viernes, 20 de enero de 2023

 

La increíble historia detrás del operario que le habría rectificado la tapa al colectivo en que paseó la Scaloneta.

Se llama Benjamín Méndez, aunque no todo el tiempo fue así, y en 2020 estuvo a punto de ponerse en contacto con el Scania de la empresa Plusmar, que trasladó a la selección tricampeona por las calles de la capital argentina.


Conforme se suceden los días, la alegría por la tercera copa mundial de fútbol se va trasfigurando en la certeza de que la selección no sólo simbólicamente ha sabido instalarse en un lugar preferencial de la sociedad argentina, sino que aparecen pruebas, anécdotas, referencias, que la convierten en el nudo cardíaco que entreteje los vasos circulantes de una comunidad que late de fútbol. De una forma o de otra, cada vez son más las historias de vida que se vinculan con la trayectoria de la Scaloneta, con el triunfo en el último mundial o con la bienvenida que recibió este martes próximo pasado. De cara al mundo, la Argentina es un país donde el fútbol no es simplemente una pasión; es la forma en que las relaciones sociales tienen su origen y su justa medida.

Es el caso de Benjamín Méndez, de 38 años, empleado en la “Rectificadora Guzmán”, un pequeño taller familiar en el centro de Sarandí, partido de Avellaneda. “Benjamín es un buen muchacho” es la escueta aunque saludable opinión de Aldo Barragán, propietario del taller. Dice, después, que prefiere no entrar en detalles.

Benjamín Méndez no tuvo siempre ese nombre. Es más, durante todo el 21 de agosto de 1984, día en que nació, no tuvo nombre alguno, hasta que su padre, Roque Menéndez, al día siguiente, tuvo la iluminación de encontrarle una manera de designarlo. Los acontecimientos se dieron de la siguiente manera, según cuenta el padre de Benjamín. El matrimonio Menéndez vivía en Carmen de Patagones y Roque, Cabo de la 3ra división del Ejército con asiento en Bahía Blanca, no supo qué nombre le iba a poner a su primogénito (pese a las numerosas sugerencias de su esposa, de quien no tenemos dato alguno) hasta que al día siguiente volvió a la ciudad portuaria y vio la foto de Luciano Benjamín Menéndez, cuchillo en mano, en el diario La Nueva Provincia, hay que suponer, rodeada de halagos. Fue tanto el orgullo que sintió por aquel defensor de la tradición, la familia y la verdadera creencia, que no dudó en asignarle a su hijo el nombre de Benjamín, aprovechando el changüí que le daba su apellido. No quiso agregarle un Mario o un Luciano, así podía homenajear a tres en un solo Benjamín (nunca más aprovechado este término), vale decir, al tío y a sus dos sobrinos.

Benjamín se pasó su infancia y adolescencia en aquellos parajes ignotos y áridos, aprendiendo un lenguaje lento y el odio a los chilotes, porque todavía no existían los bolitas para él. Hasta que dejó la casa paterna, a los dieciséis, por diferencias con su padre. Diferencias que califica de “inconfesables”. Por mostrar rebeldía, se fue a Córdoba, como si la estrella del destino lo guiara, en un espejo deformado. Porque ahí se volvió tan bruto y tosco, según su padre, por haber dejado la escuela, que empezó a trabajar en la Cooperativa de Provisión de Luz y Fuerza Córdoba Ltda, aunque corría el año 2001 y el desempleo abundaba. Lejos del hogar paterno, descubrió que no era el ramo de la electricidad lo que le permitía “levantarse minitas” y se metió de aprendiz en un taller de Junín, ya de vuelta a la provincia de Buenos Aires. Anduvo de un lugar a otro un tiempo, hasta que encontró conchabo en la “Rectificadora Guzmán”, en 2006 y se hizo peronista. “A las chicas les gustan los fierros”, manifestó a este medio, entre la euforia por los sucesos posteriores al triunfo en Qatar.

Fue en febrero de 2018 cuando conoció la historia de Luciano Benjamín, acaso el más despreciable de la trinidad que le había proveído un nombre a nuestro operario. Menos por este hecho, que por el recuerdo del matón de su padre (su padre nos dice que nada fue así), decidió cambiarse el nombre. Estuvo confuso un tiempo, hasta que se dio cuenta que podía cambiarse el apellido, porque se había encariñado con el Benjamín, aunque esta expresión suene políticamente incorrecta (¡lo que pueden hacer unas comillas!). Y le quitó una sílaba a su nomenclatura original.

Nuestro operario todavía trabaja en la “Rectificadora Guzmán” y debía esperar dos años aún para tener esta oportunidad única.


EL micro.


En Febrero de 2020 la unidad 575 de la empresa Plusmar salía de la fábrica de Tucumán, rumbo a los galpones de Barracas, donde la gigante, por no decir, cuasi monopólica empresa, guarda, repara y refacciona las unidades sin actividad, cuando se notificó a Pablo Literón, jefe de mantenimiento de los talleres, de un sonido irregular en el motor de la nueva adquisición.

Los primeros diagnósticos indicaron una pequeña imprecisión en el armado del bloque principal del motor. La empresa, menos por perfeccionismo que por obtener un importante descuento en el valor del vehículo, elevó su queja a la fábrica de la automotriz fundada por Gustaf Erikson. En su momento, Ronaldo Silva, Director industrial de la planta tucumana, no respondió la queja o nunca se enteró de ella. Muchos trámites detuvieron el vehículo en los galpones de Barracas, hasta que a un empleado, cuyo nombre nos reservamos, se le ocurrió plantearle a Literón, que un amigo suyo, empelado de una rectificadora, podría “verlo” (al motor, por supuesto) y arreglarlo “por dos mangos”. “Es un boludo”, agregó. Literón quedó conforme con la confianza de su empleado, mas no con su sugerencia, que retomaría dos meses después, cuando la unidad 575 llevaba ya cinco meses parada y no redituaba ganancia alguna. Consciente de que ninguna solución llegaba desde la planta tucumana y que no había mucho que hacer con el colectivo (colectivo que nadie había vuelto a encender en esos meses), decidió encargarle a su empleado que ejecutara lo propuesto.

