domingo, 27 de julio de 2014

Cotidiana II


Mesa para tres

Muchas cosas pueden pasar ahí, en el boliche de Chiche, y más si es de noche, y más si la noche es de un día de semana. Pero no fuimos por eso, sino porque el boliche, que no es un verdadero boliche sino un despacho de bebidas, algo así como un almacén con barra un poco vintage, que quiere explotar las virtudes turísticas del tango, pero que no es vintage y sí solamente viejo y un poco arruinado, quedaba cerca de la casa de M. Quiero decir, a uno le tiene que resultar apasionante el olor a rancio, sino las cosas son simplemente viejas. No sé en qué parte de Buenos Aires quedaba ese punto estratégico de la cultura nocturna, porque no sé ubicarme en una gran ciudad, y menos si es de noche y menos si la noche es de un día de semana, martes para más señas. Puede ser que fuera Boedo o Almagro o Abasto, quién sabe. Así que ahí me llevaron, o me llevó C en realidad, porque M llegaría después.
No voy a negar que al verlo de afuera, con las paredes añejas y la puerta de madera y vidrio, y la ventana de madera y vidrio verde inglés, no imaginé que en esos almacenes, hace cien años, se cantaba  el verdadero tango, se gestaban las letras, y en mesas apesadumbradas un cristiano con berretín de poeta escribía al fin una estrofa que alguien musicalizaría, y no voy a negar que cuando entré algo de esa ilusión, por lo demás superficial, se rompió con la juventud del barman, a quien me niego a llamar cantinero o de otra forma cualquiera. Era un barman, un pendejo que se las quiere dar de alternativo, reviviendo un pasado que no le cuadra, acomodando pastelitos y empanadas en una fuente para recalentar en un horno eléctrico que había en un rincón, para surtir a la concurrencia de comida tradicional o de cantina. Y que de vez en cuando enciendía una pequeña vela y la pone en una mesa para generar un ambiente cálido. Yo quería un viejo, por lo menos sexagenario. Pero no, el destino, si eso era, si ese nombre se le puede poner a las suerte o al desconocimiento de la lógica del mundo, quería que fuera un pendejo.
C y yo nos acodamos en un extremo de la barra. Había alguna mesa libre, en una esquina, pero preferimos la barra. Y nos pedimos una cerveza. Encima de una gran heladera antigua de tres puertas y tapando la parte superior de todas las paredes, una espesa escenografía de repisas cargada de botellas de ginebra cubiertas de telarañas y polvo,y otras botellas enfiladas que alguna vez contuvieron bebidas espirituosas, hoy discontinuadas, nos aconsejaba elegir otro brebaje. Pero pedimos cerveza, mientras esperábamos a M. A las paredes les faltaba el revoque en muchos lugares y se veían los ladrillos gruesos y las juntas con barro o conchila, que volvía más turbia la luz que ya de por sí era modesta. Al fondo, a un lado de la heladera, había una abertura hacia una trastienda donde, me dijeron, había otra barra. Se veía unas gentes que entraban salía de ahí. Los martes hay cantores, nos dijeron a mi y a C.
De la trastienda salió un flaco no tan flaco, con lentes. Se refregaba la nariz y los lentes se le habían empañado. Somos pocos y nos conocemos muchos, pensé. El flaco se tropezó con una banqueta que alguien había dejado ahí, en medio del paso, quizá para cubrir de su nueva y fresca torpeza, a una guitarra envuelta en su estuche negro. Y después de pasar por nuestras espaldas, se llegó hasta el otro rincón de la barra junto a sus amigos.
