejos y hace tiempo Aristóteles, con una decidida actitud preceptiva, separó durante siglos las formas de representación de los seres humanos y aseguró que no había otra posibilidad para las accciones indignas de personajes bajos que la comedia. Gracias a Borges, que fue bibliotecario de Umberto Eco, se sabe que las disquisiciones de Aristóteles sobre la comedia se perdieron para siempre. Pero al menos nos quedó la mención de que así debería ser, según su clasificación. La influencia de Aristóteles perdura, se puede pensar, porque a estos pobres personajes, inmigrantes de no muy lejos, claro, siempre les toca el papel secundario de amenizar programaciones importantes.
Esto ni es nuevo ni aclara mucho las cosas. Ni es nuevo, se podría decir, porque lo mismo hizo el teatro con el grotesco, aunque el origen de los inmigrantes era distinto. No me atrevería a asegurar que es lo mismo. En parte, por el público que consume (o consumía) una y otra producción. No aclara mucho las cosas, porque lo interesante sería pensar en dónde está la gracia que se le encuentra. 
En el habla, sin dudas, contesta uno. Como ejemplo se podría alegar una publicidad de hace un año, más o menos, de una empresa de telefonía celular. Tampoco es convincente. Alrededor de los 90, Pablo Cedrón (que también ha hecho de Silvio Astier) inventó a Nelson Carmen Gómez, un sexólogo paraguayo. El personaje fue aceptado por las masas, se podría decir, porque llegó hasta el mediodía argentino a través de Nicolás Repetto (si bien había surgido de Cha Cha Cha). Lo gracioso de este personaje era la manera en que se refería a lo sexual, no sólo la manera lingüística. La manera lingüística era un agregado que aumentaba la gracia. Como venía en un combo quizá la cosa se confundía. O quizá no. Quizá el chiste estaba en ser paraguayo y no en los ejemplos extraños que daba sobre la educación sexual. El chiste estaría en la falta de concordancia de género y el leísmo. Pero esto es difícil, porque un español no nos causa gracia y siempre la pifia con el acusativo y el dativo (Cf. Las alarmas del Dr. Américo Castro). O bien el origen del sexólogo era un capricho que nada tenía que ver con la gracia del personaje o era el motivo principal de la gracia del personaje. Sea lo que sea, lo que vino después apoyó toda la gracia en la nacionalidad de los personajes. Y determinó que la suerte de los inmigrantes en el espectáculo argentino esté dictada por un libro escrito hace 2500 años. 



