viernes, 5 de diciembre de 2014

Entre el placer interminable y un vago recuerdo de Lacan

Hace un tiempo Emmanuel Horvilleur se preguntaba "¿Y dónde están esas radios modernas/que pasan esa música que me hace tan bien?" No sé si era una pregunta que incluía un planteo sobre la organización cultural de un mundo post globalización y fin de la historia o una pregunta sumamente estúpida. La musiquita que la acompañaba era pegadiza y había en ella un dejo de muchas otras canciones más o menos identificables. Pero eso no es importante más que por la pregunta. Hace un rato entro a un kiosco y tengo que esperar un rato hasta que me atiendan. Unos diez minutos digamos. Hay una radio prendida y en la radio prendida hay una canción y esa canción podría clasificarse en un estilo que yo ignoro pero que englobo con el nombre de reguetón. Sé que no es correcta mi taxonomía (también sé que no me interesa que lo sea). Es un tipo de música notoriamente monótona, en la que un cantante con la voz un poco metálica, gracias a los efectos de algún sintetizador básico, cuenta una especie de historia romántica en la que él, cantante y narrador -esquemáticamente narrador-, le muestra, le enrostra (qué buena palabra, anterior a la tonta expresión yanqui in your face) a una mujer que a pesar de todo el despecho, él sale ganando y está lleno de minas que lo desean, se le suben encima, se enfiestan con él y así, inderfinidamente. Es un tipo de canciones que solo está completa si uno ve un video clip de cualquiera de ellas. Yo he visto algunos al pasar en algún canal de televisión. Un tipo con ropa holgada, gorra, lentes, preferentemente calvo y más o menos atlético, lleno de joyas (versión latina y aggiornada de Míster T), junto a un coche tuneado, permite que en actitud casi pornográfica un colectivo de chicas con grandes curvas y en bikini se frieguen contra sus pantalones grandes, mientras el plano general de una mansión norteamericana (californiana, pero su epicentro imaginario está en Miami) oficia de telón de fondo. Hay una clara relación entre esos culos que se zarandean y la mansión y el auto y los collares fálicos del cantante.
No me espanta la pornografía; me espanta la gente que no le gusta la pornografía y mira impasible el programa de Tinelli y estos videos, y al mismo tiempo se opone a la trata de personas. (Por otra parte, para que nuestros queridos hijos vayan naturalizando esta estética, nos enchufan  en un ámbito distinto el GTA. No es un comentario moralista -nada más lejos de una persona tan indolente como yo-, es el registro de dos cosas simultáneas que me cuesta creer que sean casuales.)
La cosa es que en esos diez minutos alcanzo a escuchar en la radio dos (¿o tres?) de estos temas. Y vuelvo a una conclusión un poco añeja: entre uno y otro no hay solución de continuidad. Parece un largo e infinito tema que suena en la radio todo el tiempo, las 24 hs del día, los 365 días del año.
Y entonces, quizá con poco de autosuficiencia, me pregunto cómo una persona puede estar escuchando una radio así todo el día.
Muy fácil: por placer. Le gusta esa música. Sí, pero esa música consiste en no variar, ni terminar, ni empezar, en ser un todo que no se define. Vuelvo a preguntarme pretensiosamente si no era esa la metáfora sobre Dios que tanto le llamaba la atención a Borges. Qué sé yo. Pero es cierto que un placer interminable debe terminar convirtiéndose en una pesadilla. Si no recuerdo mal, para Lacan, la fobia es una defensa contra el deseo de la madre, frente a la posibilidad de quedar atrapado en el goce de la madre. 
El goce está del lado de la muerte. Del otro lado está el deseo. Como una reformulación de la pulsión de muerte y la pulsión de vida de Freud. No en vano Freud había empezado sus elucibraciones sobre los dos principios a partir de la REPETICIÓN de los sueños traumáticos de los excombatientes de la primera guerra y de sus propios sueños recurrentes sobre la muerte de su padre. 
Para mí esa música, esa música interminable, está del lado de la muerte. No es un juicio estético ni moral: es puro y simple (para ponernos lacanianos) terror. Por ejemplo, la sola perspectiva de una relación sexual sin orgasmo -no que no se alcance por cualquier razón, no la insatisfacción de no llegar, sino que en su planteo esté excluido-, que consista solo en los movimientos mecánicos de una fricción sempiterna es, sin dudas, atemorizante. Si no hay un punto al menos simbólico que lo organice parece un encierro perpetuo. Por algo los griegos inventaron ese castigo absurdo de Sísifo o de Prometeo. Si algo se vuelve perpetuo pierde todo sentido. Como la vida de los dioses.



Noticias alterativas: Tengo la sensación nada precisa de que Daddy Yankee y su canción Gasolina (algo así) instauraron de ahí en más todo un canon, si se puede decir. Eso fue en 2004. El mismo año que salió a la venta el GTA San Andreas en Estados Unidos y se propagó por todos lados. Daddy Yanqui presta su voz para alguna cosa del GTA IV. Así que nada es casual.
Mucho menos esto. El verdadero nombre de Daddy Yankee (que sería, casi nada lacanianamente, el gran papi) es, ¡ja!: Ramón Ayala, así que ahí va uno:



jueves, 13 de noviembre de 2014

Cotidiana III

De remisero a inmortal en un mismo recorrido

Hoy me tomé un remise, cosa que nunca hago. Lo tomé porque le había prometido a mi abuela que la llevaría a jugar a las cartas con sus amigas y como esa es su forma de sobrevivir, cumplo. Caminé hasta la remisería y una señorita que sorbía un mate con desmedido ahínco (suponemos que se le había tapado la bombilla al momento de entrar en el local) me indicó con la mano el chofer que me había deparado el azar. 
Primero me llamó la atención que se disculpara por estar limpiando el baúl de una Kangoo, que era el remise en cuestión; después, que me abriera la puerta como a una dama y me invitara a entrar. Era un tipo alto como yo, morocho, curtido, que tenía un tatuaje en el brazo derecho, un verdadero tatuaje, uno de esos tatuajes con las líneas azul oscuras muy difusas, líneas que formaban un corazón rodeado de algunas iniciales y unas flechas. Un tatuaje en serio, no esas pseudo obras de arte con que queremos decorarnos nosotros en un acto que nos hace creer que tomamos decisiones difinitivas. Hablaba con mucha calma.
Me senté, le declaré un itinerario (iríamos a buscar a mi abuela, la llevaríamos a la casa de una de sus amigas y volveríamos hasta una esquina donde yo iba a bajar) y conversé sobre el clima. Cada vez que converso sobre el clima, del que no entiendo más que el ciclo del agua y mínimamente, me siento una persona normal, un adulto. Creo que mi concepción de un adulto es esta: una persona que apela a todas las convenciones para comunicarse y que manejándose con esas pobres herramientas se persuade de que conversa.
Después que dejamos a mi abuela en la casa de su amiga, como si fuera algo que tuviera que explicar le confesé: tiene 92 y se junta a timbear. Mi abuela nos echaba desde la puerta, asegurando que ya le abrían. Entonces el remisero empezó a hablar. Ahí me di cuenta de que además de la piel cetrina, de los dedos mochos y gruesos, de las manos trabajadas por el esfuerzo, tenía el pelo gris, prolijamente tirado hacia atrás y los ojos claros, la boca con un rictus hacia abajo, como quien se la pasa serio porque no se ríe, porque no conoce el concepto de diversión, sino el de descanso. El tipo era una efigie.
La voz calma empezó a reflexionar sobre la longevidad de mi abuela, con esa austera habilidad que tienen muchas personas para recortar la realidad, que suele dejarnos con la boca abierta.
La gente de antes, me dijo, era más sana. Por eso vive más. Mi abuela materna murió cuando yo tenía trece años. Tenía 112. Había venido hasta acá corrida por Cafulcurá, desde Alvear y Bolívar. Yo me crié en el campo. Y siempre me gustó saber las historias de acá. Su marido se llamaba Gómez (lo que a mí no me decía mucho) así que ella era Brigida de Gómez. Se instalaron en una calle por allá. Azul era un rancherío y todo estaba de la plaza para aquel lado.
Como yo no podía creer lo que me contaba, se puso más específico. 
Mi padre el difunto era policía. Yo no llegué a conocer a mi padre. Era policía de a caballo y sable. Lo mataron en una emboscada, en el boliche del dos. Lo mataron el 24 de febrero de 1947, una hora antes de que yo naciera. Se había armado una pelea con unos pampas y los mandaron a él y a mi tío a resolver las cosas. El boliche del dos quedaba en la San Martín y Laprida, es ese caserón que está en la esquina (enseguida lo ubiqué, porque había estado en esa esquina unos días antes), pasando el arroyo. Parece que mi padre el difunto fue hasta allá y lo esperaron abajo del puente y le pegaron dos tiros. No sé cuántos años tenía cuando lo mataron. La comisaría estaba adentro de lo que ahora es el juzgado.
La voz del remisero progresivamente se había separado del cuerpo del remisero, que ya era un monumento y no el remisero mismo. Ya no era su voz sino la voz de toda una comunidad y aunque no tenía ni un rasgo de habitante originario todo se me había mesturado -para usar una palabra de mi abuela- en la memoria de la que él era parte. Había malones y carreras entre el polvo y tipos con traje, sombrero y cuello duro, edificios que se iban levantando y la chatura del campo con los días muy largos. Todas imágenes que no me interesaron nunca porque se parecen a las de la tradición. Me siguió el relato de lo que a él le habían contado que era la vida de su padre como policía. Quise saber en qué año había nacido su abuela, pero como no pudo responderme hicimos un cálculo. Supuse que una memoria colectiva sabe de fechas pero no cuenta los años. 1848 era el resultado.
Le hice unas preguntas sobre algunos hechos que me intrigaban pero no los conocía, aunque pudo decirme dónde habían vivido los implicados en esos hechos. Le prometí pasar por la remisería, para que me contara otras historias y me bajé. 
Entonces quise que al darme vuelta la Kangoo y el remisero ya no estuvieran, que se hubiesen desvanecido como en esas escenas de las películas en que el benefactor o alguna cosa por el estilo se esfuma después de haberse revelado y uno tiene que considerar todo lo anterior como parte de una alucinación o una magia o la presencia de una deidad. Eso habría sido lo más lógico y creíble.
Pero no; el hijo de puta enfiló tranquilo hacia la remisería para seguir laburando por unos pesos, porque le habían encargado otro viaje.