Otro flaco, de buzo bicolor y saco espigado encima, me sonríe, mientras deja su vaso de fernet con coca cerca de mi vaso de cerveza. Es una sonrisa de camaradería, una sonrisa como un saludo y también una sonrisa como un piano abandonado en el depósito de una vieja escuela. Lleva también unas zapatillas negras debajo de un pantalón de sarga o de alguna tela con que se fabrican o se fabricaban los pantalones de vestir. Tiene un aspecto profundamente zaparrastroso, pero amable, de una manera artísticamente amable, a lo Melingo, hasta tiene una porra esponjosa que oculta la inmimente calvicie. Y en eso llega M. y nos saludamos y pedimos otra cerveza y el Melingo este desenfunda la guitarra, apoya en la banqueta el pie derecho y a su vez la cintura de la guitarra, esa curva que tanto a dado al lugar común de comparar a la guitarra con una mujer, encima del muslo que ahora forma un ángulo de noventa grados con su pantorrilla, y avisa, no se presenta ni nada, avisa, que va a cantar unos tangos. Pero. Puntea una cancioncita extranjera, mientras los presentes siguen charlando. La cancioncita es Bohemian Rhapsody, y de un grupo que está sentado en una mesa, contra la ventana, uno empieza: Mamaaa....
Estos son todos amigos y la canción es un código, pienso. O son de una secta y la canción es un código. O no, le festejan o se contentan con tener un acervo común, demuestran conocer algo y eso los une y los hace únicos entre la población del boliche de Chiche. Entonces noto un detalle que no había advertido, porque miro alrededor mientras empiezo a charlar con M y con C, noto que casi todos visten ropas oscuras y yo un buzo amarillo; su parte superior, para ser más precisos, es amarilla, un amarillo huevo, que no pasa desapercibido, aunque yo sí. M y C tampoco tienen ropas oscuras. Por alguna razón, creo, no deberíamos estar ahí.
El cantor, ahora sí, se presenta y empieza y canta un tango viejo. Y después del primer tango, que el auditorio escucha con algo de atención, explica, explica, explica. Explica qué es una milonguita, las diferentes acepciones de la palabra milonga, y la época y el contexto y todo lo que necesita para aclarar que él no es misógino, pero la canción que ahora mismo va a interpretar sí lo es. Y mientras explica, un murmullo, la ridícula afición de las personas por reunirse y conversar entre ellas y conservar o fomentar una amistad, comienzan a perturbarlo, y se calla y mira y espera que su silencio y su espera traigan un silencio propicio y pregunta si allá en el fondo se escucha porque él escucha muy bien lo que le llega de allá al fondo y lo perturba. Nosotros lo tenemos cerca y cada vez que queremos trazar una palabra, él nos mira, quizá no nos mira sino que nos está matando en ese momento; hay un raro fulgor, la luz de un fósforo, en esa mirada y en el rictus fruncido de la boca cuando nos mira.
Sé positivamente que a los tres nos gusta el tango, incluso algún valsesito como el que ahora está cantando el Melingo desastrado, pero sé positivamente que no nos gusta que nos callen. Se produce en nosotros una disyuntiva quizá filosófica o ética o al menos atendible: debemos callar teniendo en cuenta que el respeto por el arte del Melingo desastrado es crucial para esperar el respeto de otros, incluido el Melingo desastrado, o, por el contrario, el contexto (gente que se junta, tragos, algún merquero, la noche, un bar y no un teatro, etc.) quizá nos diga que lo que prima en ese lugar es la charla y no la audiencia y debemos privilegiar aquella por esta. No estábamos para debates, después de una década sin reunirnos, así que decidimos irnos a otro bar que M conocía, a una cuadra de ahí, en la otra esquina.
Convinimos lo siguiente: en el próximo intervalo expositivo-explicativo que se mande el cantor, nos mandamos mudar. La atmósfera, a la cuarta bonita página, ya estaba tensa y el cantor interrumpía su explicación a cada rato con una explicación nueva que pretendía poner las cosas en su lugar o en el lugar que él creía que era el lugar donde iban las cosas: todos muzzarella y a escuchar al cantor. Uno franceses que habían llegado tarde y se ubicaron en la mesa redonda del centro, no se daban por aludidos, quizá, porque apenas entendían el idioma, pero nosotros, que algo de esto conocemos, entendimos que esta nueva interrupción explicativa era la oportunidad de rajar.
Estábamos ya cerca de la puerta, ya cerca de irnos, ya cerca, cuando el cantor, este Melingo a medias, con una voz menos áspera pero no más potente, nos interpela: claro, ahora se van, casi no me dejan cantar y ahora se van. C me mira y yo lo miro a M, M lo mira a C y C me mira nuevamente y así dos o tres vueltas, preguntándonos si era efectivamente para nosotros la invectiva, que era una provocación, de última, que era, vamos a decirlo, una invitación a la pelea. El silencio al fin se alcanza. Una paradoja que el explicativo cantor debe haber notado: justo cuando logra lo que quiere, no puede utilizarlo para lo que quiere, porque la situación ya está preparada para otra cosa.