martes, 24 de marzo de 2015

Siempre Kafka

No debe de haber cosa más difícil que escribir algo interesante sobre Franz Kafka. Proponérselo quizá ya sea tan arduo como llevar a cabo la acción, aunque entre una cosa y la otra tenga que haber, necesariamente, mucho trabajo. Han escrito sobre él tantos y tan reconocidos autores que acercarse a hacerlo, supone ya una -en el universo de Kafka- falta propiamente dicha, que si no está condenada al fracaso, al menos, lleva en sí misma la marca de su propia perdición. Y es, para seguir con la imitación, esta naturaleza del intento lo que lo vuelve de antemano inútil.  Digo interesante, porque algo novedoso es imposible y creo, al menos por lo que yo he leído últimamente, los autores que se han atrevido toman una posición que no pretende encontrar una nueva verdad, sino una nueva mirada (léase lectura).
Brod en su biografía, Canetti, Adorno, Lukacs, Mann, Steiner, Nabokov, Borges, Derrida, Deleuze y Guattari, Calasso son algunos de los miles que han escrito algo sobre Kafka. Ahora se suma Luis Guzmán.
El libro de Guzman no es extenso; pero es hondo y pide la atención del lector como una prerrogativa.
Parte de una disputa con Deleuze y Guattari, que viene a ser después el hilo conductor del libro. Para Guzmán, preguntarse por el nombre que se oculta o se revela en la letra K. (J. K., mejor) sí es importante y no es inútil. A partir de ahí nos encontramos con una lectura minuciosa de las cartas, los diarios, las obras del escritor checo. Los símbolos que se repiten (el fuego y la luz), su percepción de la escritura, del lenguaje, del teatro, de su condición de escritor. Guzmán descubre un entendimiento entre las primeras anotaciones del diario (1910), las últimas cartas y relatos (1924) y las obras de 1915. Hay siempre en Kafka, parece, una serie de ideas que no se transforman del todo, que reciben otro tratamiento y otra presentación, pero que son escencialmente las mismas.
Es conocido que Kafka rompió su compromiso con Felice Bauer dos veces, que tenía infinitos conflictos con su padre, que tuvo un vínculo fluctuante con su religiosidad, pero creer que estos pormenores explicarían los aspectos más oscuros y ambiguos de su obra es, además de antiguo, sumamente improductivo. Guzmán no le huye a los problemas biográficos, pero los toma como cualquier otro aspecto en la lectura de los textos de Kafka, buscando, como lo anuncia el título, los distintos Kafkas que esos textos producen.
La influencia de Kafka después de la década del 30 ha sido irrestricta. En general, y como lo aclara Guzmán, esa influencia se ha visto simplificada notoriamente. Dice Guzmán, en la página 111: "(Kafka) No alcanzó a advertir que fue inventor de una "nueva lengua" que, más allá de las barreras lingüísticas, introdujo en el mundo el sentimiento kafkiano -a veces tan difícil de definir que se lo reduce a una relación pesadillesca y laberíntica con la burocracia-."
En su impresionante ensayo "K", Calasso obra más o menos como Guzmán. Lee detenidamente, escrupulosamente, hasta la locura casi, las obras de Kafka y vincula puntos muy distantes de la obra y sus papeles privados. (Es cierto, también, que un poco a la manera de Octavio Paz importa categorías orientales para comprender ambigüedades que no tienen equivalencia lingüística en Occidente.) Pero no hace, que yo recuerde, hincapié en la nueva lengua que crea Kafka. Calasso también parte de la firma y del nombre que esconde, pero su desarrollo sigue otro curso. 
Guzmán pone especial atención en la "Carta al padre", esa pieza delicada y genial que posiblemente nunca haya tenido como destino al Herman Kafka concreto, tal como termina concluyendo Guzmán. Y cuando la analiza, pone el acento en su naturaleza argumentativa, es decir, como parte del discurso legal. 
Es llamativo, porque quizá sea lo más importante en Kafka el hecho de que lo infinito, lo que se demora en terminar, no son sus argumentos narrativos, sino sus construcciones verbales alrededor de cualquier cosa. Hasta que de golpe, sin llegar a una conclusión exactamente lógica, todo lo levantado por el lenguaje se cae como un castillo de cartas, para mostrarse completamente inútil. La Carta al padre podría ser la excepción. Pero baste recordar el episodio de Amalia en EL CASTILLO y Sordini/Sortini o las elucubraciones de Ulises con las sirenas.
Una vez, con mucha pedantería, anoté en un papelito que si uno leía no la obra de un escritor, sino todos sus textos a los saltos, tomando una página acá, otra allá, descubriría eventualmente repeticiones, palabras idénticas, expresiones que se pierden en el fárrago de la lecturas de corrido, que solo podrían significar límites, obsesiones y temas fijos del autor. Que esa lectura, en última instancia, sería más reveladora que una estudiada seguidilla de interpretaciones. Por eso me gustan este libro de Guzmán. Por eso también el de Calasso. Y porque Kafka es una lectura ineludible. Especialmente sus diarios. Hay en ellos una lucidez difícil de encontrar en otra parte, y en los relatos que aparecen ahí, como Recuerdos de un tren de Kalda, un humor imposible de definir.


lunes, 23 de marzo de 2015

Citas en el cine

Recuerdo una entrada en el diario personal de Bioy Casares. El escritor ya tenía setenta y pico de años y anota oscuramente: "a mi amiga y a mí nos sacan antes que termine la película". El lugar de los escritores en el cine, cabe suponer, es bastante incómodo.
Alcanza con hacer un breve registro de películas donde aparecen escritores reales o ficticios; en general, peor si son ficticios. No importan las teorías intermediales (cuyo nombre ya está casi dentro de la ciencia ficción), sino el imaginario cinematográfico sobre el escritor. Y, porque el cine es así, digamos, también televisivo. Entre los muchos aciertos que tuvo Stella Artois -uno es el sabor del brevaje-, las publicidades de presentación del pruducto fueron llamativas. Todas eran iguales, en su sentido general, pero obraban a través de ejemplos distintos. Había una publicidad en especial en la que un escritor, pongamos del siglo XIX, con plumas e iluminado por velas, pasaba noches tratando de terminar un manuscrito. Abollaba papeles y los tiraba en claros arranques de ira, frente a la frustración de no encontrar las palabras para terminarlo. Una tarde, con el fardo de papeles sobre la mesa de un bar, se pide una cerveza y no tiene con que pagarla. Después de un breve pero quizá muy intenso conflicto interno, decide cambiar su fardo de papeles, por una Stella Artois. Corte, escena siguiente, el barman firmando ejemplares (en una sospechosa, caprichosa y ridícula travesía temporal) en una librería. El barman tiene todo el aspecto de un bruto. Incluso, tienen un ojo desviado o un párpado caído, no lo recuerdo bien, como si el televidente no entendiera, para recordarle que ese no era un lector y menos un escritor. A veces, parece, la simplificación, necesita de una sobreabundancia de símbolos. Es la falta de confianza en el destinatario, posiblemente un malentendido sobre el concepto de lo masivo. 
En una de las quizá mejores películas sobre escritores (Wilde) Stephen Fry reproduce el juicio que se le lleva en contra a Oscar Wilde, por sus delitos morales, cuya sentencia lo tendrá dos años sometido a trabajos forzados. En el juicio, una de las pruebas es la tarjeta que el padre de Lord Alfred Douglas, amante del escritor, le había dejado a su hijo. El noble Queensberry no sabía deletrear sodomita y le agrega una "n" antes de la "d".