lunes, 6 de octubre de 2014

Erre con erre guitarra

Parece no haber duda (aunque es sólo un supuesto) que a Roque Larraquy le llama la atención el discurso científico. Digo "parace", porque aunque estoy esperando ansioso que me lo presten, no he leído Informe sobre ectoplasma animal, y digo le "llama la atención", porque escribir "fascina" parecía mucho y desconozco sus sentimientos con certeza. Pero su primera novela, La comemadre,  corre un poco en ese sentido. O quizá es la contraposición de un discurso con otro. (Aunque hay que agregar un tercer discurso que se mezcla en la segunda parte de su novela, como otro aspecto de un arte de la correspondencia que Larraquy maneja astutamente. Esto se explica más adelante, en la sección Arte de la correspondencia o Baudelaire habría empalidecido ante este juego de luces.)
Hay que empezar por el principio. La comemadre es una planta que se come así misma para procrearse, algo así como el sueño del autoerotismo (sabemos que a Freud le habría encantado esa invención). En la novela, aparece cuando es necesaria y en la novela es el sueño del asesino perfecto. La planta consume los cuerpos que quedan como desechos (aunque también deshechos) después del extraviado experimento que se realiza en un sanatorio de Temperley, allá por 1907.
Pero  hay que explicarse. La novela tiene una primera parte, ubicada en 1907;una segunda, en 2009.
En la primera parte un médico registra en su diario, que luego se convertirá el diario del experimento, una curiosa historia de amor. Quintana está prendado de la jefa de enfermeras y compite con el resto del plantel del Sanatorio, incluido su dueño, Mr. Allomby. La primera parte es el registro oscilante entre las tribulaciones galantes del narrador y la consecución de un experimento que lo tiene más o menos sin cuidado.
El Sr. Allomby puede ser un excéntrico, que dada su posición de dueño del Sanatorio, y de proceder con un plantel con cierdo grado de insensatez, se aventura en una empresa científica revolucionaria. Como en aras de la ciencia todo es bien visto, no escatiman cuerpos que hagan frente a la experiencia. Apelan a la voluntad de una serie de enfermos terminales a los que van convenciendo de prestarse a la prueba. Y la prueba consiste en hacer hablar a la muerte.
Quintana registra todo, el amor y la ciencia, la discrepancia entre el resultado de sus estrategias en uno y otra: es el médico que más sujetos presenta a la maquinaria de muerte que han creado. Lo narra todo lacónicamente, estilo que ha descubierto el parecido entre la novela de Larraquy y algo de Borges. Creo que si hay algo de Borges es el estilo, la contundencia de ciertos hallazgos y el parentesco entre la máquina de pensar de Raimundo Llul, de la que Borges hablaba allá por el treinta y pico, y esta esperanza de que la muerte configure una frase con sentido a través de sus limitadas posibilidades comunicativas, incluso se puede pensar en esa supuesta conjetura sobre la lógica del lenguaje, en que se encierra a un conjunto de monos en una pieza frente a máquinas de escribir y, se supone, terminarán forjando una novela.
Dos de Larraquy que podrían ser de Borges, pero que siguen siendo de Larraquy. En la página 92 escribe: "La mayoría de los donantes maneja un vocabulario de no más de cien palabras, preposiciones y artículos incluidos, y bajo esas condiciones es díficil no incurrir en la poesía." En la misma página, más abajo registra:"Grita como un animal. No sé cuál. Un animal a secas."
Creo que esta primera parte está más cerca, deliberada y exitosamente más cerca, de  Las fuerzas extrañas, que de las maquinaciones de Borges. Más cerca de ese espíritu positivista que se aplicaba aun a aquellos ámbitos negados por los postulados mismos del positivismo biologisista del principio de siglo. En ese sentido se puede decir de su lenguaje lo mismo que Saer afirmó sobre Zama: no hay una reconstrucción arqueológica, no se trata de una novela histórica, pero la contrucción del tono, recrea verosímilmente un mundo exacto y reconocible. O algo así.
La primera parte está trunca. O más bien ocurre que sus nudos narrativos se acaban por un agente externo, trabajado extraordinariamente, como esas buenas películas de terror, que no confían solo en los efectos especiales y estructuran un desenlace del todo lógico cuando miramos hacia atrás.
En la primera parte, pocos personajes tienen nombre de pila. Son los desechados. Los demás, los que llevan a cabo las acciones sobre ellos, se identifican por el apellido: Quintana, Papini, Ledesma, Allomby, Menéndez.
En la segunda parte, un artista que ha encauzado toda su creatividad en intervenciones sobre su cuerpo (lo mismo podría decirse de Silvina Luna), que ha sido un niño prodigio y un marginado (esto ya lo diferencia de Silvina Luna), corrige la tesis de una tal Linda Carter, de la Universidad de Yale. Y al mismo tiempo, nos cuenta su vida, su carrera artística y su destino.
A través de las precisiones sobre su propia vida, el narrador construye una distanciada y a veces irónica pintura del mundo artístico, de los valores estéticos y éticos que lo rigen, sin dejar de ser la historia de una curiosa vida comprometida con la creación. No es una denuncia; es más bien una humarada de Larraquy.
Se ha dicho que la segunda parte es más floja. Es cierto que al principio no se entiende demasiado qué une la primera historia y esta de un chico que pasea por los canales de televisión mostrando su habilidad para copiar dibujos. Salvo que unos hilos tendidos a través de un pequeño objeto (una rana de lata que salta cuando le apretamos el culo, haciendo un sonido parecido al croar en falsete de una rana de verdad) empieza a lograr una unidad. Después va a aparecer el nexo claramente: un antiguo amante del narrador resulta ser el nieto de Quintana. Y también es el vínculo directo con la planta que hacía desaparecer los muertos del principio y que ahora formará parte de la intervención artística.
Creo que no hay duda que la primera parte está más lograda, pero la segunda es imprescindible. También es una historia trunca, que se complementa con la otra y además la completa. El destino de Quintana termina en esta parte. Pero el recuerdo que nos queda cuando leemos esta, no se compara con el recuerdo de la primera. Y esto depende no solo de la historia, en apariencia más interesante, sino de que al fin y al cabo, somos un poco los lectores adolescentes que nos gusta la ficción y de la primera historia estamos más distanciados como lectores, que de la segunda. Hay un trabajo de imaginación para reconstruir el sanatorio, la reunión ahumada de los médicos, sus bigotes (en la segunda parte hay una imagen: un solo bigote recorre el retrato del plantel de médicos), la extraña forma en que Quintana quiere levantarse a Menéndez -que no se compara con la facilidad con que el narrador de la segunda se hace amante de Sebastián o desea a Lucio Lavat-, la escena del patinaje, etc.
Se ha dicho que la novela es perturbadora o muy rara. No lo creo. O si hay algo perturbador es la constante presencia de dobles en la novela. Lucio Lavat es el doble del narrador de la segunda parte. Mauricio, en la primera, tiene un hermano que se llama Mauricio. Linda Carter se llama como "La mujer maravilla" y eso la ha convertido en una "mártir de la homonimia". Se habla de Liberace y de su historia más truculenta: haber pretendido que un amante suyo se le pareciera en base de cirugías estéticas.
Oscar Masotta, en unas célebres lecciones sobre psicoanálisis, sostenía una explicación sobre el estadio del espejo de Lacan que era más o menos así: de la diferencia por el desfasaje (creo que usaba esta palabra) entre la percepción del propio cuerpo que tiene el niño y la imagen que le devuelve el espejo, surge una tensión especial, ahí nace la agresividad.
Si algo no hay en la novela es agresividad, en el sentido que le damos habitualmente a esta palabra, pero quizá el tema del doble sea lo perturbador por este motivo. Y quizá agresividad que no aparece entre los sucesivos dobles, sea lo perturbador para el lector. Es lo que se oculta detrás del comportamiento de Lucio Lavat con respecto al segundo narrador.