C le dice ahí nomás: enfundá la mandolina.
Entonces no sabemos si fue la referencia gardeliana o el sentido de la orden pero el cantor se enculó con nosotros y dijo algo más, algún agravio, no sé, y nosotros abrimos la puerta para salir, pero alguno, de alguna parte del salón tuvo la peregrina idea de levantar una silla, una de esas sillas de madera balsa que había antes en los bares, con la espalda curva y cuatro tablitas que oficiaban de balaustres en el respaldo, y tirársela al pobre cantor, acaso cansado ya de que no se hiciera silencio, de una parte o de otra, y el cantor, quizá en un sacrificio que lamentaría más tarde, le devuelve la cortesía con su propia guitarra como proyectil. Otra silla recorre el aire y también un vaso como un cometa cuya estela y cola eran la ginebra que recién albergaba.
Alguien del publico lo pone de un manazo al cantor y el cantor cae entre la entrada de la trastienda y la heladera y desde el piso le pega a otro con la banqueta con que se tropezó al caer. El flaco de anteojos, de quien yo me había olvidado, se para sobre la barra y le patea la cabeza a uno que estaba aparentemente del lado del cantor, pero que no había hecho más que levantar las palmas de sus manos buscando la paz. La trifulca es grandiosa, dentro del contexto claro, porque habría unas treinta personas en el boliche de Chiche y seis eran los franceses que miraban cómo unos corrían, otros se golpeaban, dos o tres trompeaban a un tercero que estaba tirado en el suelo, y los franceses miraban sonrientes, satisfechos de haber hecho valer el valor del paquete turístico que habían comprado a catorce mil kilómetros del bar. Al lado de nosotros dos muchachos grandes se pegan con fruición, una piña acá, otra allá, se mete un otro, y entre los dos le dan a ese otro hasta dejarlo tumbado. Vuelan vasos, botellas, las velas que ya no sirven para generar un ambiente cálido; todo es un descontrol. El barman sigue sacando pastelitos calientes del horno eléctrico y esquivando las piernas del flaco de lentes que revolea patadas sin prejuicios, a uno y otro lado o a una y otra cabeza. El tipo ya se siente dueño de la barra y nadie se la puede disputar.
En otro rincón, un poco más oscuro, detrás de los franceses que se notan cada vez más felices con el espectáculo, veo a dos chicas que se besan desesperadamente. Y miran el desastre de toda esa gente golpéandose, peleando, pateándose, unos encima de otros como en una orgía pugilística, y se besan con más ganas y una de ellas le mete la mano por debajo de la remera o el pullover a la otra y se encuentra con una teta igual que la que ella tiene en su propio cuerpo, y la patria es el otro, pienso, y noto que se excitan con la violencia, con la sangre que le tapa la cara ya amoratada a un tipo que otros dejan tirado sobre una mesa muy cerca de ellas y siguen y no sé cuándo van a frenar, pero C y M me anuncian que es hora de irnos porque se oye la sirena de un patrullero.
Sí, no se conoce otro caso en que actúen con esa celeridad, pero esto lo pienso cuando apretamos el paso por la vereda, ya alcanzando el otro bar que, pese a las diferencias fenomenológicas que parecen distinguir unas prácticas de otras en eso que se llama cultura de masas o no sé de qué otra manera, es esencialmente igual.
Ahí no hay nadie. Está lleno de posters de rock y adornos curiosos. Nos sentamos -acá podemos elegir donde- y nos pedimos una cerveza. Casi no podemos charlar porque se escucha la música de Spineta, Charly, Los Redondos, muy alta. Pero nos conformamos. Y estamos esperando la cerveza cuando se presenta la voz, y el cuerpo de esa voz, también, que acomoda una silla y parece querer sentarse con nosotros y, con un sonrisa que es un piano abandonado en el depósito de una escuela,  la voz todavía agitada dice:
-De la que nos salvamos, viejo. Y corté una cuerda nomás.