En una película muy mala en que Dicaprio se vuelve amante de David Thewlis, se usa la misma tarjeta en una escena semipolicial que no tiene estrictamente relación con lo que ha ocurrido en la vida de Rimbaud. Sabemos que la relación con Verlaine fue tortuosa, que hubo un disparo y que el pobre de Paul quedó deshecho, preso y sin su amante, que ahora se dedicó al tráfico por el norte de África. Pero no sabíamos de la casualidad de que en Francia, para la misma época, un autor anónimo incurriera en los mismos errores ortográficos que el noble inglés. ¿Qué hace esa tarjeta prestada en otra película? Yo creo que la respuesta es casi nada, salvo, demostrar que los escritores son superiores, porque conocen la exacta ortografía de la palabra sodomita. Abuso simbólico. Un abuso que solo se sustenta en el pensamiento de que el público ignora redondamente la obra de Rimbaud y la de Verlaine (y, en este caso, también la vida de Wilde) .
En una extraña reproducción de la vida de Kafka, Jeremy Irons encuentra todos sus miedos superados por un experimento médico que se lleva a cabo en el castillo de Praga. Aventura onírica de la cual escapa, para decidirse legar la detrucción de su obra y terminar escribiendo la carta al padre. Max Brod, en este caso, es un sepulturero a quien le confía sus manuscritos para que se deshaga de ellos. (También hay una película checo-argentina, con Jorge Marrale.) Que el albacea de Kafka sea un sepulturero es ya una obsenidad simbólica, incluso para la memoria de Brod, a quien le debemos la obra de Kafka y su primera biografía. La carta al padre, en la escena final, con Irons escribiendo mientras se oye su voz y la cámara se aleja de la ventana de la casita que Kafka habitó en el Callejón de Oro, es un golpe de efecto, porque el final de la carta es el final de la película. Todo está mezclado (Kafka supo que tenía tuberculosis en el 17, se murió en el 24, escribió la carta al padre en el 19, empezó El Castillo en el 22; difícilmente le hubiera confiado a su amigo los papeles para quemarlos si después se puso a escribir una novela inmensa; para la época de El Castillo, un poco antes, le confía todos sus diarios a su nueva amante: Milena Jesenska). Pero no importa, porque las obras de Kafka aparecen desfiguradas en la película y uno tiene la sensación de lo kafkiano. O creemos que el director supuso una cosa parecida. ¿Debíamos sentir que la vida se vincula ineluctablemente con la creación literaria, que sus relaciones son tan simples y unilaterales? (Por supuesto que esta de Kafka, como en la de Borges que hizo Feinmann, hay un juego entre la vida y la obra.) Si confiamos en otras películas en que los escritores son protagonistas, creeríamos que sí. Nicole Kidman interpreta a una insufrible escritora que no puede hacer otra cosa que recordar su vida para escribirla; Woody Allen juega con ese imaginario o cae también en él, para jugar con otra cosa en Descontructing Harry. Así hay más.
En parte, los norteamericanos y su literatura tienen la culpa. Pero esa culpa es completamente mitigada por los horribles planteos a los que nos somete su cine y su televisión, en cuya imitación nos vamos hundiendo irrefrenable y pacíficamente. 
Una de las reglas que Schopenhauer proponía en esa versión alemana de la Retórica de Aristóteles que se llamó "El arte de tener razón", aconsejaba exagerar los argumentos del opositor casi hasta lo absurdo, para mostrar su invalidez (esto era un truco; la validez no era cuestionada en realidad con esa artimaña). Por esa razón, es más entendible todo con el peliculón "Descubriendo a Forrester", en el que Sean Connery interpreta a un escritor compuesto en exactas proporciones de J. D. Sallinger, Sean Connery y Paulo Coelho, quien, traumado después de tener un éxito abrumador en la década del 60, se recluye en un departamento del Bronx, donde conoce a un muchacho negro, talentoso y prometedor y donde además hace genialidades como ponerse las medias del revés, porque las costuras molestan del lado de adentro.
Al margen su manera de ponerse las medias y el saber enciclopédico del joven talentoso jugador de básquet-escritor, hay dos escenas que son esclarecedoras. En la primera, Forrester (Connery) se dispone a darle clases de escritura al joven prometedor. En un escritorio hay dos máquinas de escribir -como Laiseca, odia las computadoras- enfrentadas. Se sientan uno en cada una. Y Connery empieza a tipear y le pide a Wallace -joven prometedor- que haga lo mismo, que se deje llevar, que lo haga golpeando las teclas que eso es lo importante y se produce entonces una escena más propia de un video clip que de una película con una trama narrativa. Connery termina de escribir en un minuto una página entera -mientras le hablaba y le gritaba al joven prometedor. Connery ha tenido un impulso creador y después de la inmóvilidad de su alumno le da un memorable y cursi consejo, que tiene forma de aforismo.
En la segunda, Wallace está en la escuela privada de clase alta a la que accedió por su condición de deportista también prometedor y donde, además, nadie le cree que sepa tanto de literatura, aunque los únicos que sabemos eso somos los espectadores, donde, en realidad, a nadie le importa que sepa algo que no sea jugar al básquet. En una disputa con un profesor tiene lugar un duelo literario bastante curioso. El joven del Bronx reconoce una cita de Coleridge que un vetusto profesor copió en un pizarrón. Como el joven del Bronx ayuda por lo bajo a un compañero, el profesor se enoja con él y él, que es orgulloso, porque sabe todo lo que sabe, lo corrige. Ahí nomás empieza el duelo, que consiste en reconocer citas literarias. La cuestión es que cuando el profesor comienza con una cita, el alumno la reconoce al toque. Dice la primera palabra: "El hombre es el único.." y el alumno: "animal que se sonroja". Después aclara que pertenece a Twain. En primera instancia parece poco probable que sea de Twain la única frase que empiece con "El hombre es el único", pero eso da cuenta de lo segundo. Para el cine, en general, hay un saber liteario y ese saber literario está compuesto de un cúmulo de citas compartidas por un grupo de personas. Nada más. Es tan improbable como lo primero que todos encuentren que la misma frase sea ingeniosa y plena de sentido, memorable y lúcida a la vez, una cita digamos, y no otra cualquiera. Pensemos que en general, para quienes nos agrada la lectura, los buenos lectores son justamente los otros.
La escena (de la película en la que, por otra parte, no se ve leer a nadie, ni siquiera a Wallace, aunque haya libros y se hable de literatura) es absurda. Y por eso mismo muestra con claridad (incluso puede ser tomada como una alegoría ese absurdo) de qué manera circula un saber, un arte o un saber sobre un arte o cualquier otra cosa que pueda ser tomado como bien cultural.
Otro detalle: Avalon landing, el libro mítico que había publicado Connery, es un hecho de su propia biografía, la transfiguración de la muerte de su hermano.