Arte de la correspondencia o Baudelaire habría empalidecido ante este juego de luces

A Roque Larraquy, quizá porque su nombre lo prefigura con su retórica de aliteraciones, le gustan las duplicaciones, las repeticiones.
La novela tiene dos epígrafes que tientan al lector a identificar, por una cuestión temporal y de orden, con la primera y segunda parte de la novela. Ya los dos epígrafes presentan un juego que recorre toda la novela. El primero es de un hombre que crea una ciencia o intenta hacerlo. Se llamó Ferdinand de Sausure y quiso establecer una taxonomía en base a duplicaciones y dicotomías, quiso tener por objeto de su disciplina algo tan lábil como la lengua, a la que cercenó para lograr una cosa más estable a la que llamó lenguaje. El segundo pertenece a un profeta, nada más alejado de la ciencia, que le pone a su disciplina duplicada (en el dibujo y la letra) el curioso nombre de psicografía. Todo está ahí: lo oculto, el arte, el lenguaje y la pretensión científica y el juego de complementos.
Podemos aceptar que hay dos caminos para encontrar la verdad: el de la ciencia, el de la razón, y el del arte, más irracional, más intuitivo. El lenguaje de Linda Carter es el pobre remedo del lenguaje de la ciencia queriendo traducir el lenguaje del arte. El experimento de Temperley es el pobre remedo de la razón metida en el terreno de la intuición.
En una académica pero interesante Historia de la literatura Hispanoamericana, Cathy L. Jrade escribe:" El lenguaje a través del cual el macrocosmos y el microcosmos se revelan uno al otro es el de los símbolos, las metáforas y las analogías. La misión de la poesía es redescubrir este medio de comunicación y llegar a una unidad de espíritu renovada. Para ello, Baudelaire apoyó el libre uso de palabras e imágenes, que deben ser usadas no de acuerdo a su empleo lógico sino de acuerdo con la analogía universal, es decir, subrayando las ´correspondencias´ entre el mundo material y las realidades espirituales".
La comemadre parece estar construida sobre esta premisa. Sumadas a las repeticiones y complementos anteriores, aparecen otras correspondencias que hacen evidente el trabajo de orfebrería que supuso esta novela. Algunas por aquí:
Si la rana salta cuando le tocan el culo, el contrincante televisivo del narrador de la segunda parte NO salta porque el narrador le metió el dedo en el culo.
Si las cabezas que ruedan (como esa cabeza vengadora de Almafuerte), no alcanzan a decir nada con la lógica, sí alcanza la cabeza que logra independizarse en la segunda parte (de alguien que además tenía unas cabezas duplicadas).
Lo que pretende la ciencia en la primera parte (cortar, cercenar); en la segunda es un simple medio del arte, sin ninguna pretensión aparente más que la fama.
Si en la segunda parte ya hay tres que empiezan a parecerse, también aparece un tercer discurso.
Hay otras que casi son capricho mío. ¿El Benajmín Solari que escribe el epígrafe sobre la clase media argentina repite al niño solitario que muestra una parte de la clase media argentina que se sienta frente al televisor a mirar programas donde talentosos marginados zafan de esa misma clase, junto a Silvio Soldán?

Los norteamericanos inventaron un tipo de novela (dicen ellos) que fluye, para huir de las estructuras del romanticismo de Scott. El modelo fue Huckleberry Finn (su contraparte elitista y citadina fue El guardián en el Centeno). La comemadre está en la otra punta. Está en la casi perfección de su estructura y sus juegos de analogías y correspondencias. No creo que lo perturbador de la novela sea que un artista se corte partes de su cuerpo, menos un artista que sabía que su cuerpo, de chico, era excesivo. El germen de su pensamiento está también en el hombre que se afeita y ya cree que ha cambiado y en la mujer que cambia de tintura como si cambiara de vida.  No creo que esté en el experimento de la primera parte. Basta pensar en la genial escena en que en la película Reanimator una cabeza rediviva le practica sexo oral a una mujer desnuda sobre la camilla de un laboratorio, y descubrir que no nos perturba realmente. Lo perturbador, en todo caso, es el laberinto de espejos donde los personajes no logran articular verdaderamente un lenguaje, para lo cual, Larraquy utiliza un pulido, pulcro y preciso lenguaje.
De ahí, quizá, también su rasgo humorístico.
Entre los muchos hallazgos de la novela, rescato la habilidad de construir diálogos casi teatrales, que refuerzan la gravitación de la primera parte.



Postdata Enero 2015: que no tiene mucho que ver. Hoy, mientras, entre otras cosas, me dedico a ojear (lo leo de una tablet) el libro El arte de la ficción, de David Lodge, me encuentro con esto, en el capítulo dedidcado a la voz adolescente del narrador:   "Holden Caufield, el protagonista de la novela de J. D. Salinger, es un descendiente literario de Huckleberry Finn: más educado y sofisticado, hijo de una familia neoyorquina acomodada..." Algo que, además, y lo ignoraba, ya había asegurado Hemingway, quizá cuando se enojó con Salinger.
No me siento respaldado; más bien, inmediatamente me acuerdo de aquel testimonio aparecido en GOG, esa extraña novela de Papini, que tanto que ver tiene con este libro de Larraquy (hay un hombre que hacer esculturas de humo, sin ir más lejos), en que uno de los innumerables personajes se queja porque nada es de él, ni siquiera su YO, que fue construyéndose desde el exterior.






