¿Cómo
se cuenta una historia?
Es
la pregunta que, suponemos, todo escritor se hace cuando tiene algo
entre manos y no puede percibir otro futuro que llevar eso a
la escritura; y escribo eso porque todavía,
presumiblemente, es un objeto amorfo, no necesariamente una vaguedad
o una isla que se percibe a lo lejos y se va distinguiendo a medida
que nos acercamos. Han dicho muchos que lo que sigue es una gran
batalla con una materia muy molesta y lábil: el lenguaje.
En
un relato curioso (La botella de Klein), Juan José
Arreola enuncia una famosa ley de Wilcock sobre el procedimiento
narrativo de Franz Kafka: "sacarse de la cabeza un objeto,
escamotearlo y seguir hablando sobre él." Como afirmación
general, la ley es bastante difìcil de imaginar, de concebir en una
narración concreta; más si tenemos en mente las grandes novelas de
Kafka.
Otra:
En El informe de Brodie hay dos cuentos que se
parecen demasiado y son bien diferentes. O que parecen muy diferentes
y son bastante similares. Me refiero a El encuentro, ese
relato en que dos paisanos se trenzan en una de cuchillos y los que
ajustan cuentas son en realidad los dueños originales de las armas y
no los dos títeres, las dos excusas o los instrumentos, que la
actualidad pone a disposición. Los que pelearon esa noche habían
sido Juan Almanza y Juan Almada. La explicación aparece al final del
relato.
El
otro es Guayaquil. Borges ya lo había pensado en el 52 y
lo publicó recién en el 70. En él aparecen una cartas inéditas
entre Bolívar y San Martín. Dos profesores argentinos se disputan
el privilegio de ir a verlas y de publicar un trabajo académico
sobre ellas. El cuento narra las conversaciones entre los dos
profesores, hasta que uno de ellos resigna su lugar y permite que el
otro pueda llevar a cabo la empresa para la que él empieza a
sentirse débil o incapaz. El cuento es como un acto de magia. No se
explica nada pero como dos sombras encima de nuestra lectura están
Bolívar y San Martín discutiendo en Guayaquil y está la
claudicación de San Martín a favor de Bolívar. Están en las
conversaciones de los profesores, en la actitud del narrador. El
lector comprende esto, más allá de todas las palabras que conforman
el relato. Por supuesto, este cuento tiene un efecto mayor que el
anterior. La razón parece simple y Borges no la
desconocía."Decididamente, afirma en una edición de Textos
cautivos, p.176, los procedimientos oblicuos no son los
peores". (Hay además en estos cuentos y en otros de Borges, un
recurso que ya debe de haber descubierto Guillermo Martínez, porque
es un recurso matemático, con el que dos japoneses después de
siglos resolvieron la famosa hipótesis que Fermat había dejado
anotada en un margen. Resuelve en una dimensión lo que en esta no
era posible y trae sus consecuencias, para solucionar en esta lo que
quedó inconcluso. Ahora no es el recurso que nos interesa.)
Todo
esto no hace más que preparar el terreno para hablar de Trasfondo,
la extraordinaria novela de Patricia Ratto. Una novela mucho más
grande que el texto que alcanzamos a leer en ella.
Un
soldado dentro de un submarino dentro de una guerra insólita, o más
bien, la conciencia de un soldado en un submarino dentro de una
guerra insólita, presenta minuciosamente la ida y la vuelta de la
nave hasta las islas Malvinas, la vida del resto de la tripulación,
los días larguísimos e iguales, el tiempo muerto, el sinsentido de
la espera o de la esperanza en medio de la guerra, las órdenes y el
desorden.