Es sabido que tanto la individualidad creadora tal como la conocemos y la idea de genio son productos del romanticismo; que la imcomprensión social, la soledad en la multitud y otros rasgos simpáticos del artista le pertenecen a los movimientos inmediatamente posteriores; el ingenio absurdo y la estridencia, a la vanguardia; y así. Mucho tiempo después, un siglo y medio, digamos, aparece otro tipo de escritor, que puede no distinguirse del resto de los mortales, que puede ser en todo lo demás como el kiosquero y ser el kiosquero, pero escribe (enseguida sospechamos que no es como el kiosquero y que lo de no distinguirse del resto de los mortales es una impostura o una condición económica, dada la coyuntura del mercado editorial). Es un genio, pero su genio consiste en básicas ocurrencias  (y esto no tiene que ver con sus capacidades intelectuales). Si es posible, graciosas. Sin embargo, el cine no nos permite (quizá nosotros no lo toleraríamos) un escritor que se siente a pensar y a escribir y sea una persona como cualquier otra (quizá solo el William Hurt de Smoke). La idea de un genio sin tortura, sin un apasionamiento descontrolado como un rockstar es más o menos inadmisible en nuestra cultura, lo cual no excluye que en realidad los grandes genios hayan tenido sus rarezas.  Al mismo tiempo, nuestros contemporáneos no actúan como los clichés del cine norteamericano, o si lo hacen suelen resultarnos insoportables y consideramos -no quiero exagerar- que lo que escriben no les permite darse esos lujos.
Tener el porte del genio atenta contra la lectura de la obra. Esto no es aplicable a los muertos.