–Pero yo soy tapicero. Arreglo los asientos, ¿cómo voy a manejar un colectivo hasta Sarandí? Te lo choco acá en Valle y Zapiola.

–Me importa un choto –dictaminó Literón–. Ahora que lo dijiste, lo hacés. Lo vas a ver al boludo de tu amigo y le decís que lo deje como nuevo. Y que no se zarpe con lo que cobra.

Cuando el empleado del que carecemos de datos llegó a “Rectificadora Guzmán” y vio a Benjamín salir por la puerta del garage hacia la vereda donde había estacionado a duras penas la unidad 575, con escalímetro de alta precisión en una mano y una zanahoria en la otra (se entretenía comiendo zanahoria a partir de las tres de la tarde), creyó, el empleado que permanece anónimo, que todo iba estar solucionado. Y no se equivocó.

Poco iban a saber, los dos empleados y amigos, que esa unidad trasladaría, dos años y medio más tarde, a los tricampeones del mundo. Recién se habían postergado las eliminatorias, después del anuncio de que el VAR sería juez y parte de los partidos. La pandemia nos había sorprendido a todos.

Benjamín no llegó a levantar la tapa trasera del motor, porque el coche había quedado en marcha. Le dijo ahí nomás que la correa del ventilador era la que ocasionaba el ruido molesto y que eso no representaba ningún peligro.

La unidad quedó varada durante el 2020 y apenas fue usada en 2021. Benjamín Méndez y el empleado sin nombre se olvidaron de ella. Sin embargo, progresivamente eufóricos por los triunfos de la Scaloneta, en sus ratos de intimidad, sin saberlo entre ellos, cada uno pensaba “En qué los recibirán si ganamos. Puede ser que yo arreglé el asiento o el motor del vehículo que trasladará a nuestros héroes”. Y se alegraban secretamente. Con una vanidad que solo es explicable para los argentinos, que nos creemos parte de cualquier triunfo ajeno y ajenos de cualquier derrota.

Cuando el 19 de diciembre vieron simultáneamente, aunque sin saberlo, los dos, el video del portal de Clarín en el cual se mostraba cómo se había ploteado el micro en el que pasearía la selección, ambos reconocieron el número 575, ambos recordaron la visita a “Rectificadora Guzmán” y ambos supieron, al instante, que habían estado a un tris de ser parte de la historia del país. El hecho se les escurría entre la punta de los dedos.

“Yo habría rectificado la tapa de cilindros, si hubiese tenido algo. Pero no pasó nada”, declaró Benjamín, con inobjetable honestidad. “Al pelotudo le dije que le hiciéramos cualquier arreglo y que íbamos a medias, pero no me escuchó”, declaró con solvencia el empleado cuyo nombre permanece oculto.


El encuentro.

Martes 20, llegada de la selección, las calles invadidas de simpatizantes compartiendo una alegría décadas negada. Oleadas de personas impiden el paso del micro sin techo que va festejando. La populosa comitiva debe detener su paso a cada instante. Benjamín está esperando su oportunidad desde la madrugada. Sabe, porque apoyó sus palmas en el motor de ese vehículo dos años antes, que algo tiene que hacer. Saltea varios canales, mirá cómo en uno todo es una fiesta y cómo en otro, un desastre. No se inmuta. Siente que su misión es otra, que algo lo conecta con la selección y que ese vínculo no lo pueden romper un tendencioso medio de comunicación.

Estrategicamente, el micro sin techo pasa debajo de un puente, para facilitar la lanzadera de los simpatizantes.

“Me percaté enseguida que no iban a llegar al obelisco, cuenta Benjamín, así que enfilé para Mitre y caminé hasta puente Puyrredón y después me dirigí hacia El Bajo. En todo caso, si iban a la casa Rosada, sería por ahí, porque estaba lleno de negros que dificultaban el paso. Pero estaba todo bien. Estábamos contentísimos. Por más que caminé como un desgraciado, cuando llegué al Bajo faltaban todavía dos horas para que pasaran. Y de golpe vi al 575 de lejos. De golpe después de dos horas, más vale. Me ubiqué como pude para acercarme. Me trepé a una columna, gané un llano, quedé encima de la autopista y no era el único. Estaba tan cerca de la selección. El colectivo se acercaba. Arriba festejaban nuestros héroes. La euforia era una epidemia que nos quemaba en la piel. O era el calor, no sé. En una frenada, empujé a dos o tres, me hice lugar y llegué a tocar la parte trasera. ¡qué loco! Me di cuenta que nunca le cambiaron la correa. A pesar de los bocinazos, se escuchaba el chirrido del motor. Un médico que me atendió más tarde me dijo que me había deshidratado y que el colectivo nunca pasó por donde yo estaba. Pero, ¿quién me quita lo bailado?" 

Más tarde, pasada ya la efusividad de los festejos, Benjamín reflexiona sobre las circunstancias, el lugar que ocupa el fútbol en el entramado social de nuestra argentinidad, sobre la alegría, sobre los poderosos que nos quieren tristes, sobre muchas cosas más, haciendo gala siempre de su conformismo plebeyo y de un dictamen casi borgeano. “Si no hubiese dejado la secundaria, me habría cambiado el nombre mucho más temprano, pero es cierto que no habría tenido esta oportunidad de estar tan cerca de la selección. Que no se haya dado, es un detalle que no contradice lo que digo.”

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