La extensión del texto puede llevaronos a conclusiones erróneas. Cuando uno empieza con la lectura cree,
ingenuamente, que no le va a llevar mucho tiempo: es una novela
corta, de 143 páginas. Pero a las pocas, se da cuenta de que se
confundió. Sospecho que la cosa es así: las primeras páginas
arrancan y uno va entrando en el mundo del submarino y no se puede
situar todavía en la época, aunque tiene conciencia clara de la
época en que transcurre, pero todavía no se puede situar del todo
como parte de la naturaleza de esa realidad narrada. Ese arranque,
por ser la introducción abrupta a ese mundo, es veloz. Pero después,
no muchas páginas después, la cosa se frena, se vuelve densa y
viscosa, el tiempo no pasa. La novela está sumamente cargada, cada
palabra requiere un tiempo de elaboración y está ella sola ahí con
toda su presencia, no como un puente que lleva a otra a través de la
trama - pienso en el estilo de un realismo típico y simple,
ese straight foward de los yanquis-, sino obligando
al lector a que deba sopesarla antes de pasar a la que sigue. Ese
detenimiento, la impresión del tiempo estancado debajo del agua, el
encierro, y, como dice Kohan en la contratapa, la impresión de una
paciencia que es más dura que la acción y que la naturaleza de la
guerra, están ahí. Es el detenimiento obligatorio del lector (la
novela, porque las buenas novelas lo hacen, impone su propio ritmo).
La
novela está contada o vista o percibida por Ortega, uno más de los
tantos soldados que abultaban el submarino cargado de misiles
inútiles y radares no más efectivos que se dirige hundido en el
silencio y el desconcierto hacia una batalla que tampoco se sabe
dónde está ni cuándo tendrá lugar. La tripulación va a ciegas
por el fondo del mar, va a ciegas a luchar contra un enemigo que no
ve y que sabe más poderoso. Como inicio es un poco desesperante, es
cierto, y esa desesperación no va a perderse en todo el relato,
aunque el narrador actúe con una convicción que nos descoloca.
El
narrador es un hallazgo notorio de esta novela. No es un hallazgo
como novedad técnica. Es más bien un logro difícil y por lo tanto
más meritorio. El stream of consciousness es
un procedimiento más viejo que Joyce y parece que lo inventó un tal
Dujardin, en 1887, y no es menos artificial que cualquier otro
procedimiento narrativo. Lo arduo es hacerlo verosímil. Y si me
detengo en esto es porque Patricia Ratto lo logra implecablemente. El
riesgo de que el narrador se convierta en un guía turístico es
alto, porque necesitará explicarnos la presencia de objetos,
artefactos, relaciones y pasados que nosotros debemos conocer, pero
que para él son enteramente naturales. Ortega anda dentro del
submarino de un lado para otro sin detenerse gentilmente ante las
demandas del lector. La autora nos mete enseguida con él adentro. En
ese punto, en ese efecto mágico, reside uno de los aspectos que
conforman el efecto general del libro.
Donde
se explica la introducción:
El
otro está en todo lo que cuenta sin contarlo, en todo lo que viene
agarrado a la novela y que no se lee. En ningún momento se plantea
ninguna postura explícita sobre la guerra, sobre los militares,
sobre la dictadura, sobre los ingleses (más que como simples
enemigos), pero al final, todo cae en la mente del lector como si no
hubiesemos dejado de abordar esos temas. Si Kohan llama la atención
sobre lo poco que hay de guerra en este libro de guerra es porque esa
inacción habla sobre todo lo demás. Y, por otra parte, está la
novela misma, con su trama, con Ortega esperando a un compañero
junto a una escotilla, al borde de una muerte cantada, Ortega
buscando sus botas que alguien le escondió, el frío y la humedad,
la falta de oxígeno en la nave. Los métodos oblicuos no son los
peores, no hay duda.
De
esto depende un detalle más, quizá el más importante, que se
deduce de la conjugación de los dos anteriores. Un lector atento
puede prever la revelación del final. Pero un lector atento no puede
prever el efecto que tendrá esa revelación. Esto hace que la novela
sea asombrosa (creo que no exagero). Al terminar la lectura nos
ocurre algo -no quiero decir qué-, y ese algo no está vinculado de
ninguna manera con una identificación con el protagonista; ese algo
es nada más que el efecto de lo literario.