viernes, 20 de febrero de 2015

Dublinescas de Dublin




En Mar del Plata hay un local que es un todo por dos pesos, pero también una librería y una disquería. En el rincón que es una librería, cuyas bateas se asoman a la peatonal, me encuentro con un libro a 30 pesos (también hay libros más económicos). Es de Vila-Matas, que ha estado no hace mucho en nuestro país. Es una oferta que no se puede despreciar. Es un autor que no he leído nunca (cada vez son más los autores que no he leído nunca). En parte, por un prejuicio con todo autor español que no haya nacido en el siglo de oro; en parte, quién sabe por qué. Lo primero que noto es que la fotografìa de la solapa no carece de dinámica: parece la de un exibicionista a punto de abrir el sobretodo y dar a la publicidad todo lo que tenía guardado. Creo que esa idea influyó en la lectura de la novela.
El argumento es mínimo; los símbolos y referencias, muchos. En general, las mejores novelas son así. O quizá no. Quizá, desde la influencia que ejerció el mismo Joyce, haya surgido eso que se llama metaficción, que más tarde explotaron teóricamente los franceses  y hemos repetido todos. También están las otras grandes novelas. En esta, un editor cuasi jubilado, inventa un viaje para zafar de una conversación y termina concretándolo con sus amigos. En el viaje celebrará un funeral por la era de la imprenta -muerta a manos de la era digital- y teme encontrar realizado un sueño que le anuncia su recaída en el alcohol. Eso es todo. El viaje es a Dublín.
Cuando hubiésemos pensado que ya no había nada más que sacar del Ulysses, Vila-Matas escribe esto. Lo hizo ya hace cinco años, pero para nosotros es igual.  De todas formas, no todo es Joyce, porque hay mucho irlandés en la literatura y un gran ausente en esta novela. Aunque de origen norteamericano, mientras leemos la novela, nos parece que J.P. Donleavy debía aparecer. Hay además mucho escritor y mucha literatura en ella. Samuel Riba protagonista parece haber publicado a todo escritor más o menos reconocido mundialmente y haber cenado al menos una vez con cada uno de ellos. Comentarios, reflexiones y aforismos tomados a la ligera, una teoría de la novela y un dictamen sobre el futuro del libro como objeto material. Eso es la literatura. Después, los problemas domésticos de Samuel Riba, que tienden un puente, en realidad, a la segunda parte, fabricada sobre el molde del sexto capítulo de Ulysses, el del entierro, donde aparece el misterioso personaje del Mackintosh. Eso sería la intertextualidad, que el protagonista enuncia como una necesidad de la novela en el principio, cuando vuelve de su viaje a Lyon. Acá, Vila-Matas obra un poco como Piglia en Respiración Artificial: propone una carencia o una necesidad (en el caso de Piglia, la inexistencia de la novela epistolar en la Argentina) y después contruye una novela que suple esa carencia o esa necesidad. Claro que en el caso de Piglia todo parece más justificado que en este (aunque si tomáramos El ingeniero, de Wilcock, tendríamos que decir lo contrario, pero estaba escrita en italiano). La cosa es que el narrador (o el mismo Vila-Matas, eso nunca se sabrá) contruye con muy buena mano una serie de coincidencias intertextuales que son las que hacen que la novela se vuelva más entretenida. Pero estas coincidencias no son simples correspondencias, porque sino sería muy pava.
La novela tiene tres partes y tres escritores principales. Las partes y los escritores no se corresponden específicamente. Joyce, Beckett y un tal Vilém Vok. Sabemos que los dos primeros no son imaginarios, pero del último, dice el mismo Vila-Matas en una entrevista, que se carteaba con él hace tiempo y  después le perdió el rastro, que había sacado parte de lo que cita en el libro, de unas publicaciones parisinas. Es un poco dudoso, y muy poco importante si es imaginario o no. En la misma entrevista aununcia que un lector sagaz ha propuesto que Vok es el narrador de la última parte de la novela. Yo no soy tan sagaz. 
En la primera parte, además, se habla mucho de dos poetas irlandeses y un emblemático hotel de Nueva York, donde estos dos (Dylan Thomas y Brendan Behan) se emborracharon hasta el final. 
La segunda comprende el viaje a Dublin en el Bloomsday. Ahí todo es referencia al sexto capítulo de Ulysses. Riba, que es Bloom de a ratos, va repitiendo de alguna forma los hechos del famoso capítulo del cortejo fúnebre. Está con sus tres amigos (parece que uno de ellos es Fresán) y aparece también un misterioso extraño que nadie sabe quién es y que puede ser un fantasma. Porque también se cita varias veces la definición de fantasma que hay en la novela de Joyce. Siempre me imagino que esa cita habría pasado inadvertida si no la hubiesen recogido Borges y Bioy. Lo que pasa, en cambio, es que el sujeto se parece a Beckett, que rondará la tercera parte. Hay una disquisión sobre el famoso personaje del Mackintosh y se cita también la teoría de Nabokov, que suponía que era el mismo Joyce que se había puesto en su novela, como hacía Shakespeare o Velázquez. Esto le servirá al narrador, para solucionar de forma imagianaria el problema del protagonista, no haber encontrado nunca un escritor genial para publicar.
La tercera parte es todo resignación y frío, recaída y aceptación de la vejez, el final, las cosas perdidas y el silencio.
En la contratapa se pronóstica un "sorprendente humor", que yo no encontré, salvo en fragmentos puntuales. Todo parece una parodia reflejada en la parodia que el protagonista quiere hacer de un funeral. Todo termina siendo trivial, hasta la transformación budista de la mujer de Riba. Esto no es un juicio moral, claro.

