Mesa para tres
Muchas cosas pueden pasar ahí, en el boliche de Chiche, y más si es de noche, y más si la noche es de un día de semana. Pero no fuimos por eso, sino porque el boliche, que no es un verdadero boliche sino un despacho de bebidas, algo así como un almacén con barra un poco vintage, que quiere explotar las virtudes turísticas del tango, pero que no es vintage y sí solamente viejo y un poco arruinado, quedaba cerca de la casa de M. Quiero decir, a uno le tiene que resultar apasionante el olor a rancio, sino las cosas son simplemente viejas. No sé en qué parte de Buenos Aires quedaba ese punto estratégico de la cultura nocturna, porque no sé ubicarme en una gran ciudad, y menos si es de noche y menos si la noche es de un día de semana, martes para más señas. Puede ser que fuera Boedo o Almagro o Abasto, quién sabe. Así que ahí me llevaron, o me llevó C en realidad, porque M llegaría después.
Muchas cosas pueden pasar ahí, en el boliche de Chiche, y más si es de noche, y más si la noche es de un día de semana. Pero no fuimos por eso, sino porque el boliche, que no es un verdadero boliche sino un despacho de bebidas, algo así como un almacén con barra un poco vintage, que quiere explotar las virtudes turísticas del tango, pero que no es vintage y sí solamente viejo y un poco arruinado, quedaba cerca de la casa de M. Quiero decir, a uno le tiene que resultar apasionante el olor a rancio, sino las cosas son simplemente viejas. No sé en qué parte de Buenos Aires quedaba ese punto estratégico de la cultura nocturna, porque no sé ubicarme en una gran ciudad, y menos si es de noche y menos si la noche es de un día de semana, martes para más señas. Puede ser que fuera Boedo o Almagro o Abasto, quién sabe. Así que ahí me llevaron, o me llevó C en realidad, porque M llegaría después.
No voy a
negar que al verlo de afuera, con las paredes añejas y la puerta de
madera y vidrio, y la ventana de madera y vidrio verde inglés, no
imaginé que en esos almacenes, hace cien años, se cantaba el
verdadero tango, se gestaban las letras, y en mesas apesadumbradas un
cristiano con berretín de poeta escribía al fin una estrofa que
alguien musicalizaría, y no voy a negar que cuando entré algo de
esa ilusión, por lo demás superficial, se rompió con la juventud
del barman, a quien me niego a llamar cantinero o de otra forma
cualquiera. Era un barman, un pendejo que se las quiere dar de
alternativo, reviviendo un pasado que no le cuadra, acomodando
pastelitos y empanadas en una fuente para recalentar en un horno eléctrico que
había en un rincón, para surtir a la concurrencia de comida tradicional o de cantina. Y que de vez en cuando enciendía una pequeña
vela y la pone en una mesa para generar un ambiente cálido. Yo
quería un viejo, por lo menos sexagenario. Pero no, el destino, si
eso era, si ese nombre se le puede poner a las suerte o al
desconocimiento de la lógica del mundo, quería que fuera un
pendejo.
C y yo
nos acodamos en un extremo de la barra. Había alguna mesa libre, en una esquina,
pero preferimos la barra. Y nos pedimos una cerveza. Encima de una
gran heladera antigua de tres puertas y tapando la parte superior de todas las paredes, una espesa escenografía de
repisas cargada de botellas de ginebra cubiertas de telarañas y
polvo,y otras botellas enfiladas que alguna vez contuvieron bebidas
espirituosas, hoy discontinuadas, nos aconsejaba elegir otro brebaje.
Pero pedimos cerveza, mientras esperábamos a M. A las paredes les
faltaba el revoque en muchos lugares y se veían los ladrillos
gruesos y las juntas con barro o conchila, que volvía más turbia la luz que ya de por sí era modesta. Al fondo, a un lado de la heladera, había una abertura hacia una
trastienda donde, me dijeron, había otra barra. Se veía unas gentes
que entraban salía de ahí. Los martes hay cantores, nos dijeron a
mi y a C.
De la
trastienda salió un flaco no tan flaco, con lentes. Se refregaba la
nariz y los lentes se le habían empañado. Somos pocos y nos
conocemos muchos, pensé. El flaco se tropezó con una banqueta que
alguien había dejado ahí, en medio del paso, quizá para cubrir de
su nueva y fresca torpeza, a una guitarra envuelta en su estuche
negro. Y después de pasar por nuestras espaldas, se llegó hasta el
otro rincón de la barra junto a sus amigos.