jueves, 28 de agosto de 2014

Vulgata

En un capítulo no muy memorable quizá de la extensa novela Los miserables, Victor Hugo justifica la aparición súbita de sus opiniones más o menos con este argumento: "Yo soy el autor y si yo, que soy el autor, no tengo derecho a interrumpir la trama para expresar mis opiniones, nadie más lo tiene". Sabemos de la inclinación megalomaníaca de Victor Hugo. Pero no me interesa eso ni que los franceses del 60 y 70 que declararon la muerte del autor no podían citar ese capítulo o que la narratología no tiene mucho que hacer acá con sus distinciones a veces confusas entre autor/narrador/etc.
Lo que me importa es esto: claramente rompe algo que mucho tiempo después dio en llamarse "Pacto de Lectura" o "Contrato lector". Es el mismo recurso que utilizan muy pocas películas que yo recuerde, y, además de Liberace, varias series de canales infantiles: de golpe el actor mira a la cámara y se dirige directamente a quien está del otro lado de la pantalla. Chau, se quebró la ficción.También se hace en el teatro, por supuesto.  
Hay novelas que desde el inicio le hablan directamente al lector, aunque después ese vínculo se diluya, como las Memorias póstumas de Blas Cubas o algunos cuentos de Azul, pero estos casos difieren en algo esencial: desde el principio, el contrato que se establece con el lector es distinto, de movida eso está permitido. 
En El otoño de la edad media Johan Huizinga de repente nos sorprende con un movimiento parecido. Después de una veintena de páginas en que narra las luchas monárquicas y palaciegas de unos reinos que ya no recordamos ni podemos ubicar del todo bien, en un estilo sobrio y aparentemente objetivo; después de citar el simbolismo del Roman de la Rose, como exponente de un tardío espíritu medieval,  se despacha con esto:"Margarita de Anjou, mujer llena de espíritu, ambición y pasión, se había desposado a los dieciseis años con el rey de Inglaterra Enrique VI, que era imbécil". Hay que aclarar que la imbecilidad, acá, no es una psicopatía.
El efecto es mayor que el de Los miserables. Por un lado, porque de Victor Hugo se podía esperar casi cualquier cosa (estudia los pormenores de la batalla de Waterloo para presentar ochenta páginas más tarde a los Thénardier); por otro, porque la obra de Huizinga no tiene pretensión literaria. Huizinga fue historiador y filósofo y porque su obra se considera el inicio de una rama de la historiografía, es de fácil acceso y no se requiere ser especialista para disfrutarla. Es decir, no existía la especialidad que la contuviera.
Especializarse en alguna materia no es simplemente acceder a un cuerpo específico y bien delimitado de conocimientos, es también, y más que nada, manejar un tipo particular de discurso. Por esa razón, las obras de especialistas son aburridas, exigentes y, en parte o primordialmente, exclusivas (de exclusas, de excluir, claro, de cerrar y dejar afuera). El caso de El otoño de la edad media está en el límite, todavía tiene el estilo de un filósofo que escribe un largo ensayo sobre un asunto que quiere revisar y no el acre sabor académico de los papers y las ponencias.
Entonces El libro negro de la humanidad, de Matthew White es doblemente curioso.  Lleva el siguiente subtítulo: Crónica de las grandes atrocidades de la historia. Ya su formato exterior es atractivo, en el sentido comercial del atributo. Título y subtítulo utilizan los subterfugios de la televisión y las redes sociales: anuncian sangre, violencia y perversión. Pero nos encontramos con que el estilo del libro pasa rápidamente del registro organizado según la ya incorporada costumbre de los rankings a tenues humoradas, conclusiones a veces disparatadas y comentarios fuera de lugar. Este corrimiento se establece en la esfera del estilo, digamos, en el sostenimiento de un discurso o, como pasa en este libro, en la oscilación, entre un discurso pseudocientífico y el comentario ingenioso del bar.
El libro consta de 100 ejemplos de matanzas (guerras, conquistas, campañas, dictaduras), ordenados a partir del número de muertos que dejaron. Así, el podio lo encabeza la segunda guerra mundial, con 66 millones de muertes; le siguen Gengis Kan y Mao Tsé Tung, con 40, y terceras van las hambrunas de la India Británica, con apenas 27 millones. 
Matthew White tiene una honda preocupación contable. Revisa, constata, elige y establece criterios para elegir, numerosas fuentes de donde toma la información sobre las cantidades de muertos. Es famoso por esta pasión y tiene una página en internet que puede consultarse. El libro está atravesado de datos estadísticos, pero de una forma muy amena y bien distribuida: no hay apéndices con gráficos. Entre una entrada y otra aparece algún recuento de las matanzas examinadas, algún nuevo ranking de dictadores o de locos furiosos. Las entradas van del principio de la historia hasta los años más actuales. Lo más importante es que no se trata de un libro con simples datos, se trata de un libro de historia. En cada entrada hay una historización, una exposición de hechos y procesos históricos, narrados de forma objetiva, con notas que remiten a fuentes bibliográficas y otros rasgos que dan credibilidad a los textos. La bibliografía consultada es extensísima y una parte consta al final del libro. Todavía, pese a la tapa y el ranking, estamos dentro de una disciplina.
Y acá lo mejor, lo que hace que deseemos tener este libro en casa para consultarlo. Matthew White de a ratos se olvida que es un historiador, se olvida de contenerse y escribe (acerca de Las Cruzadas): "Luchar por una tierra es harto habitual, pues la tierra en disputa suele proporcionar algún recurso práctico: minerales, cosechas, puertos, granjas, ubicaciones estratégicas, mano de obra para explotar o puro tamaño. Palestina no tiene nada de esto. El único recurso que tiene Tierra Santa es el patrimonio. No hay oro, ni petróleo, poca tierra fértil y pocos nativos, tan solo lugares sagrados, por consiguiente, en esencia, las cruzadas mataron a 3 millones de personas en una contienda por el control del comercio turístico." 
En el capítulo Genocidio, escribe: "La larga historia del derecho internacional que prohíbe el asesinato de civiles en realidad no ha evitado el asesinato de civiles, pero nos ha hecho muy astutos a la hora de inventar excusas"
Uno puede estar de acuerdo con White o no acerca de muchas cosas que informa (ubica a Solano López como un dictador que guerreó a todos sus vecinos, por ejemplo) o puede ignorar sobradamente los temas que se presentan (no sé cuántos podrían ufanarse de conocer a fondo las guerras de Goguryeo-Sui), pero lo cierto es que es difícil abandonar este libro.
Y el secreto está, justamente, en la constante ruptura de un pacto lector que oscila entre una disciplina y la divulgación. Y esa es una vieja pelea.
Por la naturaleza de la información, debería ser un material de consulta para especialistas; por la forma y el tono, no podría serlo nunca. No hay en el libro, a pesar del tono mayormente objetivo, la pertenencia a un discurso especializado.
Por lo general, aquellos que se han especializado en algún tópico, detestan a los divulgadores. Los ven, cuando no como advenedizos, al menos como charlatanes que simplifican todo para tener éxito. No se han dedicado a estudiar minuciosamente ciertos temas y trazan sus asuntos a grandes rasgos, como conviene a un lector lego. Los especialistas odian a los que no han recorrido su mismo camino de espinas, apoyándose en la potestad de un conocimiento a cuyo acceso niegan el paso. Salvo, claro, que el camino sea el estipulado en una carrera académica. Esto incluye el manejo obediente de un discurso.  El caso de divulgación vs. especialización no deja de ser un caso alternativo de xenofobia.
En el lenguaje literario, no ya en 1862, sino durante el siglo XX, toda mezcla, oscilación y ruptura se convierten en tradición, la tradición de la modernidad, según Paz. En el discurso de la historiografía, aún, eso le está permitido sólo a quien se arriesgue a salirse de él, a no ser más un historiador sino un divulgador, a dejar de tener un curriculum, para tener un prontuario. Nunca es malo ver la puerta de ese pasaje.


Posdata para el mes de agosto: a Julio Cortázar le gustaba mucho el libro de Huizinga. Con esto participo de sus homenajes.