Anotación circular 1: En la novela también se habla de algunas películas. En la página 43, hay este fragmento: "Cuando, en la secuencia más memorable de la película, Spider trata de saber quién es, le vemos llegar a tejer una maraña de cuerdas en su habitación, como una telaraña mental que parece reproducir el pavoroso funcionamiento de su cerebro. En cualquier caso, estos dificultosos intentos por recomponer su propia personalidad se revelarán enseguida como ineficaces". Spider es un film de David Cronemberg. No puedo dejar de pensar en el capítulo final de Rayuela. Y me sorprende que el propio Vila-Matas no haya establecido esa intertextualidad, y me sorprende que busco en la web y parece que nadie ha comparado las dos escenas. Sin embargo, inmediatamente después de Cronemberg, aparece la mención de otro film, uno de Antonioni, que tocaría el mismo tema (un personaje que no tiene lugar en este mundo). ¿Será la memoria tan perversa como quería Freud que no le dejó recordar Rayuela y sí un director que le había filmado un cuento a Cortázar?

Anotación circular 2: En Hamlet, al principio, entre la niebla, aparece el fantasma de su padre. En Ulysses aparece el misterioso personaje que sería Joyce (según Nabokov) en el cementerio, pero además aparece algo que se vincula con Hamlet, el famoso Agenbit of inwit, que recorre toda la novela. Stephen Dedalus sufre este remordimiento de conciencia por no haber dicho lo que se espera que dijera en el lecho de muerte de su madre. Hamlet, tiene constantes remordimientos de conciencia (y una importante locura) por no haber estado junto a su padre cuando murió traicionado. En Sombras sobre un vidrio esmerilado, que es un monólogo interior y cuyo final remeda inversamente el final del monólogo de Molly Bloom y hay un personaje que se llama Leopoldo y la narradora (o pensadora) también siente una aflicción vinculada al lecho de muerte de su madre; esta vez, por lo que estuvo a punto de decir su madre y no pudo.

Anotación circular 3: La enemistad entre franceses y británicos es legendaria o inmemorial o al menos bastante antigua. Las diferencias culturales también aparecen en la mente del protagonista como una solución: Riba pretende dar algo que llama "El salto inglés", para zafar de la influencia francesa. En el libro La Rive Gauche, de Herbert Lottman (que vivió, desde 1956 hasta su muerte, en París, pero tenía su corazoncito sajón) se lee lo siguiente: "Hubo también un discurso de Édouard Dujardin, simbolista un tanto caído en el olvido y quizá más conocido fuera de Francia, pues se había afirmado que el monólogo interior de su obra Han cortado los laureles (1888) había inspirado a James Joyce. " Es extraña su reticencia; existe una carta de Joyce a Dujardin agradeciéndole esa inspiración.

Anotación circular 4: Samuel Riba hará unos funerales paródicos por el final de la era Gutemberg (él mismo se siente el último de una clase de editor que ya ha desaparecido). La novela, en parte, y más allá de la parodia, es una gran elegía. Ulysses es la cima de esa era que se muere. Y también muere, por supuesto, un tipo de escritor (y de lector). Vila-Matas ha leído y lo cita, el volumen Lecciones de Literatura Europea, de Vladimir Nabokov. Otro que ha leído otras lecciones, las rusas, de Nabokov, es Fabián Casas, que a pesar de sus advertencias, en su último libro de ensayos (La supremacía Tolstoi) sigue de cerca la lectura que hace el ruso de Ana Karénina. Pero su libro Ensayos Bonsai empieza con un relato confesional sobre la lectura de Rayuela (¿a los once años? Estoy citando de memoria). Al final del relato, cuenta que la noche anterior vio la entrevista del programa A fondo que le hacen a Cortázar y lamenta, hasta el llanto, que se haya muerto un tipo de escritor que ya no hay más y que esa muerte signfica seguramente la inexistencia de una época pretérita (digámosle el escritor moderno, el del relato certero y sin dudas de la literatura sobre la realidad).



miércoles, 28 de enero de 2015

Breves comentarios sobre grandes libros, aunque no hay que exagerar.