Otro
flaco, de buzo bicolor y saco espigado encima, me sonríe, mientras
deja su vaso de fernet con coca cerca de mi vaso de cerveza. Es una
sonrisa de camaradería, una sonrisa como un saludo y también una
sonrisa como un piano abandonado en el depósito de una vieja
escuela. Lleva también unas zapatillas negras debajo de un pantalón
de sarga o de alguna tela con que se fabrican o se fabricaban los
pantalones de vestir. Tiene un aspecto profundamente zaparrastroso,
pero amable, de una manera artísticamente amable, a lo Melingo,
hasta tiene una porra esponjosa que oculta la inmimente calvicie. Y en
eso llega M. y nos saludamos y pedimos otra cerveza y el Melingo este
desenfunda la guitarra, apoya en la banqueta el pie derecho y a su
vez la cintura de la guitarra, esa curva que tanto a dado al lugar
común de comparar a la guitarra con una mujer, encima del muslo que
ahora forma un ángulo de noventa grados con su pantorrilla, y avisa,
no se presenta ni nada, avisa, que va a cantar unos tangos. Pero. Puntea
una cancioncita extranjera, mientras los presentes siguen charlando.
La cancioncita es Bohemian Rhapsody, y de un grupo que está sentado
en una mesa, contra la ventana, uno empieza: Mamaaa....
Estos son
todos amigos y la canción es un código, pienso. O son de una secta y la
canción es un código. O no, le festejan o se contentan con tener un
acervo común, demuestran conocer algo y eso los une y los hace únicos
entre la población del boliche de Chiche. Entonces noto un detalle que no había advertido,
porque miro alrededor mientras empiezo a charlar con M y con C, noto que casi
todos visten ropas oscuras y yo un buzo amarillo; su parte
superior, para ser más precisos, es amarilla, un amarillo huevo, que
no pasa desapercibido, aunque yo sí. M y C tampoco tienen ropas
oscuras. Por alguna razón, creo, no deberíamos estar ahí.
El
cantor, ahora sí, se presenta y empieza y canta un tango viejo. Y
después del primer tango, que el auditorio escucha con algo de
atención, explica, explica, explica. Explica qué es una milonguita,
las diferentes acepciones de la palabra milonga, y la época y el
contexto y todo lo que necesita para aclarar que él no es misógino,
pero la canción que ahora mismo va a interpretar sí lo es. Y
mientras explica, un murmullo, la ridícula afición de las personas por
reunirse y conversar entre ellas y conservar o fomentar una amistad,
comienzan a perturbarlo, y se calla y mira y espera que su silencio y
su espera traigan un silencio propicio y pregunta si allá en el
fondo se escucha porque él escucha muy bien lo que le llega de allá al fondo y lo perturba. Nosotros lo tenemos
cerca y cada vez que queremos trazar una palabra, él nos mira, quizá
no nos mira sino que nos está matando en ese momento; hay un raro
fulgor, la luz de un fósforo, en esa mirada y en el rictus fruncido de
la boca cuando nos mira.
Sé
positivamente que a los tres nos gusta el tango, incluso algún valsesito como el que ahora está cantando el Melingo desastrado,
pero sé positivamente que no nos gusta que nos callen. Se produce en
nosotros una disyuntiva quizá filosófica o ética o al menos
atendible: debemos callar teniendo en cuenta que el respeto por el
arte del Melingo desastrado es crucial para esperar el respeto de
otros, incluido el Melingo desastrado, o, por el contrario, el
contexto (gente que se junta, tragos, algún merquero, la noche, un
bar y no un teatro, etc.) quizá nos diga que lo que prima en ese
lugar es la charla y no la audiencia y debemos privilegiar aquella por esta. No estábamos para debates, después de una década sin
reunirnos, así que decidimos irnos a otro bar que M conocía, a una
cuadra de ahí, en la otra esquina.
Convinimos
lo siguiente: en el próximo intervalo expositivo-explicativo que se
mande el cantor, nos mandamos mudar. La atmósfera, a la cuarta
bonita página, ya estaba tensa y el cantor interrumpía su
explicación a cada rato con una explicación nueva que pretendía poner las
cosas en su lugar o en el lugar que él creía que era el lugar donde
iban las cosas: todos muzzarella y a escuchar al cantor. Uno
franceses que habían llegado tarde y se ubicaron en la mesa redonda
del centro, no se daban por aludidos, quizá, porque apenas entendían
el idioma, pero nosotros, que algo de esto conocemos, entendimos que
esta nueva interrupción explicativa era la oportunidad de rajar.