domingo, 27 de julio de 2014

Cotidiana II


Mesa para tres

Muchas cosas pueden pasar ahí, en el boliche de Chiche, y más si es de noche, y más si la noche es de un día de semana. Pero no fuimos por eso, sino porque el boliche, que no es un verdadero boliche sino un despacho de bebidas, algo así como un almacén con barra un poco vintage, que quiere explotar las virtudes turísticas del tango, pero que no es vintage y sí solamente viejo y un poco arruinado, quedaba cerca de la casa de M. Quiero decir, a uno le tiene que resultar apasionante el olor a rancio, sino las cosas son simplemente viejas. No sé en qué parte de Buenos Aires quedaba ese punto estratégico de la cultura nocturna, porque no sé ubicarme en una gran ciudad, y menos si es de noche y menos si la noche es de un día de semana, martes para más señas. Puede ser que fuera Boedo o Almagro o Abasto, quién sabe. Así que ahí me llevaron, o me llevó C en realidad, porque M llegaría después.
No voy a negar que al verlo de afuera, con las paredes añejas y la puerta de madera y vidrio, y la ventana de madera y vidrio verde inglés, no imaginé que en esos almacenes, hace cien años, se cantaba  el verdadero tango, se gestaban las letras, y en mesas apesadumbradas un cristiano con berretín de poeta escribía al fin una estrofa que alguien musicalizaría, y no voy a negar que cuando entré algo de esa ilusión, por lo demás superficial, se rompió con la juventud del barman, a quien me niego a llamar cantinero o de otra forma cualquiera. Era un barman, un pendejo que se las quiere dar de alternativo, reviviendo un pasado que no le cuadra, acomodando pastelitos y empanadas en una fuente para recalentar en un horno eléctrico que había en un rincón, para surtir a la concurrencia de comida tradicional o de cantina. Y que de vez en cuando enciendía una pequeña vela y la pone en una mesa para generar un ambiente cálido. Yo quería un viejo, por lo menos sexagenario. Pero no, el destino, si eso era, si ese nombre se le puede poner a las suerte o al desconocimiento de la lógica del mundo, quería que fuera un pendejo.
C y yo nos acodamos en un extremo de la barra. Había alguna mesa libre, en una esquina, pero preferimos la barra. Y nos pedimos una cerveza. Encima de una gran heladera antigua de tres puertas y tapando la parte superior de todas las paredes, una espesa escenografía de repisas cargada de botellas de ginebra cubiertas de telarañas y polvo,y otras botellas enfiladas que alguna vez contuvieron bebidas espirituosas, hoy discontinuadas, nos aconsejaba elegir otro brebaje. Pero pedimos cerveza, mientras esperábamos a M. A las paredes les faltaba el revoque en muchos lugares y se veían los ladrillos gruesos y las juntas con barro o conchila, que volvía más turbia la luz que ya de por sí era modesta. Al fondo, a un lado de la heladera, había una abertura hacia una trastienda donde, me dijeron, había otra barra. Se veía unas gentes que entraban salía de ahí. Los martes hay cantores, nos dijeron a mi y a C.
De la trastienda salió un flaco no tan flaco, con lentes. Se refregaba la nariz y los lentes se le habían empañado. Somos pocos y nos conocemos muchos, pensé. El flaco se tropezó con una banqueta que alguien había dejado ahí, en medio del paso, quizá para cubrir de su nueva y fresca torpeza, a una guitarra envuelta en su estuche negro. Y después de pasar por nuestras espaldas, se llegó hasta el otro rincón de la barra junto a sus amigos.
Otro flaco, de buzo bicolor y saco espigado encima, me sonríe, mientras deja su vaso de fernet con coca cerca de mi vaso de cerveza. Es una sonrisa de camaradería, una sonrisa como un saludo y también una sonrisa como un piano abandonado en el depósito de una vieja escuela. Lleva también unas zapatillas negras debajo de un pantalón de sarga o de alguna tela con que se fabrican o se fabricaban los pantalones de vestir. Tiene un aspecto profundamente zaparrastroso, pero amable, de una manera artísticamente amable, a lo Melingo, hasta tiene una porra esponjosa que oculta la inmimente calvicie. Y en eso llega M. y nos saludamos y pedimos otra cerveza y el Melingo este desenfunda la guitarra, apoya en la banqueta el pie derecho y a su vez la cintura de la guitarra, esa curva que tanto a dado al lugar común de comparar a la guitarra con una mujer, encima del muslo que ahora forma un ángulo de noventa grados con su pantorrilla, y avisa, no se presenta ni nada, avisa, que va a cantar unos tangos. Pero. Puntea una cancioncita extranjera, mientras los presentes siguen charlando. La cancioncita es Bohemian Rhapsody, y de un grupo que está sentado en una mesa, contra la ventana, uno empieza: Mamaaa....
Estos son todos amigos y la canción es un código, pienso. O son de una secta y la canción es un código. O no, le festejan o se contentan con tener un acervo común, demuestran conocer algo y eso los une y los hace únicos entre la población del boliche de Chiche. Entonces noto un detalle que no había advertido, porque miro alrededor mientras empiezo a charlar con M y con C, noto que casi todos visten ropas oscuras y yo un buzo amarillo; su parte superior, para ser más precisos, es amarilla, un amarillo huevo, que no pasa desapercibido, aunque yo sí. M y C tampoco tienen ropas oscuras. Por alguna razón, creo, no deberíamos estar ahí.
El cantor, ahora sí, se presenta y empieza y canta un tango viejo. Y después del primer tango, que el auditorio escucha con algo de atención, explica, explica, explica. Explica qué es una milonguita, las diferentes acepciones de la palabra milonga, y la época y el contexto y todo lo que necesita para aclarar que él no es misógino, pero la canción que ahora mismo va a interpretar sí lo es. Y mientras explica, un murmullo, la ridícula afición de las personas por reunirse y conversar entre ellas y conservar o fomentar una amistad, comienzan a perturbarlo, y se calla y mira y espera que su silencio y su espera traigan un silencio propicio y pregunta si allá en el fondo se escucha porque él escucha muy bien lo que le llega de allá al fondo y lo perturba. Nosotros lo tenemos cerca y cada vez que queremos trazar una palabra, él nos mira, quizá no nos mira sino que nos está matando en ese momento; hay un raro fulgor, la luz de un fósforo, en esa mirada y en el rictus fruncido de la boca cuando nos mira.
Sé positivamente que a los tres nos gusta el tango, incluso algún valsesito como el que ahora está cantando el Melingo desastrado, pero sé positivamente que no nos gusta que nos callen. Se produce en nosotros una disyuntiva quizá filosófica o ética o al menos atendible: debemos callar teniendo en cuenta que el respeto por el arte del Melingo desastrado es crucial para esperar el respeto de otros, incluido el Melingo desastrado, o, por el contrario, el contexto (gente que se junta, tragos, algún merquero, la noche, un bar y no un teatro, etc.) quizá nos diga que lo que prima en ese lugar es la charla y no la audiencia y debemos privilegiar aquella por esta. No estábamos para debates, después de una década sin reunirnos, así que decidimos irnos a otro bar que M conocía, a una cuadra de ahí, en la otra esquina.
Convinimos lo siguiente: en el próximo intervalo expositivo-explicativo que se mande el cantor, nos mandamos mudar. La atmósfera, a la cuarta bonita página, ya estaba tensa y el cantor interrumpía su explicación a cada rato con una explicación nueva que pretendía poner las cosas en su lugar o en el lugar que él creía que era el lugar donde iban las cosas: todos muzzarella y a escuchar al cantor. Uno franceses que habían llegado tarde y se ubicaron en la mesa redonda del centro, no se daban por aludidos, quizá, porque apenas entendían el idioma, pero nosotros, que algo de esto conocemos, entendimos que esta nueva interrupción explicativa era la oportunidad de rajar.
Estábamos ya cerca de la puerta, ya cerca de irnos, ya cerca, cuando el cantor, este Melingo a medias, con una voz menos áspera pero no más potente, nos interpela: claro, ahora se van, casi no me dejan cantar y ahora se van. C me mira y yo lo miro a M, M lo mira a C y C me mira nuevamente y así dos o tres vueltas, preguntándonos si era efectivamente para nosotros la invectiva, que era una provocación, de última, que era, vamos a decirlo, una invitación a la pelea. El silencio al fin se alcanza. Una paradoja que el explicativo cantor debe haber notado: justo cuando logra lo que quiere, no puede utilizarlo para lo que quiere, porque la situación ya está preparada para otra cosa.
C le dice ahí nomás: enfundá la mandolina.
Entonces no sabemos si fue la referencia gardeliana o el sentido de la orden pero el cantor se enculó con nosotros y dijo algo más, algún agravio, no sé, y nosotros abrimos la puerta para salir, pero alguno, de alguna parte del salón tuvo la peregrina idea de levantar una silla, una de esas sillas de madera balsa que había antes en los bares, con la espalda curva y cuatro tablitas que oficiaban de balaustres en el respaldo, y tirársela al pobre cantor, acaso cansado ya de que no se hiciera silencio, de una parte o de otra, y el cantor, quizá en un sacrificio que lamentaría más tarde, le devuelve la cortesía con su propia guitarra como proyectil. Otra silla recorre el aire y también un vaso como un cometa cuya estela y cola eran la ginebra que recién albergaba.
Alguien del publico lo pone de un manazo al cantor y el cantor cae entre la entrada de la trastienda y la heladera y desde el piso le pega a otro con la banqueta con que se tropezó al caer. El flaco de anteojos, de quien yo me había olvidado, se para sobre la barra y le patea la cabeza a uno que estaba aparentemente del lado del cantor, pero que no había hecho más que levantar las palmas de sus manos buscando la paz. La trifulca es grandiosa, dentro del contexto claro, porque habría unas treinta personas en el boliche de Chiche y seis eran los franceses que miraban cómo unos corrían, otros se golpeaban, dos o tres trompeaban a un tercero que estaba tirado en el suelo, y los franceses miraban sonrientes, satisfechos de haber hecho valer el valor del paquete turístico que habían comprado a catorce mil kilómetros del bar. Al lado de nosotros dos muchachos grandes se pegan con fruición, una piña acá, otra allá, se mete un otro, y entre los dos le dan a ese otro hasta dejarlo tumbado. Vuelan vasos, botellas, las velas que ya no sirven para generar un ambiente cálido; todo es un descontrol. El barman sigue sacando pastelitos calientes del horno eléctrico y esquivando las piernas del flaco de lentes que revolea patadas sin prejuicios, a uno y otro lado o a una y otra cabeza. El tipo ya se siente dueño de la barra y nadie se la puede disputar.
En otro rincón, un poco más oscuro, detrás de los franceses que se notan cada vez más felices con el espectáculo, veo a dos chicas que se besan desesperadamente. Y miran el desastre de toda esa gente golpéandose, peleando, pateándose, unos encima de otros como en una orgía pugilística, y se besan con más ganas y una de ellas le mete la mano por debajo de la remera o el pullover a la otra y se encuentra con una teta igual que la que ella tiene en su propio cuerpo, y la patria es el otro, pienso, y noto que se excitan con la violencia, con la sangre que le tapa la cara ya amoratada a un tipo que otros dejan tirado sobre una mesa muy cerca de ellas y siguen y no sé cuándo van a frenar, pero C y M me anuncian que es hora de irnos porque se oye la sirena de un patrullero.
Sí, no se conoce otro caso en que actúen con esa celeridad, pero esto lo pienso cuando apretamos el paso por la vereda, ya alcanzando el otro bar que, pese a las diferencias fenomenológicas que parecen distinguir unas prácticas de otras en eso que se llama cultura de masas o no sé de qué otra manera, es esencialmente igual.
Ahí no hay nadie. Está lleno de posters de rock y adornos curiosos. Nos sentamos -acá podemos elegir donde- y nos pedimos una cerveza. Casi no podemos charlar porque se escucha la música de Spineta, Charly, Los Redondos, muy alta. Pero nos conformamos. Y estamos esperando la cerveza cuando se presenta la voz, y el cuerpo de esa voz, también, que acomoda una silla y parece querer sentarse con nosotros y, con un sonrisa que es un piano abandonado en el depósito de una escuela,  la voz todavía agitada dice:
-De la que nos salvamos, viejo. Y corté una cuerda nomás.