A falta de tiempo, buenas son las salidas fáciles. Ahí van:


Minga!, de Jorge Di Paola: Mucho me habían hablado de Di Paola y como un ignorante, yo lo ignoraba honradamente. Me dijeron, esta novela es buenísima. Claro, es buena. Pero el personaje Jorge Di Paola quizá la sobrepasa. La información está en todas partes, así que no repito. 
La novela se publicó hace treinta años casi y se reeditó hace poco en una colección que dirige Piglia, amigo del autor. En el prólogo Piglia sostiene que es una novela romántica y está llena de humor y frescura, como si hibiera sido escrita ayer (esta última comparación seguramente no es de Piglia y la puse yo). Es cierto que es romántica, es decir, hay una historia erótica que atraviesa la trama. El amor de Pablo von Paulus, que se resuelve de una manera abrupta y un poco absurda, es correspondido solo como un juego por su amada, que no sabe por qué lo quiere o no lo quiere, indistintamente. 
Es cierto que está llena de humor: los juegos con el narrador, autor y puntos de vista son permanentes y servirían para estudiar algunos conceptos de narratología, si no fuera tan aburrido hacerlo. Los juegos de lenguaje son menos, y por eso más eficientes. Hay escenas que son gags (como la entrada ecuestre del chacarero que pretende robarle el amor al protagonista). Hay partes que son absurdas y que dan marco a la novela: al principio, Pablo von Paulus está conmovido por la noticia de que su amigo ha muerto en Brasil, donde lo esperaba para vacacionar; ha muerto decapitado por una teja que salió volando en medio de la tormenta, lo que supuso un ahorro, ya que acomodaron el cuerpo en un recipiente más chico, poniéndole la cabeza sobre las piernas, cuando lo repatriaron.
El protagonista es científico y tiene una teoría, pero no sabemos de qué (o yo no recuerdo ahora de qué); y también tiene una gallinita de plástico que pronostica el clima, durante toda la novela, en el bolsillo, mientras viaja por playas bonaerenses poco precisas (tal vez por Claromecó, porque hay un faro).
Es cierto que está llena de frescura. Cuando un autor domina el juego de la narración y se torna evidente que hace lo que quiere, la escritura parece reciente. La misma sensación se tiene con Gógol o con Machado de Assis de Blas Cubas o Quincas Borbas. Nunca se dejan dominar por los requerimientos de la obra. Antes están ellos sometiéndola.


El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura: Extensa novela, intensa novela. Narra la vida de Ramón Mercader del Río y los últimos años, los del exilio, de su víctima: Liev Davídovich Trotsky. Trotsky sale de la novela como un héroe, casi intachable, salvo por los comentarios últimos de otro narrador que aparece. La novela juega todo el tiempo con los puntos de vista y un mismo hecho se narra más de dos veces. Al final, a uno le queda un horrible sabor a desengaño, aunque conozca vagamente la mayoría de los eventos que aparecen en la novela. Más que a desengaño, a derrota. La derrota del sueño más grande de la historia, el de una sociedad justa. Parece una gran disquisición sobre la frase maquiavélica de que el fin justifica los medios. Cuando no se sabe cuál es uno y cuál el otro. Hasta la guerra civil española cae en la trampa de Stalin.
 Ramón Mercader, en cambio, es la figura más interesante de la novela, por supuesto, porque siempre es más interesante el asesino. Pero el manejo narrativo de Padura hace que en algún momento, quizá en todo momento, le tengamos lástima y creamos que también el asesino fue una víctima. 
En la novela se cuenta que Trotsky, la anteúltima vez que vio a Jacques Mornard, falsa identidad de Mercader, sospechó de su nacionalidad y la pareció un tipo raro. Son tres frases que me hicieron pensar que estaban demás, que volvían a Trotsky un personaje inverosímil. Después de tantos cuidados, de casi la paranoia y de haber perdido a casi todos sus hijos gracias a la gratitud de Stalin, que volviera a ver a un tipo que se mete en su casa que es una fortaleza y permanece solo en una habitación con él, sin la guardia permanente que tenía, me pareció que estaba fuera de lugar. No iba con el personaje lúcido, fuerte y magnético que había sido durante todo el relato. Un día después de acabada la novela, me veo un documental que hay en Youtube, que se llama  Asesinato de León Trotsky y tiene once partes. En una de ellas, un tal Yuri Paparov, ex agente de la KGB, cuenta que el viejo le confiesa a su esposa Natalia que desconfía de Jacques Mornard porque no puede ser que un belga educado, hijo de diplomáticos, actúe de la forma en que lo hizo cuando estuvieron solos en su despacho. Entonces pienso, como ya han pensado muchos, que la realidad no siente ningún reparo por no parecer real, no precisa ser verosímil.
En el documental aparece Sieva, el nieto de Trotsky que se encontraba la noche en que veinte hombres entraron a matarlo -unos días antes de que efectivamente lo matara Mercader-, Monsivais, el bueno de Vazquez Montalbán y muchos otros.
El hombre que amaba a los perros es Mercader y también Trotsky y también el narrador. Y quizá también nosotros, que tenemos algún costado por el que nos brota la piedad y el amor, aunque nuestra vida se construya sobre el resto.