Estábamos
ya cerca de la puerta, ya cerca de irnos, ya cerca, cuando el cantor,
este Melingo a medias, con una voz menos áspera pero no más
potente, nos interpela: claro, ahora se van, casi no me dejan cantar
y ahora se van. C me mira y yo lo miro a M, M lo mira a C y C me mira
nuevamente y así dos o tres vueltas, preguntándonos si era
efectivamente para nosotros la invectiva, que era una provocación,
de última, que era, vamos a decirlo, una invitación a la pelea. El
silencio al fin se alcanza. Una paradoja que el explicativo cantor
debe haber notado: justo cuando logra lo que quiere, no puede
utilizarlo para lo que quiere, porque la situación ya está
preparada para otra cosa.
C le dice
ahí nomás: enfundá la mandolina.
Entonces
no sabemos si fue la referencia gardeliana o el sentido de la orden
pero el cantor se enculó con nosotros y dijo algo más, algún
agravio, no sé, y nosotros abrimos la puerta para salir, pero
alguno, de alguna parte del salón tuvo la peregrina idea de levantar
una silla, una de esas sillas de madera balsa que había antes en los
bares, con la espalda curva y cuatro tablitas que oficiaban de
balaustres en el respaldo, y tirársela al pobre cantor, acaso
cansado ya de que no se hiciera silencio, de una parte o de otra, y
el cantor, quizá en un sacrificio que lamentaría más tarde, le
devuelve la cortesía con su propia guitarra como proyectil. Otra
silla recorre el aire y también un vaso como un cometa cuya estela y
cola eran la ginebra que recién albergaba.
Alguien
del publico lo pone de un manazo al cantor y el cantor cae entre la
entrada de la trastienda y la heladera y desde el piso le pega a otro con la
banqueta con que se tropezó al caer. El flaco de anteojos, de quien
yo me había olvidado, se para sobre la barra y le patea la cabeza a uno que estaba aparentemente del lado del cantor, pero que no había
hecho más que levantar las palmas de sus manos buscando la paz. La
trifulca es grandiosa, dentro del contexto claro, porque habría unas
treinta personas en el boliche de Chiche y seis eran los franceses
que miraban cómo unos corrían, otros se golpeaban, dos o tres
trompeaban a un tercero que estaba tirado en el suelo, y los franceses
miraban sonrientes, satisfechos de haber hecho valer el valor del
paquete turístico que habían comprado a catorce mil kilómetros del
bar. Al lado de nosotros dos muchachos grandes se pegan con fruición,
una piña acá, otra allá, se mete un otro, y entre los dos le
dan a ese otro hasta dejarlo tumbado. Vuelan vasos, botellas, las
velas que ya no sirven para generar un ambiente cálido; todo es un
descontrol. El barman sigue sacando pastelitos calientes del horno
eléctrico y esquivando las piernas del flaco de lentes que revolea
patadas sin prejuicios, a uno y otro lado o a una y otra cabeza. El
tipo ya se siente dueño de la barra y nadie se la puede disputar.
En otro
rincón, un poco más oscuro, detrás de los franceses que se notan
cada vez más felices con el espectáculo, veo a dos chicas que se
besan desesperadamente. Y miran el desastre de toda esa gente
golpéandose, peleando, pateándose, unos encima de otros como en una
orgía pugilística, y se besan con más ganas y una de ellas le mete
la mano por debajo de la remera o el pullover a la otra y se
encuentra con una teta igual que la que ella tiene en su propio
cuerpo, y la patria es el otro, pienso, y noto que se excitan con
la violencia, con la sangre que le tapa la cara ya amoratada a un
tipo que otros dejan tirado sobre una mesa muy cerca de ellas y
siguen y no sé cuándo van a frenar, pero C y M me anuncian que es
hora de irnos porque se oye la sirena de un patrullero.
Sí, no
se conoce otro caso en que actúen con esa celeridad, pero esto lo
pienso cuando apretamos el paso por la vereda, ya alcanzando el otro
bar que, pese a las diferencias fenomenológicas que parecen
distinguir unas prácticas de otras en eso que se llama cultura de
masas o no sé de qué otra manera, es esencialmente igual.
Ahí no
hay nadie. Está lleno de posters de rock y adornos curiosos. Nos
sentamos -acá podemos elegir donde- y nos pedimos una cerveza. Casi
no podemos charlar porque se escucha la música de Spineta, Charly,
Los Redondos, muy alta. Pero nos conformamos. Y estamos esperando la
cerveza cuando se presenta la voz, y el cuerpo de esa voz, también,
que acomoda una silla y parece querer sentarse con nosotros y, con un sonrisa
que es un piano abandonado en el depósito de una escuela, la voz
todavía agitada dice:
-De la
que nos salvamos, viejo. Y corté una cuerda nomás.