sábado, 21 de junio de 2014

A través del fondo de las cosas

¿Cómo se cuenta una historia?
Es la pregunta que, suponemos, todo escritor se hace cuando tiene algo entre manos y no puede percibir otro futuro que llevar eso a la escritura; y escribo eso porque todavía, presumiblemente, es un objeto amorfo, no necesariamente una vaguedad o una isla que se percibe a lo lejos y se va distinguiendo a medida que nos acercamos. Han dicho muchos que lo que sigue es una gran batalla con una materia muy molesta y lábil: el lenguaje.
En un relato curioso (La botella de Klein), Juan José Arreola enuncia una famosa ley de Wilcock sobre el procedimiento narrativo de Franz Kafka: "sacarse de la cabeza un objeto, escamotearlo y seguir hablando sobre él." Como afirmación general, la ley es bastante difìcil de imaginar, de concebir en una narración concreta; más si tenemos en mente las grandes novelas de Kafka.
Otra: En El informe de Brodie hay dos cuentos que se parecen demasiado y son bien diferentes. O que parecen muy diferentes y son bastante similares. Me refiero a El encuentro, ese relato en que dos paisanos se trenzan en una de cuchillos y los que ajustan cuentas son en realidad los dueños originales de las armas y no los dos títeres, las dos excusas o los instrumentos, que la actualidad pone a disposición. Los que pelearon esa noche habían sido Juan Almanza y Juan Almada. La explicación aparece al final del relato.
El otro es Guayaquil. Borges ya lo había pensado en el 52 y lo publicó recién en el 70. En él aparecen una cartas inéditas entre Bolívar y San Martín. Dos profesores argentinos se disputan el privilegio de ir a verlas y de publicar un trabajo académico sobre ellas. El cuento narra las conversaciones entre los dos profesores, hasta que uno de ellos resigna su lugar y permite que el otro pueda llevar a cabo la empresa para la que él empieza a sentirse débil o incapaz. El cuento es como un acto de magia. No se explica nada pero como dos sombras encima de nuestra lectura están Bolívar y San Martín discutiendo en Guayaquil y está la claudicación de San Martín a favor de Bolívar. Están en las conversaciones de los profesores, en la actitud del narrador. El lector comprende esto, más allá de todas las palabras que conforman el relato. Por supuesto, este cuento tiene un efecto mayor que el anterior. La razón parece simple y Borges no la desconocía."Decididamente, afirma en una edición de Textos cautivos, p.176, los procedimientos oblicuos no son los peores". (Hay además en estos cuentos y en otros de Borges, un recurso que ya debe de haber descubierto Guillermo Martínez, porque es un recurso matemático, con el que dos japoneses después de siglos resolvieron la famosa hipótesis que Fermat había dejado anotada en un margen. Resuelve en una dimensión lo que en esta no era posible y trae sus consecuencias, para solucionar en esta lo que quedó inconcluso. Ahora no es el recurso que nos interesa.)
Todo esto no hace más que preparar el terreno para hablar de Trasfondo, la extraordinaria novela de Patricia Ratto. Una novela mucho más grande que el texto que alcanzamos a leer en ella.
Un soldado dentro de un submarino dentro de una guerra insólita, o más bien, la conciencia de un soldado en un submarino dentro de una guerra insólita, presenta minuciosamente la ida y la vuelta de la nave hasta las islas Malvinas, la vida del resto de la tripulación, los días larguísimos e iguales, el tiempo muerto, el sinsentido de la espera o de la esperanza en medio de la guerra, las órdenes y el desorden.
La extensión del texto puede llevaronos a conclusiones erróneas. Cuando uno empieza con la lectura cree, ingenuamente, que no le va a llevar mucho tiempo: es una novela corta, de 143 páginas. Pero a las pocas, se da cuenta de que se confundió. Sospecho que la cosa es así: las primeras páginas arrancan y uno va entrando en el mundo del submarino y no se puede situar todavía en la época, aunque tiene conciencia clara de la época en que transcurre, pero todavía no se puede situar del todo como parte de la naturaleza de esa realidad narrada. Ese arranque, por ser la introducción abrupta a ese mundo, es veloz. Pero después, no muchas páginas después, la cosa se frena, se vuelve densa y viscosa, el tiempo no pasa. La novela está sumamente cargada, cada palabra requiere un tiempo de elaboración y está ella sola ahí con toda su presencia, no como un puente que lleva a otra a través de la trama - pienso en el estilo de un realismo típico y simple, ese straight foward de los yanquis-, sino obligando al lector a que deba sopesarla antes de pasar a la que sigue. Ese detenimiento, la impresión del tiempo estancado debajo del agua, el encierro, y, como dice Kohan en la contratapa, la impresión de una paciencia que es más dura que la acción y que la naturaleza de la guerra, están ahí. Es el detenimiento obligatorio del lector (la novela, porque las buenas novelas lo hacen, impone su propio ritmo).
La novela está contada o vista o percibida por Ortega, uno más de los tantos soldados que abultaban el submarino cargado de misiles inútiles y radares no más efectivos que se dirige hundido en el silencio y el desconcierto hacia una batalla que tampoco se sabe dónde está ni cuándo tendrá lugar. La tripulación va a ciegas por el fondo del mar, va a ciegas a luchar contra un enemigo que no ve y que sabe más poderoso. Como inicio es un poco desesperante, es cierto, y esa desesperación no va a perderse en todo el relato, aunque el narrador actúe con una convicción que nos descoloca.
El narrador es un hallazgo notorio de esta novela. No es un hallazgo como novedad técnica. Es más bien un logro difícil y por lo tanto más meritorio. El stream of consciousness es un procedimiento más viejo que Joyce y parece que lo inventó un tal Dujardin, en 1887, y no es menos artificial que cualquier otro procedimiento narrativo. Lo arduo es hacerlo verosímil. Y si me detengo en esto es porque Patricia Ratto lo logra implecablemente. El riesgo de que el narrador se convierta en un guía turístico es alto, porque necesitará explicarnos la presencia de objetos, artefactos, relaciones y pasados que nosotros debemos conocer, pero que para él son enteramente naturales. Ortega anda dentro del submarino de un lado para otro sin detenerse gentilmente ante las demandas del lector. La autora nos mete enseguida con él adentro. En ese punto, en ese efecto mágico, reside uno de los aspectos que conforman el efecto general del libro.
Donde se explica la introducción:
El otro está en todo lo que cuenta sin contarlo, en todo lo que viene agarrado a la novela y que no se lee. En ningún momento se plantea ninguna postura explícita sobre la guerra, sobre los militares, sobre la dictadura, sobre los ingleses (más que como simples enemigos), pero al final, todo cae en la mente del lector como si no hubiesemos dejado de abordar esos temas. Si Kohan llama la atención sobre lo poco que hay de guerra en este libro de guerra es porque esa inacción habla sobre todo lo demás. Y, por otra parte, está la novela misma, con su trama, con Ortega esperando a un compañero junto a una escotilla, al borde de una muerte cantada, Ortega buscando sus botas que alguien le escondió, el frío y la humedad, la falta de oxígeno en la nave. Los métodos oblicuos no son los peores, no hay duda.
De esto depende un detalle más, quizá el más importante, que se deduce de la conjugación de los dos anteriores. Un lector atento puede prever la revelación del final. Pero un lector atento no puede prever el efecto que tendrá esa revelación. Esto hace que la novela sea asombrosa (creo que no exagero). Al terminar la lectura nos ocurre algo -no quiero decir qué-, y ese algo no está vinculado de ninguna manera con una identificación con el protagonista; ese algo es nada más que el efecto de lo literario.