Sueño profundo de Banana Yoshimoto.
El libro está compuesto por tres cuentos que revuelven el mismo tema. Un o una joven han perdido un ser querido: Sus vidas se desbarrancan o pierden dirección, hay algún punto en que se encuentra una solución, una salida o una entrada. En los cuentos, parece que se empieza a mover nuevamente la rueda que se había detenido. Las tres historias están centradas en ese momento previo, más el recuerdo fragmentado y no del todo dicho del instante de la pérdida, en los sentimientos que los personajes callan o profundizan o no logran comprender. Me han dicho que Murakami está sobrevalorado y hay que prestarle atención a Yoshimoto. No dudo de lo primero y encuentro una leve explicación a lo segundo, pero no parece que la distancia que existe entre ellos sea insalvable. Me han dicho que Yoshimoto aseguró, frente a la fama de Murakami, que sólo tenía un buen agente literario. El problema es que yo no los encuentro tan diferentes. Son los peligros de la ignorancia cultural. Japón está tan lejos que sus diferencias se diluyen. Todo es facilmente generalizable y homologable. De ahí a la xenofobia, hay un solo paso; por esa razón trato de andarme con cautela y si me dicen que Yoshimoto es mejor que Murakami, lo repito.
Las historias que, con un aura intimista y densa, intentan reflejar el incomprensible azar de la vida, con sus pérdidas insensatas y sus ganancias muchas veces aberrantes, están narradas con talento. La mano sutil (sutileza que en varias ocasiones parece contradicción) de Yoshimoto nos permite leer el descubrimiento paulatino de un sentimiento que debemos pensar incomprensible, intransferible o simplemente esquivo, que no se deja apresar en la primera descripción. La muchacha de Sueño Profundo, el cuento que titula el volumen, no hace más que dormir, y no sabe realmente a qué se debe. En algún lugar perdió el sentido estar despierta. Tiene una amiga que se prostituye de una forma extraña en la que no interviene el sexo. Después, empieza a retomar su vida.
Los dos cuentos restantes, más allá de las distancias, son idénticos.

El traductor, de Salvador Benesdra.
670 páginas de una prosa extraordinaria. Al principio, cuando leí el prólogo de Elvio Gandolfo, lo creí exagerado, porque postulaba que esta era una de las mejores novelas escritas desde 1810 (en Argentina, claro). Creí que como muchos, debía erigir como un talisman un escritor muerto que fuera más o menos oscuro o no del todo conocido. Benesdra se tiró de su décimo piso y no publicó más que esta novela y otro libro. Parece que no se equivocaba (Gandolfo, pero quizá Benesdra tampoco). Es una novela grandiosa, con la respiración, si puede decirse así, de las grandes novelas del siglo XIX, no sólo por su extensión.
Podría decirse que es una novela sobre los años 90 (está escrita en esa época, así que podría decirse que es una novela realista). Pero al mismo tiempo es una novela sobre los vericuetos del alma erótica del macho argentino. Intercaladas con lirismo y humor están capítulo a capítulo, la historia social (las aventuras de un traductor en una revista de izquierda que se está destrozando por los nuevos tiempos empresariales, y las dificultades ideológicas del personaje en un país en el que el sindicalismo es siempre taimado) y la historia individual (la trama y obsesión erótica del personaje por lograr que su novia llegue alguna vez al orgasmo; y también los juegos de poder que intervienen en esa relación), que en un punto se entrecruzan, generando algo así como el clímax de la novela.
Ricardo Zevi (personaje de la novela) es casi un alter ego del brillante periodista Salvador Benesdra, y algunas acciones del libro, incluso algunas un poco disparatadas (como la del psiquiátrico) parecen haberle ocurrido al autor.
Por oposición a los cuentos de Yoshimoto, en esta novela sí hay una descripción extensa, profunda, sutil y variada de los sentimientos de un personaje. 
Si no recuerdo mal, ninguna de las 670 páginas parecía no tener que estar ahí. 

Las chanchas, de Félix Bruzzone. Extraña novela que ocurre en Marte, que se parece a un suburbio de Buenos Aires, ubicado no muy lejos de Córdoba. Unas chicas son secuestradas pero no son secuestradas en realidad, hasta que todo indica que sí fueron secuestradas. Un pusilánime marido, un amigo chanta y un poco perverso, una esposa desdibujada, como un fantasma, incluso cuando se vuelve narradora, un impulso neohippie y la complicidad de todos con una farsa que no tiene sentido: las chicas secuestradas se muestran en público y nadie parece darse cuenta. Pese a toda la extrañeza es una novela doméstica, casi familiar.