sábado, 24 de mayo de 2014

Cotidiana I

Muchas veces no es necesario salir de casa. Basta con estar a punto de salir, para que nos ocurra algo excepcional.
A las seis tenía que estar en el trabajo. Serían menos cuarto o menos veinte y me apuraba a pasar a un pendrive cierta información necesaria. En eso sonó la puerta. La gente ya se ha acostumbrado a golpear porque el timbre está pintado del mimso color que el marco y casi no se nota. No es un gran problema; así, hay algunas personas que se desmoralizan y ni siquiera golpean, después de haber estado paradas un buen rato buscando con la vista y sin éxito el pequeño adminículo electrónico. Las más atrevidas tantean y en una de esas dan con él.
Espío por la mirilla y veo a dos mujeres, madre e hija presumiblemente y ya veo lo que se viene. Abro.
Buenas tardes, me dice la madre. Es petisa, pecosa, de pelo lacio castaño claro y en su semblante más bien relleno y mofletudo, tiene dibujadas la sonrisa y la mirada candorosa imprescindibles para andar tocando timbre casa por casa. La hija es idéntica, pero adolescente. Las dos llevan sendas camperas inflables, una gris y la otra azul. Las dos tienen esa mirada que acude a los demás y los desarma con un rayo de gentileza. Ah, pero no a mí.
-Seguramente- sigue- vos pensarás en el futuro.
Silencio y gesto expectante de mi lado.
-Y Dios -cuando dice esta palabra, saca con magia, en un movimiento completamente coreográfico, un folletito violeta que tiene un dibujo- Dios piensa en la humanidad. Le dejamos esto para que lo lea.
Observo a la hija, que apenas sonríe en la luz de la tarde.
-Léalo tranquilo; compárelo con su biblia.
-No tengo.-confieso- no soy creyente.
-Dios piensa en la humanidad y en su futuro; y personalmente en usted.
-No me diga.
-Sí- me dice.
Y compruebo que su inocencia es invulnerable. O es una perversa.
Aunque no creo en ninguna entidad superior que de la nada se haya dado existencia a sí misma y después al universo con toda su flora y su fauna y su etcétera y a mí mismo en su interior, suelo ser respetuoso con las creencias ajenas. Ahora, la propaganda no me inspira ningún tipo de respeto. Y me ha ocurrido que cuando uno la cuestiona, los creyentes de cualquier tipo se preocupan y se ofenden, como si uno atacara aquello en lo que creen, y no su propaganda, y he llegado a la conclusión que toda fe no tiene más sustento que su propia propaganda.
Bueno, le digo, voy a leerlo. Giro el folleto y veo dibujada en el frente una chinita de rodillas que tiene entre sus manos una suerte de bonsai, al que mira con esperanza (supongo, por la cuestión del futuro) y las saludo. Ellas parecen más contentas. La expresión de inocencia, de expectativa, se transforma en expresión de truinfo y satisfacción. El sol de mayo viene cayendo lenta y oblicuamente sobre el frente de mi casa y las dos figuritas que empiezan a retirarse, se llevan sus sombras con nitidez. Hasta las sombras parecen satisfechas.
Mientras dejo el folleto un una mesa, me pregunto:
1) ¿Por qué la niña del folleto es china, si la religión, hasta donde sé de religiones, no lo es?
2) ¿Por qué insisto en que la niña es china si hay un bonsai en sus manos y por lo tanto es más probable que sea japonesa?
3) ¿Por qué no está Lionel Messi en el folleto, si ahora está en todas partes, atributo que siempre se le ha endilgado a Dios, justamente?
Algo hace ruido en mi memoria y me olvido estas inquietudes. Es la idea de que hay un dios que piensa personalmente en mí. Ya escuché eso, con variantes, con disimulo, pero sé que ya lo escuché. Entonces recuerdo la voz centroamericana que más de una vez me ha asegurado por teléfono que yo he sido seleccionado especialmente para recibir una cobertura de algún seguro que se debitará de mi tarjeta de crédito. Se enciende en mí una sospecha. Elaboro un par de hipótesis: a) Dios puso un banco -contrariando a Sui Generis-; b)El dueño del banco se está haciendo pasar por Dios; c) Dios se está haciendo pasar por el dueño de un banco -sin contrariar a Sui Generis-; d) Dios y el banco tienen los mismos agentes publicitarios; e) Las modalidades de ventas de bienes intangibles implican de antemano la apelación a una supuesta unicidad del futuro comprador, como don anterior a toda idiosincracia, vale decir, no es por su historia personal que uno es único, sino porque sí o porque aquel que oferta ha dispuesto tal cosa.
No quiero seguir pensando porque me empiezo a complicar y se me hace tarde. Mientras salgo y veo los últimos estertores de un sol que por esta jornada no volveré a encontrar, medito: Dios piensa en mí personalmente y dejé satisfechas a dos mujeres. Creo que no se puede pedir más para un solo día. Después, cierro la puerta del lado de afuera.


jueves, 24 de abril de 2014

La última biografía de Salinger

Hace dos o tres semanas leí en un suplemento cultural que había sido publicada una nueva biografía de Salinger. Nunca leí otra antes, pero sé que hay algunas y que esta es una nueva. Me entusiasmo, me anoto, en alguna parte: comprar biografía de Salinger. Me anoto porque no vivo en Capital y a veces los libros tardan y yo me olvido, incluso de mis deseos. El lunes siguiente o el martes me meto en una librería porque sí, por entrar, y ahí está sobre un estante, solita. Me la compro. 211 mangos.
La lectura del libro borró la lectura del artículo del suplemento; ya no sé qué impresión me había quedado ni a qué conclusión -si la había- llegaba el artículo, si la biografía era buena o mala, si termina con el mito o si lo revive o se consagra a él. No me acuerdo. Es inútil que me proponga buscar en mi garage el suplemento porque ya debe haber limpiado algún vidrio de la casa.
Empiezo la lectura inmediatamente; es más, dejo otros libros que estoy leyendo para dedicarme a este especialmente. Ignoro la razón. Como soy un lector bastante lerdo, me sorprendo de haberme tragado las seiscientas cincuenta páginas en cuatro o cinco días. Una noche me quedé hasta las cinco, con el libro en la mano, y me quise dormir porque me di cuenta que estaba harto de Salinger. Al otro día, seguí; ya se me había pasado.
El libro está escrito con una mínima y fragmentaria participación de los biógrafos (David Shields y Shane Salerno) y en realidad uno podría no leerlo y conformarse con responder a las tres preguntas que cierran la contratapa. Y las respuestas a esas preguntas figuran en las últimas veinte páginas. El resto son testimonios, cartas, fotografías y anécdotas, todas muy interesantes, algunas novedosas -fotos y cartas que nunca habían aparecido en ninguna publicación- producto de nueve años de búsqueda y trabajo, nueve años de persuadir a mucha gente que se negaba a hablar y ahora lo hizo.
Nunca fui especialista en Salinger ni un fanático. Llegué a sus libros por una pésima película en la que actuaba Mel Gibson y explotaba la particularidad de que algunos famosos asesinos decían haberse inspirado en El guardián entre el centeno. Entonces me leí la novela. No es que necesitara inspiración para un asesinato. Me llamó la atención esa teoría de un paranoico, como todas las teorías de los paranoicos. Después llegaron los otros libros, de los cuales me quedo sin duda con Nueve Cuentos. Ahora que leí la biografía confirmo esa decisión. Fabian Casas afirma varias veces que le encantan las biografías, aun las de autores que ignora, porque le han permitido conocer la obra de ellos y hasta vencer los prejuicios que tenía con un autor (cita el caso de Nabokov).. Algo de cierto hay. Ahora quiero releer los libros de Salinger, suponiendo que tengo otra mirada sobre el asunto. Pero no es más que una hipótesis que no puse a prueba.

Parece que la cosa es así. A Salinger le faltaba huevo. Literalmente, tenía un tésticulo ectópico y por esa razón y la vergüenza que le causaba este defecto le gustaban las niñas que todavía no se habían convertido en mujeres. Pero no solamente esto. Era un tipo paradójico. Quizá se hubiese alistado en el ejército y hubiese marchado a la guerra por entener metafóricamente este defecto. Creía que necesitaba curtirse. Había nacido en una familia acomodada, a los dieciseis años ya sabía que quería ser actor o escritor y suponía que para encontrar la madurez como escritor le hacían falta experiencias graves. La guerra lo hizo pelota. Su primer día en el campo fue el desembarco del día D en la playa Utah, después hizo el trayecto a Edmondeville, le tocó estar en Cheburgo, le tocó estar en el bosque de Hürtgen, fue uno de los primeros en liberar un campo de concentración (el Kaufering IV) y estuvo desfilando cuando liberaron París. Según le contó a su hija -o según cuenta su hija que le contó alguna vez- nunca iba a olvidarse el olor a carne quemada. Salinger formaba parte de una unidad de contraespionaje y posiblemente tuvo que hacer cosas no muy agradables con la gente a la que entrevistaba. La cuestión es que esa madurez la convirtió en una serie de voces infantiles o adolescentes. (También, hizo otras cosas mientras estaba en Europa, salvando al mundo: conoció a Hemingway y se juntó algunas veces con él. Y mientras estaba en la guerra también, estaba escribiendo la historia que más tarde sería El guardián entre el centeno.) Pero todos estos detalles ya eran conocidos, aunque a veces mal informados, y la biografía nos demuestra que estas experiencias y una relación inicial y prototìpica con Oona O´Neill, hija de Eugene O´Neill, que le birló Chaplin a último momento, para tener una docena de hijos, lo dejaron psicológicamente atascado en un período anterior a la guerra. Después vendría, como un medio para alcanzar una suerte de salvación, su profesión de religiones orientales, que terminaron de destruir su capacidad artística para convertirlo en un propagandista del vedanta.
Después de seiscientas páginas de ir y venir sobre la posibilidad, la leyenda, de que Salinger, aislado y todo, haya estado escribiendo por medio siglo sin publicar -como esa caricatura que hizo Sean Connery- y de discutir la existencia de una caja fuerte donde habría al menos dos manuscritos finalizados, los autores se deciden repentinamente a asegurar que sí, que hay sin duda tres obras y que saldrán escalonadas entre 2015 y 2020. Una noticia gloriosa para los admiradores del yanqui y un salto ornamental para la estructuración de un texto.
La biografía se demora muchas veces en aspectos que no parecen tan relevantes, al menos no para la extensión que le dedican. Es el caso de los asesinos que utilizaron El guardián... como motivación. El relato del asesinato de Lennon y la caracterización de Chapman ocupa unas 25 páginas. Otro tanto ocurre con la Segunda Guerra. Es cierto que la hipótesis central es que Salinger tuvo estrés postraumático y le duró unos sesenta años. Las primeras cien páginas tratan solo de las diferentes etapas de la campaña de Normandía. Uno llega rapidamente a la conclusión de que la guerra es una idiotez llena de crueldad y sinsentido. Lo demás es repetición, precisión, ajuste de lo mismo y anécdotas; y también, golpes de efecto (un superior le ordena a un soldado que le dispare a un soldado alemán que viene caminando distraído entre los setos de Edmondeville y después se pregunta cómo pudo haber dado esa orden, la orden de matar a un hombre).
El libro, no obstante, está lleno de detalles que vuelven a Salinger, al margen de su brillante carrera literaria, un hombre común, un poco trastornado, al que le gustan las pendejas como limitación y no por capricho, gruñon y obsesionado con la familia de ficción que había creado, un tipo paradójico, que prefirió recluirse y al mismo tiempo salir a cuidar esa reclusión, hasta someterse a un juicio por la propiedad de unas cartas, cosa que lo volvía bastante visible. Y a pesar de todo, el libro mantiene parte del mito, que todos los testigos confirman. Salinger lograba cómplices para casi todo lo que quería porque su personalidad era intensa, tenía ojos negros y ejercía un notable influjo sobre quienes lo rodeaban; era una especie de gurú para las chicas a quienes enamoraba a través de sucesivas cartas y abandonaba después de que la realidad se las ponía enfrente.
Dos supuestos sobre el futuro: por un lado, al menos una de las obras que se publicarán, será, según Salerno y Shields, sobre la familia Glass. Yo me imagino a Salinger obsesionado con los Glass, así lo pinta el libro, creando cada vez más detalles en la soledad de su búnker, anotando fechas en que uno de los personajes hizo esto o aquello: hoy Buddy fue a cenar a la casa de tal, comieron camarones rellenos, y así. Ciencuenta años aumentando un mundo de ficción, con todo lo que le faltaba para ser un mundo real. Algo así como el personaje de Synecdoche New York, que termina confundiendo el realismo con la realidad y la ficción con la vista. Parece que al fin se decidió y en esta obra va a hacer crecer a los Glass.
Por el otro, en algún momento se aflojarán las cadenas legales y tal vez se haga -faltan décadas quizá, pero la insistencia y el fanatismo de los norteamericanos es prometedor- la versión fílmica de El guardián entre el centeno. Me imagino el día del estreno. Después de tanto tiempo, después de haber tratado por todos los medios, se sentarán en el cine y nadie mirará la película como un espectador regular, nadie mirará la historia de Holden Caulfield. Estarán ahí todos como críticos, comparando -es lo que se hace en general cuando uno ve una película basada en una novela o un cuento, pero esta vez, la distancia, el deseo y la importancia de la novela harán que todo sea diferente-, verificando, pensando de manera teórica las posibilidades de dos lenguajes. Ese día los espectadores creerán que han descubierto algo nuevo sobre el cine.

O puede que no pase nada.

martes, 22 de abril de 2014

Fogwill, una memoria moral

Fogwill es una imagen. Los bigotes alquitranados, los ojos atentos, el gesto crispado, entre payasesco y atrabiliario, el pelo canoso, los rulos a medias. Fogwill es una marca, como él quiso, despojando el apellido de otro aditivo. Es una imagen en sentido fotográfico, mercantil y también, como ha descubierto Patricio Zunini, en sentido literario. Fogwill representa la literatura de una época, es el significante de esa literatura, aunque no se lo nombre, no se lo vea o se lo quiera borrar. Es el significante privilegiado, en suma, el falo. Y él lo sabía más que nadie.

Fogwill, una memoria coral es un libro rápido y engañoso. Para empezar, uno se lo lee en una tarde. Y empieza por querer al personaje principal, que se va tejiendo entre anécdotas que se anudan a algún tema no explicitado. La primera publicación, su llegada a la literatura, las aventuras de su empresa de marketing, el emprendimiento editorial, su incorrección política, su pasión por la cocaína y la guita, sus últimos días, etc. La figura del mozaico o el caleidoscopio vendría al pelo acá si no fuera por un detalle: casi no hay una voz discordante; no al menos en lo que podemos deducir que haya sido Fogwill. Ni siquiera el recuerdo que se hace de Aira lamentando que Fogwill fuera tan pendejo. Es cierto que, sin embargo, la imagen que se nos aparece no carece de contradicciones, que la ausencia de esa discordancia nos presenta un personaje complejísimo y a veces ya mitológico. Lo complejo y contradictorio no viene al caso. Todos lo somos. Lo que importa es la medida en que lo somos. Entonces, en todo es desmesurado: Fogwill leyendo a los saltos y llenando las lagunas, Fogwill encontrando a Levrero, Fogwill descubriendo a mil, Fogwill dejando la cocaína con una dieta macrobiotica, Fogwill cantando mientras escribe y escucha música, otra música, no la que canta, Fogwill preso, Fogwil propagandista de los nuevos genios, Fogwill cansado de los nuevos genios, Fogwill navegante, Fogwill poeta, Fogwill genio, Fogwill padre amoroso, Fogwill lector sobrehumano, Fogwill melómano, Fogwill amigo leal, Fogwill amigo impresentable, Fogwill de una ética superlativa, Fogwill estafador, etc.
El libro construye la imagen viva de un periodo de la vida de Fogwill; no la vida de un hombre. Justamente no hay noticias sobre su infancia, sobre su adolescencia o sobre su juventud. Apenas la hipótesis de que era hijo único, como justificativo de su carácter caprichoso. Y está bien, porque eso no es relevante. La imagen está detenida en el tiempo, en un tiempo que dura tres décadas y que se mueve apenas cuando está por morir o a través del recambio de amigos y acólitos.
Yo que solo conozco a Fogwill por alguno de sus libros, he disfrutado enormemente de este. Quizá se deba a su formato. Zunini escribió un documental, y por respeto al género, termina el documental de la mejor manera, como uno de Marilyn Monroe o de Elvis (no elijo los personajes al azar). El último testimonio es de Sergio Bizzio y retrocede en el tiempo a su primer encuentro con Fogwill, y nosotros que somos lectores y miramos documentales vemos de nuevo vivo y joven y alegre y casi en su mejor momento, en el momento que empieza a ser, a un Fogwill que rezuma energía, alegría e idiosincrasia. Así se termina un documental, con la figurita adhesiva de lo vital.

Después de un arduo trabajo que se manifiesta en un breve prólogo y en los posteriores agradecimientos, Zunini ha logrado armar una cosa compacta, homogénea, en todo momento coherente. Y un acierto, por esta razón, en el título: la idea de coro remite a la de afinación, la de estar todos a tono. A propósito, se ha dicho que Fogwill se encargó de construir un canon, cuando la figura imperial de Borges había desaparecido. La mayoría de los testimonios del libro pertenecen a ese canon, son las voces que promocionó. A veces pienso que este libro lo escribió el mismo Fogwill a través de los años y que Zunini solo es la mano ejecutora, algo así como un poseso que obra sin la verdadera conciencia de que está participando en la elaboración de un mito. Es la obra póstuma de Fogwill, la de su constante interés por la autopromoción.